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Aquello era muy extraño.

– Llama a Yrsa -ordenó a su ayudante mientras arrancaba el coche-. Dile que reúna información acerca de esas dos mujeres. Dale los números de registro civil y dile que se dé prisa. Dile también que vuelva a llamar para saber dónde están ingresadas y cuál es su estado. Esto me da mala espina.

Oyó hablar a Assad, pero estuvo un rato ausente. No podía quitarse de la cabeza la carrera desenfrenada que habían hecho las dos mujeres por todo el país.

Debían de ser drogadictas, susurró su sensato yo. Drogadictas, o al menos camellos. Algo así, y seguramente estarían bajo los efectos de la droga. Asintió en silencio para sí. Por supuesto que era algo de ese tipo. Si no, no habrían tenido el accidente. ¿Quién decía que había otro coche implicado que se dio a la fuga? ¿Por qué no podía ser un pobre asustado que se había visto acosado por unas descerebradas con droga en la sangre? Un pobre hombre que se asustó y solo quiso escapar de allí.

– Vale -oyó que decía Assad antes de colgar.

– ¿Has hablado con ella? -preguntó-. ¿Ha entendido lo que tiene que hacer?

Trató de captar la mirada muy pensativa de Assad.

– Oye, y ¿qué ha dicho Yrsa?

– ¿Que qué ha dicho Yrsa? -repitió Assad, levantando la cabeza-. No lo sé. Es que he hablado con Rose.

Capítulo 40

No estaba satisfecho. No lo estaba en absoluto.

Apenas habían transcurrido dos días desde el accidente y, según las noticias de la radio, una de las accidentadas estaba mejorando. A la otra no le daban muchas posibilidades, pero no decían quién era quién.

Fuera lo que fuese, su respuesta no podía esperar más.

La víspera reunió información sobre otra familia potencial, y después estuvo pensando en ir a la casa de Isabel en Viborg y hacer desaparecer el ordenador, pero ¿de qué iba a servirle si ya había enviado la información que tenía sobre él a su hermano?

Y luego estaba la cuestión de cuánto sabía Rakel. ¿Le habría contado todo Isabel?

Por supuesto que sí.

Estaba claro, las mujeres debían morir.

Alzó la vista hacia el cielo. Seguía existiendo una lucha entre Dios y él, siempre había sido así. Desde su niñez.

¿Por qué no lo dejaba Dios en paz?

Se concentró, abrió el ordenador, encontró el número de la unidad de Traumatología del Hospital Central y habló con una secretaria prepotente que no tenía muchas novedades que ofrecer.

Ambas mujeres habían sido trasladadas a la unidad de Cuidados Intensivos, eso era lo que sabía.

Él se quedó un rato mirando el cuaderno de notas.

Cuidados Intensivos. UCI 4131.

Teléfono: 35454131.

Tres pequeños datos que significaban la muerte para algunas y la vida para él. Podía reducirse a algo así de sencillo, sin importar qué ojos lo observaban desde el cielo todopoderoso.

Tecleó en Google el número de la Unidad y casi lo primero que salió en la lista de búsquedas fue la página web de la llamada Clínica de Terapia Intensiva del Hospital Central.

Era una web clara. Limpia y esterilizada como el propio Hospital Central. Pinchó en «Información práctica» y después en «Información para familiares.pdf», y consiguió un manual que le decía cuanto deseaba saber.

Recorrió la página.

Cambio de turno: 15.30-16.00, ponía. Así que era entonces cuando debía golpear. En el momento de mayor agitación.

En aquellas instrucciones increíbles ponía que las visitas y presencia de familiares podían ser un gran consuelo y apoyo para el paciente. Sonrió. Bueno, pues en adelante sería un familiar. Compraría un ramo de flores, eso sí que era reconfortante. Y su rostro exhibiría la expresión adecuada, para que vieran a las claras lo afectado que estaba.

Siguió leyendo. Aquello iba cada vez mejor. Ponía que todos los familiares o amigos cercanos de un paciente ingresado allí eran bienvenidos a cualquier hora del día o de la noche.

