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– No se lo diremos a nadie -fue su respuesta.

Pasaron el resto del viaje inmersos cada uno en sus pensamientos, hasta que apareció el cartel indicador de Tølløse. La ciudad famosa por su estación de tren, una fábrica de zumo de manzana y el ciclista que no tenía la conciencia limpia y perdió el maillot amarillo del Tour.

– Algo más adelante, entonces -indicó Assad, señalando la calle Mayor, centro absoluto de Tølløse y arteria principal de cualquier ciudad de provincias. Aunque, en aquel momento, la arteria no parecía llevar mucha sangre. Los habitantes quizá estuvieran en el cuello de botella del supermercado económico Netto, o quizá se hubieran mudado. No cabía duda de que aquella ciudad había conocido tiempos mejores.

– Frente al terreno de la fábrica -continuó, señalando una casa de ladrillo rojo que irradiaba tanta vida como una lombriz muerta en un paisaje invernal.

Les abrió la puerta una mujer de metro cincuenta con ojos aún más grandes que los de Assad. Al ver la barba oscura y de varios días de este se retiró asustada al pasillo y llamó a su marido. Seguro que había oído hablar de robos en casas y se veía como una víctima potencial.

– Sí -farfulló el hombre, sin la menor intención de ofrecerles café ni hospitalidad.

Será mejor que siga un poco con el rollo de Hacienda, pensó Carl, y volvió a meter la placa de policía en el bolsillo.

– Tiene usted un hijo, Flemming Emil Madsen, que vemos que no ha pagado nunca impuestos. Y como no está en contacto con las autoridades de asuntos sociales ni con la institución escolar, hemos decidido venir para discutirlo en persona con él.

– Usted es verdulero, señor Madsen -intervino Assad-. ¿Trabaja Flemming con usted?

Carl se dio cuenta de la táctica. Trataba de arrinconar al hombre cuanto antes.

– ¿Eres musulmán? -replicó el hombre. La pregunta lo pilló por sorpresa, magnífico contraataque. Por una vez, parecía que a Assad le habían dado jaque mate.

– Creo que eso es asunto de mi compañero -respondió Carl.

– En mi casa, no -aseguró el hombre, disponiéndose a cerrar la puerta.

Entonces, Carl tuvo que sacar la placa.

– Hafez el-Assad y yo estamos trabajando para esclarecer varios asesinatos. Como hagas el menor ademán de desprecio, te detengo aquí mismo por el asesinato de tu propio hijo Flemming hace cinco años. ¿Qué te parece?

El hombre no dijo nada, pero era evidente que estaba conmocionado. No como alguien acusado de hacer algo que no ha hecho, sino como si de hecho fuera culpable.

Entraron en la casa y los hicieron pasar hasta una mesa de caoba marrón, de las que fueron el sueño de todas las familias cincuenta años atrás. No parecía haber mantel, pero a falta de ello rebosaba de mantelitos individuales.

– No hemos hecho nada malo -se defendió la mujer mientras manoseaba la cruz que le colgaba del escote.

Carl miró alrededor. Había por lo menos tres docenas de fotos de niños de todas las edades desplegadas por los muebles de roble. Hijos y nietos. Seres sonrientes bajo un cielo límpido.

– ¿Son vuestros otros hijos? -preguntó Carl.

Asintieron en silencio.

– ¿Han emigrado todos?

Volvieron a asentir con la cabeza. No era gente muy locuaz, observó Carl.

– ¿A Australia, o sea? -intervino Assad.

– ¿Eres musulmán? -volvió a preguntar el hombre. Joder, qué cabezón. ¿Temía que la presencia de alguien de otra religión lo convirtiera en piedra?

– Soy lo que me ha hecho Dios -replicó Assad-. ¿Y tú? ¿Tú también?

Los ojos del hombre chupado se achicaron. Puede que estuviera acostumbrado a sostener esa clase de discusiones en la puerta de casa de otros, pero no en su propia casa.

– Preguntaba si tus hijos, o sea, habían emigrado a Australia -repitió Assad.

