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Señaló tras de sí y miró a Carl a los ojos. Tal vez él tuviera aspecto de saber más de andamios que Assad.

Carl iba a darle las gracias por la ayuda. Hacerse a un lado como un aduanero y dejarla seguir su camino. Encender otro cigarrillo y volver a pensar en Mona.

– Pero sí que hubo un coche aparcado anteayer, cuando sucedió el espantoso accidente de tráfico en Lindebjerg Lynge -continuó la mujer.

Carl asintió en silencio, satisfecho. Por eso se veían las huellas de ruedas en la tierra.

La mujer mudó la expresión de su semblante.

– He oído que hubo una persecución en coche. Las mujeres de uno de los coches quedaron malheridas. Mi cuñado es primo de uno del servicio de ambulancias. Dijo que no creía que sobrevivieran.

Sí, pensó Carl. El tráfico podía ser peligroso por las carreteras secundarias. ¿Qué iba a hacer la gente, sino apretar el acelerador hasta el fondo?

– Y ese coche que estuvo parado ¿qué aspecto tenía, entonces? -preguntó Assad.

La mujer hizo un gesto de desconocimiento.

– Solo vimos las luces rojas traseras; después las apagó. Cuando estamos en la sala viendo la televisión, desde allí se ve esta zona. Mi marido pensó que sería alguna pareja de besuqueo.

Movió la cabeza a un lado y al otro. Debía de querer decir que a las parejas había que dejarlas besarse así, porque también ella lo había hecho.

– Pero, de pronto desapareció -continuó-. Vimos los faros de otro coche, y luego desaparecieron los dos. Mi marido dijo más tarde que a lo mejor uno de ellos era el que tuvo el accidente -sonrió con aire de disculpa-. Mi marido tiene tendencia a dramatizar.

– ¿Dices que ocurrió el lunes? -preguntó Carl, mirando las huellas de los coches. El que estuvo parado allí se había plantado en un lugar estratégico en muchos sentidos. Un buen panorama general. Cerca de la vía del tren. Y en caso de ocurrir algo inesperado, podía ponerse en la carretera en un santiamén. Después siguió preguntando-. Has hablado de un accidente. ¿Dónde has dicho que ocurrió?

– Al otro lado de Lindebjerg Lynge. Mi hermana vivía a unos cientos de metros de allí -informó, meneando la cabeza-. Pero ha emigrado a Australia.

La mujer dijo que ella iba en aquella dirección, y que podían seguirla.

Atravesó el bosque a menos de cincuenta por hora, con Carl pegado a su parachoques.

– ¿No es mejor apagar las luces azules? -preguntó Assad pasados un par de kilómetros.

Carl sacudió la cabeza, resignado. Pues claro. ¿En qué estaba pensando? Aquel cortejo a paso de tortuga debía de resultar bastante cómico, a decir verdad.

– Mira ahí.

Assad señaló un tramo de calzada donde el sol se aprestaba a evaporar el rocío matutino.

Carl también lo vio. Marcas de frenado en el carril contrario, y diez metros más allá otras marcas, pero en su mismo carril.

Assad se inclinó hacia el parabrisas y entornó los ojos. Lo más seguro es que, en su mente, estuviera imaginando una persecución ficticia en coche. Parecía que tuviera el volante en sus manos y pisara el acelerador hasta la alfombrilla de goma.

– ¡Ahí también! -gritó, señalando otras marcas que sugerían un frenazo brusco.

La mujer de delante detuvo el coche y salió.

– Ocurrió aquí -concretó, señalando el tronco de un árbol completamente descortezado.

Anduvieron de un lado para otro y encontraron algunos cascos de cristal de los faros y fuertes raspados en el asfalto. Un accidente violento y bastante incomprensible. Tendrían que hacer comprobaciones con sus compañeros de Tráfico.

– Vamos -instó Carl.

– Y ahora ¿qué? ¿Me dejarás conducir?

Carl miró a su colega. Los recuerdos de su temerario empleo del acelerador no hablaban en favor de su ayudante moreno. En absoluto.

– Primero, haremos las comprobaciones con los de Tráfico -decidió, sentándose al volante.

