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– Entonces nos vemos a la noche en mi casa, ¿verdad? ¿Qué tal hacia las diez? ¿Puedes escaparte de casa o tienes que cuidar de tus chicos? -susurró.

Carl vio en su imaginación el cuerpo desnudo de Mona deslizarse hasta tapar el careto obstinado de Jesper.

Era una elección la mar de sencilla.

– Sí, ya me imaginaba que encontraría a alguien aquí -observó el tipo de la carpeta mientras extendía hacia él su minúscula mano de rata de oficina, para después presentarse-. John Studsgaard, Inspección de Trabajo.

El tipo aquel ¿pensaba que estaba senil? Si no hacía ni una semana que había estado allí.

– Carl Mørck -se presentó Carl-. Subcomisario del Departamento Q. ¿A qué debo el honor?

– Bueno, una cosa es el amianto -informó el de la carpeta, señalando el pasillo en dirección al tabique provisional-. Otra es que estos locales no están homologados como lugar de trabajo para empleados de Jefatura, y vuelvo a encontrarme con usted aquí.

– Oiga, Studsgaard, vamos a poner las cosas claras. Desde la última vez que vino ha habido diez tiroteos en la calle. Dos personas han muerto. El mercado de hachís está fuera de control. El ministro de Justicia ha destinado doscientos agentes, que no tenemos. Hay dos mil desempleados más, la reforma fiscal castiga a los pobres, los alumnos pegan a los maestros de escuela, hay jóvenes cayendo destrozados en Afganistán, la gente no tiene para pagar la hipoteca, las pensiones no valen un carajo ya y los bancos quiebran si no pueden seguir engañando a la gente. Y mientras tanto, el primer ministro va de aquí para allá tratando de buscarse otro trabajo a cuenta del contribuyente. ¿Por qué diantre se preocupa de que yo esté aquí o a doscientos metros, en otra parte del sótano donde todo está permitido? ¿Y acaso no importa -aspiró hondo- TRES COJONES dónde esté, siempre que haga mi trabajo?

Studsgaard había escuchado la perorata con paciencia. Después abrió su carpeta y sacó un folio.

– ¿Puedo sentarme? -preguntó, señalando una de las sillas al otro lado de la mesa. Después habló con sequedad-. Voy a tener que elaborar un informe. Es posible que el resto del país descarrile, pero está bien que algunos mantengamos derecho el rumbo.

Carl dio un profundo suspiro. Joder, al hombre no le faltaba razón.

– Vale, Studsgaard. Perdone que le haya chillado. Es que estoy con un estrés increíble. Tiene razón, por supuesto.

La rata de oficina alzó la cabeza y lo miró.

– Me gustaría colaborar con usted. ¿Puede decirme qué tenemos que hacer para que esto sea reconocido como lugar de trabajo?

El hombre dejó el bolígrafo. Ahora le echaría un largo discurso acerca de por qué era imposible, y le diría que gran parte de la sobrecarga de los hospitales se debía a un entorno laboral deficiente.

– Es muy simple. Tiene que decir a su jefe que lo pida. Después vendrá otra persona a inspeccionar y dar instrucciones.

Carl adelantó la cabeza. Aquel hombre era de lo más sorprendente.

– ¿Puede ayudarme con la petición? -preguntó Carl, con más humildad de la que se creía capaz.

– Bueno, habrá que mirar en la carpeta -informó sonriente, tendiendo un formulario a Carl.

– ¿Cómo te ha ido con la Inspección de Trabajo, entonces? -quiso saber Assad.

Carl se alzó de hombros.

– Le he leído la cartilla al tío, y se ha quedado manso, manso.

¿La cartilla? Era evidente que aquella expresión no servía de gran cosa a Assad. Seguro que estaría preguntándose qué tenía que ver aquello con la escuela.

– ¿Cómo te ha ido a ti, Assad?

Este movió la cabeza arriba y abajo.

– Yrsa me ha dado un nombre, y he llamado allí. Era un hombre que había sido miembro de la Casa de Cristo. ¿Conoces la Casa de Cristo?

Carl sacudió la cabeza. No le decía nada en particular.