La mujer hizo un gesto afirmativo con la cabeza. De modo que la cabeza funcionaba.

– Mirad -propuso Carl, enseñándoles el retrato del secuestrador.

– Santo cielo -susurró la mujer, santiguándose, y el hombre apretó los labios.

– Nunca hemos dicho nada a nadie -contestó el hombre con aspereza.

Carl entornó los ojos.

– Si crees que tenemos que ver con él, te equivocas. Le seguimos la pista. ¿Nos ayudaréis a capturarlo?

La mujer jadeó en busca de aire.

– Perdonad los malos modos, pero teníamos que sacaros la verdad -se disculpó Carl. Después señaló la imagen-. ¿Podéis confirmar que es quien secuestró a vuestro hijo Flemming y seguramente a otro de vuestros hijos, y que mató a Flemming después de que pagarais al secuestrador un rescate elevado?

El hombre palideció. Toda la energía que había movilizado durante años para mantenerse a flote lo abandonó. La energía para aguantar el dolor, la energía para mentir a sus correligionarios, la energía para huir de todo, para aislarse, para decir adiós a los demás hijos, para perder su riqueza. Y también la energía para poder vivir sabiendo que el asesino de su querido Flemming seguía libre y los vigilaba.

La energía para hacer todo aquello lo abandonó.

Llevaban un rato en silencio en el coche cuando Carl tomó la palabra.

– Creo que no he visto en la vida a gente tan destrozada como esos dos -declaró.

– Ha sido duro para ellos sacar del cajón la foto de Flemming. ¿Crees que no la habían visto desde que se lo llevaron? -preguntó Assad, quitándose el plumífero. Claro, al final le daba demasiado calor.

Carl se encogió de hombros.

– No lo sé. Pero desde luego no querían arriesgarse a que alguien husmeara lo mucho que seguían queriendo al chico. Porque fueron ellos quienes lo expulsaron.

– ¿Husmear? No entiendo, entonces, ¿qué quieres decir, Carl?

– Sí, olisquear. Un perro husmea su presa.

– ¿Presa?

– Olvídalo, Assad. Mantenían en secreto el amor que sentían por su hijo. Los demás no debían saberlo. No sabían quién era amigo y quién enemigo.

Assad se quedó un rato callado, con la vista dirigida a sembrados marrones que bullían de vida bajo la superficie.

– ¿Cuántas veces crees, o sea, que lo ha hecho, Carl?

¿Qué coño iba a responder? No había respuesta.

Assad se rascó las mejillas negro azabache.

– Vamos a cogerlo, entonces. ¿Verdad, Carl? Lo cogeremos.

Carl apretó los dientes. Sí, lo cogerían. La pareja de Tølløse les dio otro nombre, para ellos se llamaba Birger Sloth. De ese modo, y por tercera vez, corroboraron más o menos la descripción. Martin Holt tenía razón. Debían buscar a alguien cuyos ojos estuvieran más separados. En cuanto al resto, bigote, aspecto, no podían fiarse. Solo sabían que era un hombre de rasgos marcados que, aun así, parecía algo difuso. Lo único que sabían con total seguridad sobre él era que en dos casos había recibido el dinero en el mismo lugar. En un pequeño tramo recto entre Slagelse y Sorø, ya sabían dónde. Martin Holt lo había descrito con toda precisión.

Podían llegar en menos de veinte minutos, pero estaba demasiado oscuro. Una lástima, joder.

De todas formas, era lo primero que debían hacer a la mañana siguiente.

– ¿Qué hacemos con Yrsa y Rose? -preguntó Assad.

– No haremos nada. Intentaremos acostumbrarnos.

Assad hizo un gesto afirmativo.

– Es como un camello de tres jorobas -sentenció.

– Un ¿qué?

– Es lo que decimos en mi tierra. Algo especial, o sea. Difícil de montar, pero gracioso de ver.

– Un camello con tres jorobas; bueno, pues así será. También suena más aceptable que esquizofrénica.

– ¿Esquizofrénica? En mi tierra llamamos así al que está sentado en una tribuna sonriendo, mientras te está cagando encima.

Ya estaba otra vez.