Выбрать главу

Capítulo 38

Sonaba como un murmullo muy vago y muy lejano. Como el final de los sueños que nunca terminan. Como la voz de una madre que cuesta recordar. «Isabel, Isabel Jønsson, ¡despierta!», retumbaba. Como si su cabeza fuera demasiado grande para atrapar las palabras.

Torció un poco el cuerpo y solo sintió el abrazo opresivo del sueño. La sensación somnolienta de estar suspendida entre el antes y el ahora.

Le sacudieron el hombro. Repetidas veces, con suavidad y dulzura.

– ¿Estás despierta, Isabel? -preguntó la voz-. Intenta respirar hondo.

Percibió los chasquidos de unos dedos desplazándose frente a su rostro, pero no acertaba a entender la razón.

– Has tenido un accidente, Isabel -dijo alguien.

En cierto modo, ya lo sabía.

¿No acababa de ocurrir? Una sensación vertiginosa y después el monstruo acercándose a ella en la oscuridad. ¿Fue así?

Sintió un pinchazo en el brazo. ¿Era real, o estaba soñando?

De pronto notó que la sangre irrigaba su cerebro. Que su mente se concentraba y que las ideas traían orden al caos. Un orden que Isabel no deseaba.

Entonces se acordó. ¡Él! ¡El hombre! Lo recordó vagamente.

Emitió un grito sofocado. Notó que le picaba la garganta, y que las ganas de toser le provocaban una sensación de ahogo.

– Tranquila, Isabel -la sosegó la voz. Notó que una mano agarraba la suya y la apretaba-. Te hemos dado una inyección para que despiertes un poco. Solo es eso.

Y la mano volvió a apretar la suya.

Sí, decía todo su interior. Aprieta tú también, Isabel. Muestra que estás viva, que todavía estás aquí.

– Has sufrido lesiones graves, Isabel. Te encuentras en Cuidados Intensivos del Hospital Central. ¿Entiendes lo que te digo?

Contuvo la respiración y concentró sus fuerzas en asentir con la cabeza. Solo un pequeño movimiento. Solo por notarlo.

– Muy bien, Isabel. Ya lo hemos visto -se oyó, y volvieron a apretarle la mano-. Estás inmovilizada, no puedes moverte aunque lo intentes. Te has roto muchos huesos, pero te pondrás bien, Isabel. En este momento hay mucho trabajo, pero en cuanto tengamos tiempo vendrá una enfermera a prepararte para llevarte a otra unidad. ¿Entiendes lo que digo, Isabel?

Isabel contrajo un poco los músculos del cuello.

– Bien. Ya sabemos que te cuesta comunicar, pero con el paso del tiempo podrás volver a hablar. Te has fracturado la mandíbula, así que también la hemos inmovilizado, por si acaso.

Notó las grapas de la cabeza. Las bolsas colocadas en torno a las caderas, como cuando te enterraban en la arena. Trató de abrir los ojos, pero no obedecían.

– Veo por tus cejas que estás intentando abrir los ojos, pero hemos tenido que vendártelos. Tenías muchos fragmentos de cristal incrustados. Pero ya verás, dentro de un par de semanas el sol volverá a brillar.

¡Un par de semanas! ¿Dónde estaba el problema? ¿Por qué ese hormigueo del cuerpo, que protestaba? ¿Porque tiempo era justo lo que les faltaba?

Venga, Isabel, susurraba su fuero interno. ¿Qué es lo que no debe ocurrir? ¿Qué ha ocurrido? El hombre, sí. Y ¿qué más?

Pensó que la realidad son muchas cosas. El novio que nunca llegó pero que vivía en sus sueños. Las sogas colgadas del techo del viejo gimnasio, que nunca llegó a trepar hasta arriba. Y la realidad era también lo que aún no había sucedido. La presión de las sienes era la misma. La sensación, igual de concreta.

Respiró con lentitud y escuchó aquellos impulsos que conformaban su conciencia. Primero sintió malestar; después, inquietud, y al final un estremecimiento que introdujo rostros, sonidos y palabras en su batiburrillo de ideas.

Volvió a sentir el grito sofocado mecánico que acompañó su conciencia de lo sucedido.

Los niños.

El hombre, que también era un secuestrador.

Y Rakel.

– Hmmmm -oyó que decía tras su dentadura cerrada.