No conocía a quien había estado al cargo del caso y había hecho las mediciones, pero no tenía un pelo de tonto.

– Llevamos el coche a los garajes de Kongstedsvej para inspeccionarlo más a fondo -dijo el compañero de Tráfico-. Encontramos restos de pintura de otro vehículo en algunos de los puntos de colisión, pero todavía no sabemos de qué pintura se trata. Es de color oscuro, tal vez gris grafito, pero es posible que la fricción del momento de la colisión haya influido en el tono.

– ¿Y las víctimas? ¿Están vivas?

Le dieron dos números de registro civil. Con eso podría seguir investigando.

– Así que, ¿crees que hubo otro coche implicado en el accidente? -preguntó Carl.

Su compañero rio al otro lado de la línea.

– No, no es que lo crea: lo sé. Lo que pasa es que aún no lo hemos hecho público. Hay indicios claros de una persecución en coche en un tramo de por lo menos dos kilómetros y medio antes del lugar del accidente. Conducían muy rápido, como salvajes. Así que si las dos mujeres salen vivas va a ser un milagro.

– ¿No hay rastro del otro conductor, el que se dio a la fuga?

El hombre lo confirmó.

– Pregúntale por las mujeres, Carl -susurró Assad a su lado.

Y eso hizo. ¿Quiénes eran? ¿Qué relación había entre ellas? Ese tipo de cosas.

– Sí -replicó su interlocutor-. Las dos mujeres eran de la zona de Viborg, así que es bastante raro que colisionaran en una carretera secundaria perdida del sur de Selandia. Vemos que atravesaron el puente del Gran Belt varias veces aquel día, pero eso no es lo más raro.

Carl se dio cuenta de que el tipo se guardaba lo mejor para el final. Típico de los agentes de Tráfico. Para que los de la Brigada criminal aprendieran que no eran los únicos que tenían un trabajo emocionante.

– ¿Qué es lo más raro? -quiso saber Carl.

– Lo más raro es que poco antes habían destrozado la barrera de control del puente y después hicieron todo lo posible por evitar que la Policía las detuviera.

Carl miró de nuevo a la calzada. ¡Anda la osa!

– ¿Puedes mandarme el atestado para que lo reciba en el ordenador del coche?

– ¿Ahora? Tendré que consultarlo con mis superiores.

Y colgó.

A los cinco minutos estaban leyendo el relato policial acerca de la conducción de las mujeres, y desde luego que cosas así no se leían todos los días. Los radares habían sacado cuatro fotos, dos con cada conductora, en el mismo día. Destrozar la barrera de control del puente sobre el Gran Belt. Conducción caótica por la E-20. Perseguidas por varios coches patrulla en el mismo tramo. Parece ser que condujeron un buen trecho con las luces apagadas para luego terminar en un accidente inevitable en una carretera forestal.

– ¿Por qué van de Viborg a Selandia, vuelven a Fionia y después otra vez a Selandia a todo gas? ¿Lo sabes tú, Assad?

– No lo sé, entonces. En este momento estoy mirando esto.

Señaló la lista de las fotos del radar. Estaban hechas en sitios tan diferentes como la E-45 al sur de Vejle, la E-20 a mitad de camino entre Odense y Nyborg, y otra vez en la E-20, al sur de Slagelse.

El dedo de Assad bajó a la siguiente línea del atestado.

Carl vio la dirección de la localidad que señalaba. Al parecer, las mujeres también fueron detectadas por una instalación experimental de radares en una zona rural. Al menos, él nunca había oído el nombre del pueblo. Se llamaba Ferslev, y lo habían atravesado a ochenta y cinco kilómetros por hora donde el límite de velocidad era cincuenta. Si se calculaban todos los delitos cometidos y se añadía que había habido dos conductoras, tenía dos mujeres a las que, como mínimo, aquel día se les había retirado el carné de conducir.

Carl tecleó Ferslev en el GPS y examinó el mapa. Estaba en las afueras de Skibby. A mitad de camino entre Roskilde y Frederikssund.

Vio que Assad ponía el dedo en el mapa y lo iba deslizando hacia Nordskoven. El mismo lugar en el que Yrsa creía que podía haber una caseta de botes.