¡Amigos cercanos a cualquier hora del día o de la noche!

Lo pensó bien. Iba a ser mejor que se hiciera pasar por un amigo cercano, era más difícil de comprobar. Amigo cercano, e íntimo de Rakel. Uno de su comunidad. Adoptaría el dialecto cerrado del centro de Jutlandia, que justificaría que se quedara tanto tiempo. Tanto tiempo como le hiciera falta. Al fin y al cabo, había venido de muy lejos.

Todo eso y más ponía en las instrucciones para las visitas. Cuándo había que esperar en la sala de familiares. Dónde se podía tomar té y café. Que las consultas con los médicos podían hacerse durante el día. También incluía bonitas fotos del interior de las habitaciones, indicaciones precisas sobre lo que podía esperar de las sondas y de los aparatos de supervisión.

Miró las fotografías de aquellos aparatos y se dio cuenta de que se trataba de matar rápido y salir de allí lo antes posible. En el momento en que un paciente muriera en una unidad de cuidados intensivos como aquella, todos los aparatos darían la alarma. El personal de la sala de observación se enteraría enseguida. Estarían allí en nada de tiempo. Los intentos de reanimación se pondrían en marcha en pocos segundos. Eran profesionales, y así debían actuar.

De manera que no solo tendría que matar rápido, debería ser también una muerte certera, para que no pudieran revivir a las muertas, y lo más importante de todo era que no surgieran sospechas inmediatas de que la causa de la muerte pudiera no ser natural.

Pasó media hora delante del espejo. Se dibujó arrugas en la frente, se cambió de peluca y transformó el contorno de los ojos.

Cuando terminó miró satisfecho el resultado. Tenía ante sí a un hombre abatido por el pesar. Un hombre entrado en años con gafas, pelo canoso y mal cutis. Cosa bastante alejada de la realidad.

Abrió la puerta con espejo de su botiquín. Tiró de un cajón y sacó cuatro embalajes de plástico de entre muchos otros.

Jeringuillas corrientes, de las que podían comprarse en la farmacia sin receta. Agujas corrientes, como las que emplean a diario miles de adictos para pincharse con la bendición de la sociedad.

No necesitaba más.

Llenar la jeringa de aire, meterla en una vena y apretar el émbolo. La muerte sería rápida. Le daría tiempo para ir de una sala a otra y cargarse a las dos antes de que sonara la alarma.

Era cuestión de cronometrar bien.

Buscó la sección 4131. Rótulos directivos y un ascensor casi hasta la puerta, creía él. Bastaba con saber el número de sección, de ahí se sacaba la entrada, el piso y la unidad, según ponía en la guía del hospital.

Entrada 4, piso 13, unidad 1. Así debía ser, pero el ascensor solo subió hasta el piso 7.

Miró el reloj. El cambio de turno se acercaba, no había tiempo que perder.

Adelantó a un par de ancianos con muletas y buscó información en la entrada principal. El hombre de la ventanilla parecía venir de un empleo mejor, pero era efectivo y amable.

– No, no hay que leerlo así. Es la entrada 4.1, piso 3, unidad 1. Vaya a la entrada 4.1 y coja el ascensor.

Señaló la dirección, y por si acaso pasó un papel fotocopiado por debajo de la ventanilla, donde había escrito los números a bolígrafo. «El paciente está en la habitación…», ponía, y después las cifras.

Qué forma tan perfecta de conducirlo al lugar del crimen. ¡Bravo!

Salió en la tercera planta y comprobó enseguida que allí estaba el letrero de la sección 4131 de la Unidad de Cuidados Intensivos. Una puerta doble con cortinas blancas conducía al interior. De no haberlo sabido, habría pensado que era una funeraria.

Sonrió. De hecho lo era, en cierto sentido.

Si allí dentro había la misma actividad que en el pasillo, donde no se veía un alma, excepto varios carros de ropa vacíos, aquello iba a ser pan comido.