– ¡Di, Isabel!

Notó que la mano se soltaba y que una bocanada de aire caliente rozaba su rostro.

– ¿Qué dices? -dijo el rostro pegado a ella.

– Aaaaeee.

– ¿Entiende alguien lo que dice? -preguntó el rostro a cierta distancia.

– Aaarrglll.

– ¿Has dicho Rakel, Isabel?

Emitió un breve sonido. Sí, era lo que había dicho.

– ¿Llamas así a la mujer que ha ingresado contigo?

Y el sonido se repitió.

– ¡Rakel vive, Isabel! Está en la cama de al lado -dijo otra voz desde los pies de la cama-. Ha salido peor parada que tú. Mucho peor. No sé si saldrá adelante, pero está viva, y parece tener un cuerpo fuerte. Esperemos que lo consiga.

Podía ser una hora o un minuto, pero también podía haber pasado todo un día desde que habían estado con ella, así de elástico sentía el tiempo. A su alrededor se oían máquinas silenciosas y el débil pitido de su corazón. Sentía un sudor frío debajo, y hacía calor en la habitación. A lo mejor era algo que le habían inyectado lo que la hacía sentirse así. A lo mejor era cosa suya.

Fuera, en el pasillo, se oía el traqueteo de carros, y las voces también parecían traquetear. ¿Era la hora de comer, o era de noche? No tenía ni idea.

Gruñó algo, pero no ocurrió nada. Entonces se concentró en el intervalo entre su latido y la palpitación del dedo medio, donde tenía una especie de dedal. No sabía si transcurrían milisegundos o segundos.

Pero sí que sabía una cosa. El pitido de la máquina que oía medir los latidos no medía sus latidos. No coincidían para nada con los suyos, estaba lo suficientemente consciente como para saberlo.

Estuvo un rato conteniendo la respiración. Se oyó el pitido de la máquina. Pi-pi, hacía. Después, de otra máquina salió un ruido quedo como de chapoteo. Una succión que de pronto se interrumpía y volvía a empezar, como la presión de una puerta de autobús.

Aquel sonido lo había oído antes. En horas interminables junto al lecho de su madre, hasta que al final desconectaron la respiración asistida y la dejaron en paz.

Así que la paciente con quien compartía habitación no podía respirar sin ayuda. Y la paciente era Rakel. ¿No es lo que le habían dicho?

Quería darse la vuelta. Abrir los ojos y atravesar la oscuridad. Mirar a aquella persona que luchaba por vivir.

Rakel, le diría si pudiera. Rakel, saldremos adelante, añadiría, aunque sin convicción.

Tal vez Rakel no tuviera nada a lo que despertar. Lo recordó con demasiada nitidez.

Que su marido había muerto.

Que en alguna parte había dos niños esperando. Y que el secuestrador ya no tenía razones para no matarlos.

Era espantoso, y ella no podía hacer nada.

Notó que manaba un líquido del rabillo del ojo. Más denso que las lágrimas, aunque fluía con facilidad. Notó que la gasa que le cubría la cabeza de pronto se hacía pesada en sus párpados.

¿Estaré llorando sangre?, pensó, y trató de no ceder a su dolor e impotencia. Porque ¿de qué le valían los sollozos? No, aquello le provocaba un dolor que todo lo que le habían dado no era capaz de aliviar.

Oyó que la puerta se abría con suavidad y notó que el aire y los sonidos del pasillo se colaban en la estancia silenciosa.

Unos pasos avanzaron por el duro suelo. Mesurados y vacilantes. Casi demasiado vacilantes.

¿Sería algún médico preocupado observando el ritmo cardíaco de Rakel? ¿Alguna enfermera viendo cuándo dejaba de cumplir su función la respiración asistida?

– ¿Estás despierta, Isabel? -susurró una voz atravesando el bombeo constante de la máquina.

Sintió un sobresalto. No sabía por qué.

Entonces asintió en silencio de forma imperceptible pero suficiente.

Notó que le cogían la mano. Como cuando de pequeña se sentía marginada en el patio de la escuela. Como la vez que estuvo frente a la escuela de danza sin atreverse a traspasar el umbral.

La mano que le daba consuelo entonces era la misma de ahora. Una mano cálida, amorosa y generosa. La de su hermano. La de su hermano mayor, tan maravilloso y protector.