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Se plantó ante la puerta principal y la llamó por su nombre. Si se hubieran marchado de vacaciones, ella se lo habría dicho. Si ya no estaba interesada en él, habría desviado su mirada brillante.

Ella estaba interesada en él, y había desaparecido. Ni siquiera respondía al móvil. Por unas horas pensó que no se atrevería a responder porque su marido estaría cerca. Después se imaginó que el marido se lo había quitado y que ya sabía quién era él.

Si sabe dónde vivo, no tiene más que venir a casa, se dijo. Iba a ser un combate desigual.

Así pasó los días hasta la víspera, cuando por primera vez tuvo la sensación de que la respuesta podía encontrarse en otra parte.

Porque había un sonido que lo había sorprendido, y eran precisamente los sonidos sorprendentes los que el soldado que había en él estaba entrenado para oír. Sonidos muy débiles que podían hacer que el segundo siguiente fuera decisivo. Sonidos que podían significar la muerte si nadie los oía.

Y fue un sonido así el que oyó cuando, estando frente a la puerta, la llamó al móvil.

Un móvil que sonaba muy amortiguado tras el tabique.

Entonces apagó el móvil y volvió a escuchar. No se oía nada.

Marcó otra vez el número de Mia y esperó un momento. Entonces oyó el sonido. El móvil de ella, al que acababa de llamar, se encontraba en alguna parte detrás de la ventana inclinada y cerrada, y estaba sonando.

Meditó durante un rato.

Existía la posibilidad de que ella lo hubiera dejado a propósito, pero no creía que fuera así.

Solía llamarlo su único medio de contacto con el resto del mundo, y un medio de contacto no se deja a desmano sin más.

Bien que lo sabía él.

Después volvió allí otra vez y oyó el móvil en la habitación que estaba encima de la puerta principal, la de la ventana inclinada. Nada nuevo. ¿Por qué, entonces, esa sospecha continua de que algo iba mal?

¿Sería porque el sabueso de su interior husmeaba peligro? ¿El soldado que había en él? O ¿era solo que estar enamorado lo cegaba ante la posibilidad de que no fuera ya más que un paréntesis en la vida de ella?

Y a pesar de todas las preguntas, a pesar de todas las respuestas posibles, seguía teniendo aquella sensación.

Tras las cortinas de la casa de enfrente, un par de ancianos lo observaban. Aparecían en cuanto gritaba el nombre de Mia. Tal vez debiera preguntarles si habían visto algo.

Abrieron al cabo de un buen rato, y no parecieron muy contentos de ver su rostro.

La mujer le preguntó si no podía dejar en paz a los vecinos de enfrente.

Kenneth trató de sonreír, y luego les mostró cómo temblaban sus manos. Mostró el miedo que tenía y que necesitaba ayuda.

Le dijeron que el marido había estado en la casa varias veces durante los últimos días, porque al menos su Mercedes estuvo allí, pero que no habían visto en ningún momento a la mujer ni al niño.

Les dio las gracias y les pidió que lo mantuvieran al corriente, después de darles su número de teléfono.

En cuanto cerraron la puerta supo que no iban a llamarlo. Ella no era su mujer. Eso era lo que importaba.

La llamó por última vez, y por última vez oyó los tonos de llamada en la habitación de la primera planta.

Mia, ¿dónde estás?, pensaba con inquietud creciente.

A partir del día siguiente, iría por la casa varias veces al día.

Si no ocurría algo que lo tranquilizara, acudiría a la Policía.

No porque tuviera nada concreto.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Capítulo 35

Paso elástico. Arrugas masculinas en los lugares apropiados del rostro. Ropa cara evidente.

Una combinación genial de todo lo que hacía que Carl se sintiera como un trapo.

– Este es Kris -lo presentó Mona, correspondiendo al beso de Carl con cierta frialdad.

– Kris y yo estuvimos juntos en Darfur. Es especialista en traumas de guerra, y trabaja de forma más o menos permanente para Médicos Sin Fronteras, ¿verdad, Kris?

