– Me alegro de verte, Rose. Estás… -Estuvo un rato buscando la palabra adecuada. Después sonrió-. Estás magnífica en tu papel.
Tal vez no fuera la frase idónea.
– Gracias por las rosas -replicó. Sus cejas arqueadísimas se alzaron ligeramente. Debía de ser algo así como un arrebato emocional.
Carl lució una breve sonrisa.
– De nada. Te hemos echado de menos. No porque pasara nada con Yrsa -se apresuró a añadir-, pero ya sabes.
Señaló el pasillo.
– Eso del tabique va a significar que los de Inspección de Trabajo van a volver -dedujo-. ¿Qué diablos ocurre ahí? Dices que están vaciando el sótano. ¿A qué te refieres?
– Se llevan todo. Aparte de nosotros, el Archivo, el trastero, el departamento de Correos y la Funeraria. La reforma de la Policía, ya sabes. Cambia, que algo queda.
Joder, así iban a tener sitio de sobra.
Carl se volvió hacia ella.
– ¿Qué tienes para nosotros? ¿Quiénes son las dos mujeres del accidente, y cómo están?
Rose se encogió de hombros.
– Ah, eso. No he llegado aún, tenía que retirar de la mesa los cachivaches de Yrsa. ¿Corría prisa?
Carl registró en segundo plano a Assad agitando la mano en el aire en señal de advertencia. Cuidado, que se nos larga otra vez, quería decir; así que Carl contó para sí hasta diez.
Joder con la tía. ¿No había hecho lo que le había pedido? ¿Iba a ponerse otra vez en ese plan?
– Ya me perdonarás, Rose -dijo, en lucha consigo mismo-. En lo sucesivo precisaremos con claridad nuestras necesidades. ¿Serías tan amable de conseguirnos esa información? Porque sí que corre cierta prisa.
Hizo una vaga señal con la cabeza a Assad, que correspondió levantando el pulgar.
Rose ladeó la cabeza sin saber qué responder.
Bueno, por fin habían aprendido a manejarla.
– Por cierto, Carl, tienes cita con el psicólogo dentro de tres minutos, ¿lo habías olvidado, quizá? -observó, mirando el reloj-. Sí, no cabe duda de que andas justo de tiempo.
– ¿A qué te refieres?
Rose le tendió la dirección.
– Si vas corriendo, llegarás justo. Ah, y saludos de Mona Ibsen; dice que está orgullosa de que sigas adelante.
El mensaje era claro: no le quedaba otro remedio.
Anker Heegaardsgade solo estaba a dos manzanas de Jefatura, pero la distancia fue suficiente para que Carl sintiera que le habían metido en el paladar una bomba de vacío que se afanaba en lograr que sus pulmones se colapsaran. Si era así como Mona quería hacerle un favor, no le importaría que fuera más comedida.
– Me alegro de que hayas venido -le dijo aquel psicólogo que se hacía llamar Kris-. ¿Te ha costado encontrarlo?
¿Qué se suponía que debía responder? Dos manzanas de distancia. El Departamento de Extranjería, donde había estado cientos de veces antes.
Pero ¿qué hacía el psicólogo allí?
– Bromas aparte, Carl. Ya sé que eres capaz de encontrar lo que sea. Y ahora estarás pensando qué hago yo en este edificio. Pero en el Departamento de Extranjería tenemos muchas cuestiones que precisan de un psicólogo. Ya te puedes imaginar.
Aquel tipo era siniestro de verdad. ¿Leía los pensamientos o qué?
– Solo tengo media hora -anunció Carl-. Trabajamos en un caso urgente.
Además, era la pura verdad.
– Vaya -comentó Kris, y escribió algo en su informe-. La próxima vez debes tratar de guardar para la consulta el tiempo acordado, ¿vale?
Sacó un expediente cuyo fotocopiado debió de llevarle por lo menos dos horas.
– ¿Sabes qué es esto? ¿Te han informado sobre esto?
Carl sacudió la cabeza, pero se hacía una idea.
– Ya veo que sospechas qué es. Son los datos de tu expediente, y además están los informes del caso que provocó que disparasen contra ti y tus compañeros en la cabaña de Amager. En relación con eso, has de saber que dispongo de información de la que por desgracia no puedo hacerte partícipe.
