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Los dos se quedaron con los ojos abiertos como platos.

– Ven -ordenó a Assad, arrastrándolo al pasillo después de que cerrara la bolsa de basura-. Lo has visto también, ¿no?

Assad asintió en silencio con la boca algo torcida, como cuando los intestinos están en revuelta permanente.

– Bajo el esmalte de uñas tiene las uñas negras de rotulador de Rose. Con las marcas de rotulador del otro día. ¿Te has fijado?

Assad volvió a asentir en silencio.

Era increíble que no se hubieran dado cuenta hasta entonces.

A menos que una moda universal de pintarse cruces negras en las uñas estuviera invadiendo el país, no cabía la menor duda.

Yrsa y Rose eran la misma persona.

Capítulo 37

– Mirad lo que tengo para vosotros -dijo Lis, tendiendo a Carl un enorme ramo de rosas envuelto en papel de celofán.

Carl colgó el teléfono. ¿Qué puñetas era aquello?

– ¿Estás pidiendo mi mano, Lis? Ya era hora de que apreciaras mis cualidades.

Lis hizo un guiño coqueto.

– Las han entregado en el Departamento A, pero Marcus cree que os las merecéis vosotros.

Carl frunció el ceño.

– ¿Por qué?

– Venga, Carl. Ya lo sabes.

Carl se alzó de hombros y sacudió la cabeza.

– Han encontrado la última falange de meñique con un estrechamiento. Volvieron a inspeccionar el lugar del incendio y la encontraron en un montón de ceniza.

– ¿Y por eso nos regalan las rosas?

Carl se rascó la nuca. ¿Las habrían encontrado también en un montón de ceniza?

– No, no es por eso. Pero ya te lo contará Marcus en persona. Este ramo es de parte de Torben Christensen, el de la compañía de seguros. Gracias a la investigación policial su empresa ha ahorrado muchísimo dinero.

Dio un suave pellizco en la mejilla a Carl, como lo haría un tío que no conoce mejor manera de mostrar cariño, y salió contoneándose.

Carl se estiró hacia un lado. Tenía que disfrutar un poco de aquel hermoso trasero.

– ¿Qué pasa? -preguntó Assad desde el pasillo-. Tenemos que salir dentro de un rato.

Carl asintió en silencio y marcó el número del inspector jefe de Homicidios.

– Assad quiere saber por qué nos han regalado las rosas -inquirió en cuanto el inspector jefe cogió el teléfono.

Al otro lado se oyó algo así como una explosión de alegría.

– Carl, acabamos de interrogar a los tres propietarios de las empresas incendiadas, y tenemos tres declaraciones potentes. Teníais toda la razón. Los atosigaron para que pidieran préstamos a un alto interés, y cuando no pudieron pagar los intereses los cobradores se pusieron duros y exigieron la devolución del principal. Acoso, amenazas telefónicas. Graves amenazas. Los cobradores estaban cada vez más desesperados, pero ¿qué podían hacer? Hoy las empresas que tienen problemas de liquidez no pueden dirigirse a otra parte para pedir dinero prestado.

– ¿Qué pasó con los cobradores?

– No lo sabemos, pero nuestra teoría es que los que estaban detrás los liquidaron. La Policía serbia estaba acostumbrada al procedimiento. Comisiones elevadas para los cobradores que lograban el dinero a tiempo, y el cuchillo para los que no lo conseguían.

– ¿No podían haber prendido fuego a las instalaciones sin matar a su fuerza de trabajo?

– Sí, pero según otra teoría mandan a los peores cobradores a Escandinavia, porque el mercado de aquí tiene fama de ser más fácil de manejar. Y cuando vieron que no era el caso, había que dar ejemplo para que se enterasen en Belgrado. Para los dueños del dinero, no hay cosa más peligrosa que un mal cobrador o alguien que no se deje llevar o en quien no pueda confiarse. Así que pequeños asesinatos por aquí y por allá ayudan a mantener la disciplina.

– Hmm. Matan a su mano de obra defectuosa en Dinamarca. Y si capturasen a los autores, por supuesto que en un Estado de derecho lo más apropiado sería condenarlos a penas leves, me imagino.

Estaba viendo a Jacobsen alzar el pulgar con gesto afirmativo.