– Esos también son bastante raros, a mi entender. Creen que Jesucristo va a volver a la tierra en una nave espacial con vida de todo tipo de mundos con los que los humanos crearemos.

– Procrearemos; creo que quieres decir procrearemos, Assad.

Assad se encogió de hombros.

– Este me ha dicho que muchos se habían salido por su propio pie de la Iglesia el año pasado. Que hubo un follón enorme. Dice que nadie de sus conocidos fue expulsado. Pero me ha dicho que había oído hablar de una pareja que seguían siendo miembros de la Iglesia y que tenían un hijo que fue expulsado. Cree que pasó hace unos cinco o seis años.

– ¿Y qué tiene de especial esa información?

– El chico tenía solo catorce años.

Carl se imaginó a su hijastro Jesper. También aquel era testarudo cuando tenía catorce años.

– Bien, puede que no sea normal. Pero veo que hay alguna otra rondándote la cabeza, Assad.

– No sé, Carl. Es como una sensación en el estómago -declaró, golpeándose su rollizo abdomen-. ¿Sabías, o sea, que de hecho ocurren pocas expulsiones en las sectas religiosas de Dinamarca, aparte de los Testigos de Jehová?

Carl se alzó de hombros. ¿Qué diferencia había entre ser expulsado y ser ignorado? Conocía a algunos de su patria chica que no eran bienvenidos en sus hogares de la Misión Interior. En todas partes cuecen habas.

– Pero el caso es que ocurren -aseveró después-. De manera oficial o no oficial.

– Sí, no oficial -intervino Assad levantando el dedo-. Los de la Casa de Cristo son unos fanáticos que amenazan a la gente con barbaridades, pero por lo que me han dicho nunca expulsan a nadie.

– ¿Entonces…?

– Fueron los propios padres quienes expulsaron al niño, me ha dicho, o sea, la persona con quien he hablado. Los padres recibieron críticas de la comunidad, pero no reconsideraron su postura.

Sus miradas se cruzaron. Carl también empezó a percibir sensaciones en el estómago.

– ¿Tienes la dirección de esa gente?

– He conseguido una antigua, pero ya no viven allí. Lis lo está investigando.

A las dos menos cuarto llamaron a Carl del puesto de guardia. La Policía de Holbæk acababa de traer a un hombre para interrogarlo a petición suya. ¿Qué tenían que hacer con él? Era el padre de Poul Holt.

– Enviádmelo al sótano, pero cuidado, que no escape.

A los cinco minutos aparecieron por el pasillo dos agentes novatos y algo desorientados con el hombre.

– Ya nos ha costao encontrar esto… -dijo uno de ellos en el dialecto pausado del oeste de Jutlandia.

Carl los saludó con la cabeza e hizo señas a Martin Holt para que tomara asiento.

– Siéntese, por favor -ofreció.

Se volvió hacia los agentes.

– Si vais al pequeño despacho del otro lado, veréis a mi asistente. Os hará con gusto una taza de té; no recomiendo su café. Supongo que os quedaréis hasta que haya terminado. Después podéis llevar de vuelta a Martin Holt.

Ni el té ni la espera parecieron hacerles tilín, como se dice en buen jutlandés.

Martin Holt no tenía el mismo aspecto que aquella vez a la puerta de su casa en Hallabro. Entonces estaba cabreado, y ahora parecía más bien asustado.

– ¿Cómo han sabido que estaba en Dinamarca? -fue lo primero que dijo-. ¿Estoy bajo vigilancia?

– Martin Holt: ya me imagino lo que han debido de pasar usted y su familia durante los últimos trece años. Ha de saber que en el departamento sentimos gran compasión por usted, su mujer y sus hijos. No les deseamos nada malo, bastante han sufrido ya. Pero ha de saber también que no vamos a escatimar medios para capturar a quien mató a Poul.

– Poul no ha muerto. Está en alguna parte, por América.

Si aquel hombre supiera cuánto se le notaba que estaba mintiendo, se habría quedado callado. Las manos, encorvadas. La cabeza, inclinada hacia atrás. La pausa que había hecho antes de decir América. Eso y otros cuatro o cinco detalles que los años de trabajo con esa parte de la población danesa, para quienes decir la verdad no era una opción natural, habían enseñado a Carl a reaccionar.