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Y justo en el momento en que supo que por fin se podía sentir segura, sintió la necesidad de gritar.

– Eso es -dijo su hermano-. Llora, Isabel. Llora sin miedo. Todo va a arreglarse. Las dos saldréis adelante, tú y tu amiga.

¿Saldremos adelante?, pensó ella, mientras intentaba controlar su voz, su lengua, su respiración.

«Ayúdanos», quería decir. «Registra mi coche. Encontrarás la dirección de él en la guantera. Podrás ver por el GPS dónde hemos estado. Podrás conseguir la detención más sonada de tu vida.»

Quería arrodillarse ante el Dios de Rakel en el cielo para que le diera el don de la palabra solo un momento. El tiempo de una sola aspiración.

Pero yacía muda, escuchando sus propios estertores. Palabras que se disolvían en consonantes, consonantes que se disolvían en silbidos y espumarajos de saliva entre los dientes.

¿Por qué no llamó a su hermano mientras pudo hacerlo? ¿Por qué no hizo lo que debería haber hecho? ¿Creía acaso que era un ser superior, que podía detener al mismísimo Diablo?

– Menos mal que no conducías tú, Isabel. Pero no podrás evitar las consecuencias judiciales, aunque no creo que te consideren culpable de colaboración en la conducción temeraria que provocó el accidente. Eso sí, tendrás que comprarte otro coche -trató de bromear su hermano entre risas tenues.

Pero no había nada de qué reír.

– ¿Qué ha pasado, Isabel? -preguntó su hermano, sin mostrarse afectado por que ella no hubiera dicho nada aún.

Isabel puso los labios ligeramente en punta. Quizá su hermano pudiera entender algo.

Entonces se oyó una voz grave procedente de la cama de Rakel.

– Lo siento, pero no puede seguir en la habitación, señor Jønsson. Vamos a trasladar a Isabel. Mientras tanto, puede bajar a la cafetería. Ya le diremos adónde la hemos trasladado cuando vuelva. ¿Puede volver dentro de media hora?

A Isabel le pareció que la voz no era de nadie de los que habían pasado antes.

Pero cuando la voz repitió la solicitud y su hermano se levantó y con un apretón en el brazo le hizo saber que volvería algo más tarde, Isabel supo que no serviría de nada.

Porque la voz, la única que se oía ahora en la habitación, le era conocida.

Sí, la conocía demasiado bien.

Por un instante, creyó que aquella voz le daría algo por lo que vivir.

Ahora ya sabía que no podía haber estado más equivocada.

Capítulo 39

Carl había pasado la noche en casa de Mona y todavía notaba todo su cuerpo descoyuntando. Esta vez ella no esperó palabras dulces ni declaraciones de que para él era la única. Sencillamente, lo sabía, mientras se sacaba la blusa por la cabeza y se quitaba las bragas haciendo equilibrismos incomprensibles.

Después, tardó media hora en comprender dónde estaba, y otra media hora en sopesar si sobreviviría a otro intento.

Era una mujer diferente de la que se fue a África. De golpe, tan visible y cercana. Finas patas de gallo que lo dejaban sin respiración al contraerse. Pequeños pliegues en el borde del labio superior, que pronto se desplegarían en una sonrisa que vaciaba su cerebro de ideas.

Si había una mujer para él, entonces era aquella, pensó cuando ella volvió a acercarse con su cálido aliento y lo arañó con suavidad.

Cuando lo despertó a la mañana siguiente, ya estaba vestida y preparada para el día. Sensual, sonriente y como flotando.

¿Qué más prueba hacía falta estando como estaba con el edredón clavado encima y las piernas como si fueran de plomo?

Aquella mujer lo superaba por completo.

– ¿Qué te pasa, entonces? -preguntó Assad cuando coincidieron en el coche patrulla.

Carl pasó de contestar. ¿Cómo iba a hacerlo cuando tenía el cuerpo como si lo hubieran apaleado y sentía en los huevos unas palpitaciones dolorosas como las de un flemón?

– Ya estamos, o sea, en Vedbysønder -anunció Assad tras mirar embobado durante media hora la raya central de la calzada.