– Bueno, Carl -concretó el inspector jefe de Homicidios-. Al menos hoy hemos conseguido demostrar que las compañías de seguros tienen un par de casos en los que no puede exigirse una indemnización por el total. Se trata de mucho dinero, y por eso la aseguradora ha enviado rosas. Y ¿quién las merece más que vosotros?

No debió de resultarle fácil reconocerlo.

– Qué bien. Así tendréis más personal para otros quehaceres -aventuró Carl-. Pues creo que deberían bajar a ayudarme.

Al otro lado de la línea se oyó algo parecido a una carcajada. Así que no era exactamente lo que había pensado el inspector jefe.

– Claro, Carl. Por supuesto que aún queda mucho por hacer en esos casos. Nos falta encontrar a los responsables. Pero tienes razón. Claro que, en este momento, tenemos también el conflicto de las bandas, así que habrá que encomendárselo a los que estén libres, ¿no?

Assad estaba en la puerta cuando Carl colgó. Por lo visto, al fin había comprendido el clima danés. Desde luego, el plumífero que llevaba puesto era el más grueso que había visto Carl en el mes de marzo.

– Estoy listo -anunció.

– Un momento -pidió Carl, y marcó el número de teléfono de Brandur Isaksen. Lo llamaban «El témpano de Halmtorv», en referencia a que, en su caso, la amabilidad brillaba por su ausencia. Sabía todo lo que ocurría en la comisaría del centro, que era donde había estado Rose antes de que la trasladaran al Departamento Q.

– ¿Sí…? -contestó Isaksen, escueto.

Carl le explicó la razón de su llamada, y antes de terminar el hombre se partía de risa.

– No sé qué coño le pasa a Rose, pero era rara. Bebía demasiado, se acostaba con los alumnos jóvenes de la Academia de Policía. Ya sabes, una tigresa dispuesta a todo. ¿Por qué?

– Por nada -respondió Carl, y colgó. Después entró en la página del registro civil. Sandalparken, 19, escribió junto a la casilla del nombre.

La respuesta fue de lo más clara. «Rose Marie Yrsa Knudsen», ponía junto al número de registro.

Carl sacudió la cabeza. Carajo, esperaba que la tal Marie no apareciera por allí en cualquier momento. Ya tenían bastante con dos versiones de Rose.

– Vaya -reaccionó Assad detrás de su hombro. También él lo había visto.

– Dile que venga, Assad.

– No irás a decírselo en su cara, entonces, ¿verdad, Carl?

– ¿Estás majara? Prefiero meterme en una bañera llena de cobras -respondió. ¿Decirle a Yrsa que ya sabía que era Rose? Entonces sí que iban a ponerse las cosas feas de verdad.

Cuando volvió la pareja, Yrsa ya estaba vestida para irse. Abrigo, manoplas, bufanda y gorro. Las dos personas que estaban delante tenían sus propias interpretaciones de cómo competir con las portadoras del burka a la hora de ocultar el cuerpo.

Carl miró la hora. Era normal. Eran las cuatro. Yrsa se marchaba a casa.

– ¡Tenía que decirte…! -empezó, pero se detuvo al ver el ramo entre los brazos de Carl-. ¿Qué son esas flores? ¡Qué bonitas!

– Lleva este ramo a Rose de parte de Assad y mía -propuso Carl, tendiéndole la orgía multicolor-. Deséale una pronta recuperación. Dile que esperamos verla de nuevo muy pronto. Puedes decirle que son rosas para una rosa. Hemos pensado mucho en ella.

Yrsa se puso rígida y se quedó callada un rato, mientras su abrigo se deslizaba poco a poco hombro abajo. Su manera de mostrarse abrumada, lo más seguro.

Y terminó la jornada de trabajo.

– ¿Está, o sea, enferma de verdad, Carl? -preguntó Assad mientras en la autopista de Holbæk se formaban retenciones interminables.

Carl se encogió de hombros. Era especialista en muchas cosas, pero el único desdoblamiento de personalidad que conocía era la transformación de la que era capaz su hijo postizo: en diez segundos pasaba de ser un chico amable y sonriente, a quien hacían falta cien coronas, al malaleche que se negaba a limpiar su puto cuarto.