«Estuvimos juntos en Darfur», había dicho. No «trabajamos juntos en Darfur». No hacía ni puta falta ser psicólogo para entender lo que significaba. Odiaba ya a aquel imbécil que apestaba a perfume.

– Conozco bastante bien tu caso -dijo Kris, mostrando unos dientes demasiado regulares y demasiado blancos-. Mona ha recibido permiso de sus superiores para informarme.

Recibido permiso de sus superiores, vaya chorrada, pensó Carl. ¿Por qué no preguntarme a mí?

– ¿Te parece bien?

Aquello llegaba ligeramente tarde. Miró a Mona, que le dirigió una mirada de lo más dulce y conciliadora. Joder con la tía.

– Sí, claro -respondió-. Estoy segurísimo de que Mona hace lo mejor para todos.

Devolvió la sonrisa al hombre, y Mona lo registró. En el momento oportuno.

– Me han concedido treinta horas para tratar de enderezarte. Según tu jefe, vales tu peso en oro.

Rio un poco. En ese caso, le pagaban demasiado la hora.

– ¿Treinta horas, dices? -preguntó sorprendido. ¿Iba a tener que estar con aquel San Dios más de un día en total? Ese tío estaba de la olla.

– Bueno, veremos cómo estás de tocado. Pero en la mayoría de los casos treinta horas suelen ser más que suficientes.

– ¡No me digas! -Aquello le tocaba las pelotas.

Se sentaron frente a él. Mona, con una puñetera sonrisa encantadora.

– Cuando piensas en Anker Høyer, Hardy Henningsen y tú en la cabaña de Amager, donde te dispararon, ¿cuál es la primera sensación que te viene? -preguntó el hombre.

Carl sintió escalofríos en la espalda. ¿Que qué sintió? Trance. Cámara lenta. Parálisis en los brazos.

– Que pasó hace mucho tiempo -respondió.

Kris hizo un gesto afirmativo y mostró cómo había conseguido sus patas de gallo.

– A la defensiva, ¿eh, Carl? Ya me habían advertido. Solo quería ver si era cierto.

¿Qué coño…? ¿Quería jugar a boxeadores? Aquello prometía ser interesante.

– ¿Sabes que la mujer de Hardy Henningsen ha presentado una solicitud de separación?

– No, Hardy no me ha dicho nada de eso.

– Por lo que he entendido, debía de tener cierta debilidad por ti. Pero tú rechazaste sus insinuaciones. Que habías ido a mostrarle tu apoyo, creo que dijo. Eso desvela una faceta tuya que va algo más allá de tu fachada de duro. ¿Qué te parece?

Carl arrugó el entrecejo.

– Pero ¿qué tiene que ver Minna Henningsen con esto? Oye, ¿estás hablando con mis amigos a mis espaldas? No me hace ni puta gracia.

El tipo se volvió hacia Mona.

– Ya ves. Justo lo que había previsto.

Se sonrieron, cómplices.

Una pasada más y le iba a enroscar a aquel gilipollas la lengua al cuello. Iba a quedar pintoresco junto a la cadena de oro que colgaba de su cuello de pico.

– Tienes ganas de pegarme, ¿verdad, Carl? De darme un par de soplamocos y mandarme a hacer puñetas, ya veo -comenzó, mirando a Carl a los ojos tan fijamente que el azul claro de su mirada casi lo envolvió.

Después su mirada cambió. Se puso serio.

– Tranquilo, Carl. En realidad estoy de tu lado, y tú estás bien jodido, lo sé -lo sosegó, alzando la mano para frenarlo-. Y tómalo con calma, Carl. Si piensas con quién de los dos me gustaría echar un polvo, sería contigo.

Carl se quedó boquiabierto.

Tómalo con calma, decía. Siempre era tranquilizador saber por dónde tiraba el tío, pero nunca estaba bien del todo.

Se despidieron tras haber acordado el calendario de consultas, y Mona acercó tanto su rostro al de él que notó que le fallaban las piernas.