Carl desplazó la mirada del GPS a un minúsculo grupo de granjas y casas, y, más allá, al paisaje de campos. Pocas casas, una carretera comarcal bien asfaltada. Árboles y arbustos en grupos variados. El sitio no estaba nada mal para recoger el dinero del rescate.

– Tienes que ir hasta el edificio -advirtió Assad señalando más adelante-. Hay que pasar el puente y tener los ojos bien abiertos.

Tan pronto como apareció la primera granja a la altura del puente del tren, Carl reconoció lo que había descrito Martin Holt. Casas a ambos lados de la carretera. La vía férrea tras las casas, a la derecha. Algo más allá, un par de edificios aislados, y después la carretera secundaria que llevaba hacia la vía. Más adelante había una delgada hilera de árboles, y justo en la curva, vegetación más espesa. Aquel era el lugar donde al menos dos de las víctimas del secuestrador habían arrojado el dinero por la ventanilla del tren.

Aparcaron en la carretera secundaria que llevaba a un estrecho viaducto y encendieron las luces de emergencia para estar seguros de que otros automovilistas los verían en la nebulosa luz matinal.

Carl salió del coche con dificultad y pensó en fortalecerse con un cigarrillo, mientras Assad tenía ya la vista pegada a las matas de hierba que había a sus pies.

– Está algo húmedo, entonces -sentenció Assad, casi hablando para sí-. Algo húmedo. Ha debido de llover hace poco, pero no mucho, o sea. Mira.

Señaló unas huellas de ruedas impresas en el suelo.

– ¿Ves? Ha llegado hasta aquí, o sea, tranquilamente -explicó Assad, poniéndose en cuclillas-. Y aquí ha arrancado de repente, como si tuviera prisa.

Carl asintió en silencio.

– Sí, o porque las ruedas giraban sin poder agarrarse al asfalto mojado.

Carl encendió el cigarrillo y miró alrededor. Sabían de dos hombres que arrojaron sus sacos con el dinero del rescate desde el tren a este descampado, pero ninguno de ellos vio el coche. Solo los destellos de la luz.

En ambos casos el tren venía del este, de modo que el saco podía haber caído en cualquier parte del trecho que había hasta la casa aislada, a unos doscientos metros de allí. Parecía que habían renovado la casa, así que sus ocupantes tal vez se instalaran después de 2005, cuando el padre de Flemming Emil Madsen arrojó su saco. Fuera como fuese, el caso es que apenas habían encontrado nada que los hiciera avanzar; esa fue su impresión.

Carl se llevó las manos a la nuca y se estiró, mientras el humo del cigarrillo que colgaba de la comisura de los labios se mezclaba con la humedad que el calor de marzo hacía brotar de la tierra. Sus fosas nasales guardaban aún el perfume de Mona. Así ¿cómo coño iba a pensar con fuste? ¿Cómo iba a pensar en algo que no fuera volver a verla?

– Mira, Carl. Ha salido un coche de la casa -informó Assad, señalando hacia el edificio aislado-. ¿Lo hacemos parar?

Carl arrojó la colilla y la aplastó sobre el asfalto.

La mujer que conducía pareció asustada cuando la hicieron detenerse en el arcén, tras el coche patrulla.

– ¿Qué ocurre? -preguntó-. ¿Tengo mal las luces?

Carl se encogió de hombros. ¿Y él qué sabía?

– Nos interesa ese terreno de ahí. ¿Es vuestro?

La mujer asintió con la cabeza.

– Sí, hasta los árboles de allí. ¿Por qué?

– Hola, me llamo Hafez el-Assad -hizo saber Assad, tendiéndole su mano peluda por la ventanilla abierta-. ¿Has visto a alguien lanzar algo desde el tren aquí?

– No. ¿Cuándo ha sido eso? -preguntó. Sus ojos se iluminaron un poco. Así que no la habían parado por haber hecho algo mal.

– Varias veces. Hace unos años, quizá. ¿Has visto, por casualidad, un coche aparcado aquí, esperando?

– Si fue hace varios años, no. Acabamos de mudarnos -aseguró, sonriendo aliviada-. Acabamos de terminar la obra. Todavía podéis ver los andamios en la parte trasera.