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– ¿Ha pensado alguna vez que otros pueden haber estado en la misma situación que usted? -preguntó Carl-. El asesino de Poul sigue suelto. Puede haber matado a otros tanto antes como después de Poul.

– Ya he dicho que Poul está en América. Si tuviera algún contacto con él diría dónde está. ¿Puedo irme ya?

– Escuche, Martin Holt. Vamos a olvidarnos del mundo exterior. Ya sé que ustedes tienen algunos dogmas y reglas, pero sé también que, si pudiera librarse de mí para siempre, seguro que aprovecharía la oportunidad. ¿Me equivoco?

– Ya puede llamar a los agentes. Todo esto es un gran malentendido. Traté de hacer que lo comprendiera en Hallabro.

Carl asintió en silencio. El hombre seguía asustado. El miedo de trece años lo había encallecido ante cualquiera que intentara abrir un agujero en la campana de cristal en cuyo interior se habían metido él y su familia.

– Hemos hablado con Tryggve -notificó Carl mientras colocaba el retrato ante el hombre-. Como ve, ya tenemos una imagen del secuestrador. Quisiera convencerlo para que nos dé su versión del caso, tal vez nos haga avanzar. Sabemos que se siente amenazado por ese hombre.

Apretó el dibujo con el dedo, con tal fuerza que Martin Holt se sobresaltó.

– Le aseguro que nadie de fuera sabe que le pisamos los talones, así que tranquilo.

El hombre arrancó la mirada del dibujo y miró a Carl a los ojos. Su voz temblaba.

– ¿Cree que va a ser fácil explicar a los interventores de distrito de los Testigos de Jehová por qué me detuvo la Policía? Desde luego, no es de extrañar que otros sepan lo que está pasando. No son ustedes muy discretos, que digamos.

– Si me hubiera dejado entrar en su casa de Suecia, se habría librado de esto. Hice el viaje hasta allí para que usted me ayudara a capturar al asesino de Poul.

Martin Holt abatió los hombros y volvió a mirar el dibujo.

– Sí que se parece -apreció-. Pero no tenía los ojos tan juntos. No tengo más que decirle.

Carl se levantó.

– Voy a enseñarle algo que no ha visto nunca -dijo, haciéndole señas de que lo siguiera.

Se oían risas procedentes del despacho de Assad. Aquella resonante carcajada tan típica del oeste de Jutlandia, cuyo objetivo original sería, sin duda, tapar el ruido del motor de un pesquero un día de tormenta. Sí, Assad era capaz de entretener a cualquiera, qué bien. Así que Carl no tenía prisa.

– Fíjese cuántos casos sin esclarecer tenemos aquí -exclamó, dirigiendo la mirada de Martin Holt hacia el sistema de expedientes colgados de la pared-. Tras cada uno de esos casos se esconde un suceso terrible, y el dolor que han provocado seguramente no será diferente al suyo.

Miró a Martin Holt, pero estaba frío como un témpano. Esas cosas no le concernían, y esas personas no eran sus hermanos y hermanas. Lo que caía fuera del círculo de los Testigos de Jehová le resultaba tan extraño que no existía para él.

– Podríamos haber decidido trabajar en cualquiera de esos casos, ¿comprende? Pero escogimos el caso de su hijo. Y voy a mostrarle por qué.

El hombre lo acompañó reticente los últimos metros. Como un condenado a muerte camino del cadalso.

Entonces, Carl señaló la enorme copia que habían hecho Rose y Assad del mensaje de la botella.

– Por esto -se limitó a decir, retrocediendo un par de pasos.

Martin Holt estuvo un buen rato leyendo el mensaje. Su mirada se deslizaba por las líneas con tal lentitud que se veía en qué parte del mensaje estaba clavada. Y cuando terminó de leerlo volvió a empezar. Era una figura imponente que poco a poco iba encorvándose. Una persona para quien los principios estaban por encima de todo. Pero también una persona que intentaba proteger a los hijos que le quedaban a base de silencios y mentiras.

Ahora estaba asimilando las palabras de su hijo muerto. Torpes como eran, le encogían el corazón. Y en un arranque súbito retrocedió un paso, echó manos y brazos hacia atrás y se apoyó en la pared. Sin ella se habría derrumbado. Porque el grito de ayuda de su hijo sonaba tan fuerte como las trompetas de Jericó. Y él no había podido prestarle aquella ayuda.