– ¿Qué información?
– Tengo informes tanto de Hardy Henningsen como de Anker Høyer, con quienes investigaste el caso. Por lo que pone aquí, tú estabas más al tanto del caso que ellos.
– Ah, ¿sí? Pues no creo. ¿Por qué dicen eso? Estuvimos juntos en el caso desde el principio.
– Bien, será una de las cosas en las que tal vez podamos avanzar en las consultas. Creo que quizá tengas alguna relación con el caso, que has reprimido o quizá no deseas contar.
Carl sacudió la cabeza. ¿Qué carajo era aquello? ¿Lo estaba acusando de algo?
– No tengo ninguna relación especial -protestó, sintiendo que la irritación acaloraba su rostro-. Era un caso de lo más corriente. Aparte de que nos disparasen. ¿Adónde quieres llegar con eso?
– ¿Sabes por qué reaccionas de forma tan vehemente ante el tiroteo cuando ha pasado tanto tiempo?
– Sí; también tú lo harías si hubieras estado a un puto milímetro de morir y dos de tus mejores amigos no hubieran salido tan bien parados.
– ¿Me estás diciendo que Hardy y Anker eran dos de tus mejores amigos?
– Eran mis colegas, sí. Buenos compañeros.
– Creo que eso cambia las cosas.
– Puede. No sé si tú querrías tener a un paralítico en tu sala de estar, pero es lo que tengo yo. En ese caso, ¿no dirías que soy un buen amigo?
– No me malinterpretes. Estoy seguro de que eres un tipo majo en muchos aspectos. Seguro que también has tenido mala conciencia por lo de Hardy Henningsen, así que comprendo que tuvieras que hacer un esfuerzo extra con él. Pero ¿estás seguro de que cuando trabajabais juntos también había una sana camaradería entre vosotros?
– Me gustaría pensar que sí.
Joder, qué tipo más insoportable.
– Anker Høyer tenía cocaína en la sangre cuando le hicieron la autopsia. ¿Lo sabías?
Entonces Carl se hundió en algo que se suponía era un sillón. No, no tenía ni repajolera idea.
– ¿Has tomado cocaína también tú, Carl?
Cada vez había menos amabilidad en aquellos ojos azul claro que lo atenazaban. Había estado flirteando con él sin ningún disimulo mientras Mona estaba presente. Guiñitos gay y labios en punta que sonreían al mismo tiempo. Ahora parecía casi estar haciendo un interrogatorio de tercer grado.
– ¿Cocaína? Desde luego que no. Detesto esa basura.
El psicólogo Kris levantó la mano.
– Vale, vayamos en otra dirección. ¿Tenías contacto con la mujer de Hardy antes de que se casara con él?
¿Tenemos que hablar otra vez de ella? Miró al tipo, que esperaba hierático.
– Sí, lo tenía -reconoció al poco-. Era amiga de la chica con la que salía entonces. Fue así como Hardy y ella se conocieron.
– ¿No mantuvisteis relaciones sexuales?
Carl sonrió. Desde luego, era minucioso el tío. Le costaba entender que aquello pudiera ayudarlo contra la presión del pecho.
– Dudas. ¿Qué respondes?
– Respondo que esta es la terapia más extraña en la que he participado. ¿Cuándo vas a apretarme las clavijas? Pero no, aparte de manosearnos no hubo nada.
– Manosearnos. ¿Qué abarca eso?
– Ostras, Kris. Aunque seas gay, podrás imaginarte un poco de investigación corporal heterosexual, ¿no?
– O sea, que…
– Oye, mira, paso de darte detalles. Nos besamos y manoseamos un poco, pero no follamos. ¿Vale?
También lo apuntó.
Entonces dirigió su mirada azul claro hacia Carl.
– En relación con el caso que llamamos «el caso de la pistola clavadora», de los apuntes de Hardy Henningsen se desprende que tal vez tuvieras contacto después con quienes te dispararon. ¿Es eso cierto?
– Ni por el forro. Debe de ser un malentendido.
– Vale -admitió, mirando a Carl con una expresión que debería exhortarlo a mostrar más confianza-. Es lo que pasa, Carclass="underline" que si te pica el culo al acostarte, te huelen los dedos al despertar.
Ahí va la virgen. ¿También este iba a empezar en ese plan?