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Esperó hasta que la secretaria empezó a recoger sus cosas y cedió su puesto a una persona más descansada.

Se puso la bata.

Era el momento.

Al entrar no reconoció a las mujeres enseguida, pero en la cama más alejada el policía hablaba a su hermana Isabel mientras le cogía la mano.

Entonces la mujer que estaba junto a la puerta, con una telaraña de máscaras, sondas y goteros alrededor, debía de ser Rakel.

Tras ella había un muro de sofisticados aparatos emitiendo destellos y pitidos. Su rostro estaba cubierto casi por completo, igual que su cuerpo. Bajo la manta se adivinaban lesiones graves y daños irreparables.

Miró hacia Isabel y su hermano.

– ¿Qué ha pasado, Isabel? -acababa de preguntar el hermano.

Entonces él se colocó entre la pared y la cama de Rakel y se agachó.

– Lo siento, pero no puede seguir en la habitación, señor Jønsson -anunció, mientras se inclinaba sobre Rakel y levantaba sus párpados como si estuviera examinando sus pupilas. La verdad es que parecía estar en un coma profundo. Después continuó-. Vamos a trasladar a Isabel. Mientras tanto, puede ir a la cafetería. Cuando vuelva le diremos adónde han trasladado a su hermana. ¿Puede volver dentro de media hora?

Oyó que el policía se levantaba y decía un par de frases de despedida a su hermana. Un hombre acostumbrado a obedecer.

Hizo un breve saludo de perfil al policía cuando este abrió la puerta y se marchó, y luego se quedó un momento mirando a la mujer de la cama. Raro sería que aquella mujer pudiera constituir jamás una amenaza para él.

En aquel momento, Rakel abrió los ojos. Se quedó mirándolo como si estuviera del todo consciente. Le dirigió una mirada vacía, pero tan intensa que sería muy difícil de olvidar. Después sus ojos volvieron a cerrarse. Esperó un momento para ver si aquello se repetía, pero no ocurrió tal cosa. Puede que se debiera a algún tipo de reflejo. Escuchó los pitidos de los aparatos. Seguro que el pulso se le había acelerado en el último minuto.

Entonces se volvió hacia Isabel, cuyo pecho se alzaba y se hundía cada vez más rápido. Así que ya sabía que él estaba allí. Le habría reconocido la voz, pero ¿de qué iba a servirle? Tenía la mandíbula inmovilizada y los ojos tapados por la gasa. Estaba bien sujeta, conectada a varios goteros y aparatos de medida, pero en su boca no había ninguna sonda, tampoco tenía respiración asistida. Pronto podría hablar. En realidad, ya no estaba en peligro de muerte.

Qué irónico que ninguna de esas señales de vida vayan a valerle para esquivar la muerte, pensó mientras se acercaba y buscaba una vena de su brazo que latiera con suficiente fuerza.

Sacó una jeringa del bolsillo. Extrajo una aguja de su embalaje y la montó. Después retiró el émbolo hacia atrás y la jeringa se llenó de aire.

– Deberías haberte conformado con lo que te daba, Isabel -la amonestó, y observó que tanto la respiración como el ritmo cardíaco de la mujer se aceleraban.

No me gusta, pensó; se deslizó al otro lado de la cama y retiró la almohada que tenía Isabel bajo el brazo. Podían ver las reacciones de Isabel desde la sala de observación.

– Tranquila, Isabel -la sosegó-. No voy a hacerte nada. He venido para decirte que no voy a hacer nada a los niños. Los cuidaré bien. Cuando estés mejor te haré saber dónde están. Créeme. Era por el dinero. No soy un asesino. Es lo que he venido a decirte.

Observó que la respiración seguía siendo violenta, pero que el ritmo cardíaco había disminuido algo. Menos mal.

Después dirigió la vista hacia los aparatos de Rakel. De pronto dejaron de sonar los pitidos. Su corazón parecía haber enloquecido de repente.

Hay que darse prisa, fue la idea que cruzó su mente.

Cogió de un tirón el brazo de Isabel, encontró una vena palpitando y metió la aguja. Entró con facilidad.