Carl dejó que Martin Holt llorase un rato en silencio. Después el hombre avanzó y apoyó con cuidado la mano en el mensaje de su hijo. Sus manos se estremecían al contacto cuando fue deslizando los dedos hacia atrás, palabra por palabra, hasta llegar a lo más alto que pudo.

Después su cabeza se ladeó un poco. Había redimido trece años de dolor.

Cuando Carl lo llevó de vuelta a su despacho, pidió un vaso de agua.

Luego dijo todo lo que sabía.

Capítulo 36

– ¡Bueno, ya se han reunido las tropas! -rugió Yrsa desde el pasillo un segundo antes de que su cabeza asomara por la puerta de Carl. Debía de haber bajado al sótano a toda prisa, porque sus rizos se disparaban en todas direcciones.

– Decidme que me queréis -gorjeó, dejando caer un montón de fotografías aéreas sobre la mesa.

– ¿Has encontrado la casa, Yrsa? -gritó Assad mientras volvía a todo correr del armario de las escobas.

– No. He encontrado varias casas majas, pero sin caseta de botes. Las fotos están ordenadas como las pondría yo, según su interés, si estuviera en vuestro lugar. He rodeado con un círculo las casas más interesantes.

Carl cogió el montón y contó las hojas. Quince hojas, y decía que ninguna caseta de botes, vaya putada.

Comprobó las fechas. La mayoría de las fotografías eran de 2005.

– Oye -indicó-. Estas fotos están hechas nueve años después del asesinato de Poul Holt, Yrsa. Desde entonces pueden haber derruido la caseta mil veces.

– ¿Mil veces? -intervino Assad-. No, o sea, no es posible, Carl.

– Es una manera de hablar, Assad -lo tranquilizó Carl. Después inspiró hondo-. ¿No tenemos fotos aéreas más antiguas?

Yrsa pestañeó un par de veces. Debía de querer preguntar si le estaba tomando el pelo.

– ¿Sabes qué, señor subcomisario? -reaccionó-. Si mientras tanto han derruido la caseta de botes, tampoco importa, ¿no?

Carl sacudió la cabeza.

– Sí, Yrsa, sí que importa. Porque podría suceder que el asesino viviera aún en la casa, y entonces podría ser que pudiéramos capturarlo, ¿no? Venga, ve arriba, donde Lis, y encuentra fotos más antiguas.

– ¿De esas quince parcelas? -preguntó Yrsa, señalando el montón.

– No, Yrsa. Necesitamos fotos de toda la costa alrededor de los fiordos, anteriores a 1996. No es tan difícil de comprender.

Yrsa tiró un poco de sus rizos, no estaba tan altiva como antes cuando sus zapatones giraron y volvió a perderse escalera arriba.

– Te va a costar hacer las paces con ella, o sea -advirtió Assad sacudiendo la mano en el aire como si se hubiera quemado con algo-. ¿Te has dado cuenta del cabreo que tenía porque no se le ha ocurrido a ella lo de la fecha?

Carl oyó un zumbido y vio el moscón posándose en el techo. O sea, que volvía a tomarle el pelo.

– Chorradas, Assad, se recuperará.

Assad sacudió la cabeza.

– Ya, pero por muy bien que estés sentado en una estaca, cuando te levantas te duele el culo.

Carl arrugó el entrecejo. No estaba seguro de haber entendido la imagen.

– Oye, Assad -dijo con voz suave-. ¿Todos tus refranes tienen que ver con el culo?

Assad sonrió.

– También me sé algún otro. Pero son malos.

Vale. Si aquel era el tipo de humor que usaban en Siria, no iba a sonreír mucho si tenía la mala suerte de que lo invitaran al país.

– ¿Qué te ha contado, entonces, Martin Holt en el interrogatorio, Carl?

Carl acercó el cuaderno. No había escrito mucho, pero lo que había era útil.

– Martin Holt no es, al contrario de lo que esperaba yo, un hombre nada antipático -aseveró Carl-. Vuestro mensaje ampliado hizo que bajara al mundo real.