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– ¿Has preguntado dónde está el chico actualmente?

– No me ha parecido conveniente, o sea.

– ¿Qué es eso que has dicho de que habrá que ir a comprobarlo?

– Bueno, le he dicho a la señora que éramos de Hacienda y que nos parecía extraño que su hijo más joven, que por lo visto es el único de sus hijos que no ha emigrado, no hubiera enviado su declaración de la renta pese a hacer mucho que cumplió los dieciocho.

– Assad, no puede ser. No podemos hacernos pasar por funcionarios que no somos. Y por cierto, ¿de dónde sabes eso de la declaración de renta?

– De ninguna parte. Se me ha ocurrido, sin más -indicó, llevándose el dedo a la nariz.

Carl sacudió la cabeza, pero Assad tenía cierta razón. Si la gente no había cometido un delito de verdad, no había como Hacienda para que fliparan y perdieran la cabeza.

– ¿Adónde tenemos que ir, y cuándo?

– Es un pueblo que se llama Tølløse. La mujer me ha dicho que su marido volvería a casa a las cuatro y media.

Carl miró la hora.

– Vale, iremos juntos. Buen trabajo, Assad, muy bien por tu parte.

Carl sonrió un milisegundo y luego señaló el festival de moscas pegadas al póster.

– Assad, venga: ¿tienes aquí algo que esos putos bichos puedan llamar su casa?

Assad abrió sus cortos brazos.

– No sé de dónde vienen.

Su rostro se paralizó un instante.

– Pero ese sí que sé de dónde viene -dijo, señalando un diminuto insecto solitario bastante más pequeño que los moscones. Un ser frágil e ingenuo que murió de repente al entrar en contacto con las nervudas manos morenas de Assad.

– ¡Te agarré! -gritó Assad, triunfante, mientras barría la polilla con el cuaderno-. De esos he encontrado un montón ahí.

Señaló su alfombra de orar y miró arrepentido la sentencia de muerte de la alfombra, escrita en la mirada de Carl.

– Pero ya no quedan tantos insectos en la alfombra, y era de mi padre, le tengo mucho cariño. La he sacudido esta mañana, antes de que vinieras. Junto a la puerta del amianto.

Carl levantó las esquinas de la alfombra. La operación de salvamento se había producido justo a tiempo. Lo cierto es que apenas quedaban más que los flecos.

Durante un sugerente segundo se imaginó los archivos policiales en el país del amianto. A saber si la reputación de uno o dos delincuentes se salvaría gracias a aquellas polillas codiciosas, si es que les gustaba el papel amarillento.

– ¿Has echado algo a la alfombra? -preguntó-. Esto apesta.

Assad sonrió.

– Petróleo, es efectivo.

El hedor no parecía molestarlo. Tal vez una de las ventajas involuntarias de crecer con petróleo burbujeando en el subsuelo. En caso de que hubiera algo así en Siria.

Carl sacudió la cabeza y dejó el tufo atrás. Así que dentro de dos horas en Tølløse. Aún quedaba tiempo para desentrañar el misterio de las moscas.

Se quedó un rato quieto en el pasillo. Un leve zumbido se plantó en la tubería bajo el techo. Alzó la vista y volvió a vislumbrar su mosca preferida, decorada con tippex líquido. Joder, estaba en todas partes.

– ¿Qué haces, Carl? -oyó el gorjeo de Yrsa por detrás. Después lo cogió del brazo y le dijo-: ven un momento.

Arrastró hasta el borde de la mesa un montón de frascos de esmalte de uñas, reblandecedor de cutícula, quitaesmalte, laca para el pelo y muchos otros productos disolventes que había en el escritorio.

– Mira -indicó-. Aquí tienes tus fotos aéreas, pero ha sido una pérdida de tiempo, para que lo sepas.

Yrsa arqueó las cejas y, por un momento, le recordó a su anciana tía Adda, la avinagrada.

– Es todo igual a lo largo de la costa, nada nuevo bajo el sol.

Carl vio que un moscón entraba zumbando por la abertura de la puerta y maniobraba por el techo.