Ella no reaccionó en absoluto. Estaba tan dopada de medicación que habría podido atravesarle el brazo sin que reaccionara.

Trató de apretar el émbolo, pero no lo consiguió. Debía de haber pinchado al lado de la vena.

Sacó la aguja y volvió a pinchar. Esta vez Isabel se sobresaltó. Ya sabía qué le quería hacer. No era nada bueno. El ritmo cardíaco subió de nuevo. Volvió a apretar el émbolo, pero este se resistía a avanzar. Por todos los diablos, tendría que buscar otra vena.

De pronto se abrió la puerta.

– ¿Qué pasa aquí? -gritó una enfermera, mirando a los aparatos de Rakel y a aquel desconocido vestido con bata de médico con una jeringa apuntando al brazo de Isabel.

Él se guardó la jeringa en el bolsillo y ya se estaba levantando para cuando la enfermera comprendió lo que iba a suceder. El golpe contra su garganta fue breve y violento, y la mujer se derrumbó ante la puerta abierta.

– Ocúpate de ella, se ha desvanecido. Creo que está demasiado fatigada -gritó a la enfermera que entró corriendo desde la sala de observación para controlar los datos de los aparatos de las dos mujeres. En un segundo, la habitación pareció un hormiguero. Gente de blanco que se amontonó en la puerta mientras él se retiraba a paso rápido hacia la zona del ascensor.

Aquello iba mal, y era la segunda vez que Isabel se salvaba por los pelos. Con solo diez segundos más habría acertado una vena y la habría llenado de aire. Solo diez segundos. Diez putos segundos. No hizo falta más para estropearle el plan.

Oyó gritos enérgicos a sus espaldas cuando la puerta se cerró. Frente al ascensor estaba sentado un hombre flaco con ojeras esperando para entrar en Cirugía plástica. Hizo un breve saludo con la cabeza cuando vio la bata. Así funcionaban las batas en un hospital.

Apretó el botón del ascensor y miró a las escaleras de incendios cuando el ascensor se detuvo en la planta. Saludó con la cabeza a un par de hombres en bata y un par de visitas de rostro compungido que estaban en el ascensor, y después se puso de cara a la pared para que no se dieran cuenta de que no llevaba placa de identificación.

En la planta baja estuvo a punto de chocar con el hermano de Isabel frente al ascensor. No había ido muy lejos, no.

Estaba claro que los dos hombres con quienes conversaba eran sus compañeros. Bueno, puede que el moreno pequeño no, pero el danés, sí. Parecían serios.

Tampoco él estaba nada alegre, carajo.

Ya en el exterior vio el helicóptero revoloteando sobre el edificio. Más problemas para la unidad de Traumatología.

Venid, venid, pensó. Cuantos más problemas se amontonaran, menos recursos tendrían para ocuparse de quienes estaban allí por su culpa.

No se quitó la bata hasta estar bajo la sombra de los árboles del aparcamiento, donde tenía el coche.

La peluca la arrojó al asiento trasero.

Capítulo 41

Apenas llegaron Assad y él al sótano, Carl registró los cambios, que no habían sido para mejor. Ya desde la plataforma al final de la escalera había cajas de cartón y todo tipo de trastos por el suelo. Montones de estanterías de acero se apilaban junto a las paredes, y el tintineo procedente del fondo sugería que aquello no era lo único que iban a poner patas arriba aquel día.

– ¿Qué coño…? -explotó cuando miró a su pasillo. ¿Dónde puñetas habían metido la puerta de entrada al infierno de amianto? ¿Dónde diablos estaba el tabique de separación que acababan de construir? ¿Serían aquellas placas apoyadas en sus expedientes y en la copia gigante del mensaje de la botella?

– ¿Qué ocurre? -gritó cuando Rose asomó la cabeza de su despacho. Gracias a Dios, al menos ella no había cambiado. Pelo negro azabache cortísimo, el rostro adornado con polvos blancos y un montón de sombra de ojos. Deliciosa mirada mordaz a la que los tenía más acostumbrados.

– Están vaciando el sótano. El tabique les estorbaba -informó, indiferente.

Fue Assad quien se acordó de darle la bienvenida de vuelta a casa.