– Lo mismo pasa con los molinos de viento -continuó Yrsa, empujando a un lado una taza de café medio llena con graciosos cercos-. Si dices que las ondas sonoras de baja frecuencia pueden oírse en un radio de veinte kilómetros, entonces esto no nos vale para nada.

Señaló la serie de cruces marcadas en el mapa.

Carl comprendió a qué se refería. Aquello era el país de los molinos de viento. Había demasiados para poder ayudarlos a simplificar la búsqueda.

Un destello rápido ante los ojos de Carl, y la mosca se posó en el borde de la taza de café de Yrsa. Era la descarada del tippex. Desde luego, vaya garbeos se daba.

– Largo de aquí -ordenó Yrsa. Y casi mirando a otra parte, aplastó la mosca contra la taza con sus largas uñas pintadas de un rojo vivo. Después siguió como si nada-. Lis ha estado llamando a muchos ayuntamientos, y por lo visto no se han concedido licencias de construcción para casetas de botes en las zonas en que nos hemos concentrado. Ya sabes, medidas para proteger el medio ambiente y esas cosas.

– ¿Desde cuándo llevan sin concederlas? -quiso saber Carl, mientras observaba a la mosca nadando de espaldas en el infierno de cafeína. Desde luego, era increíble lo eficaz que podía ser Yrsa. Y él, que llevaba todo el día…

– Desde la reforma municipal de 1970.

¡1970! Hacía siglos de eso. Así que ya podía irse olvidando de buscar proveedores de madera de cedro.

Se quedó observando con cierta melancolía los espasmos agónicos de la mosca y llegó a la conclusión de que el problema estaba resuelto.

Entonces Yrsa dio un fuerte manotazo contra una de las fotos aéreas de la mesa.

– ¡Yo creo que hay que buscar ahí!

Carl miró el círculo que había trazado Yrsa en torno a una casa de Nordskoven. Vibegården, ponía. Una casa bonita en apariencia, próxima al camino que atravesaba el bosque, pero allí no veía ninguna caseta de botes. Tenía una localización perfecta, rodeada de setos y pegada a la costa, pero… No había caseta de botes.

– Ya sé lo que estás pensando, pero podría estar ahí -indicó, golpeando sobre una zona verde al extremo del terreno de la casa.

– ¿Qué coño…? -explotó Carl. De pronto varias moscas revoloteaban en torno a ellos. Tanta palmada sobre la mesa las había molestado.

Entonces, Carl dio un fuerte puñetazo en la mesa, y la atmósfera se llenó de vida.

– ¿Qué haces? -exclamó Yrsa, irritada, y aplastó un par de moscas que había en la alfombrilla del ratón.

Carl se agachó y miró bajo la mesa. Pocas veces había visto tanta vida en tan poco espacio. Si aquellas moscas se ponían de acuerdo, podrían levantar con facilidad la papelera que las había incubado.

– ¿Qué diablos tienes en esa papelera? -preguntó, alarmado.

– Ni idea. No la utilizo. Es de Rose.

Vale, pensó. Ahora al menos ya sabía quién no recogía las cosas en el piso de Yrsa y Rose, si es que alguien las recogía.

Miró a Yrsa, que, con expresión concentrada, aplastaba moscas a diestra y siniestra, a puñetazos y con admirable precisión. Aquello iba a suponer bastante trabajo de limpieza para Assad.

Dos minutos más tarde estaba con sus guantes de goma verdes puestos y una enorme bolsa de basura, donde se suponía que iban a terminar las moscas y el contenido de la papelera.

– Qué asco -protestó Yrsa, mirando la masa de moscas de sus dedos, y Carl tuvo que darle la razón.

Yrsa cogió uno de los frascos de quitaesmalte, empapó un trozo de algodón y se puso a desinfectarse las manos. Al poco olía como una fábrica de barniz tras un prolongado ataque con morteros. Carl confió en que la Inspección de Trabajo no pensara hacerles una visita aquel día.

En ese momento observó que el esmalte de uñas desaparecía de los dedos medio e índice de la mano derecha de Yrsa, y, sobre todo, lo que había debajo.

Se quedó un rato con la mandíbula colgando, hasta que vio que Assad se incorporaba del infierno de moscas bajo la mesa y cruzaba la mirada con la suya.