– ¿Qué…? ¿Te has curado? -preguntó Rose desde el pasillo cuando volvió. Sonreía al decirlo, una sonrisa quizá demasiado amplia.
– Muy graciosa, Rose. A ti tampoco te vendría mal inscribirte en un cursillo de buenos modales.
– Ya -se atrincheró-. No puedes esperar que sea amable y políticamente correcta a la vez.
¡¿Amable?! Santo cielo.
– ¿Qué has averiguado sobre las dos mujeres, Rose?
Ella le dio sus nombres, direcciones y edades. Ambas eran mujeres de mediana edad, sin ningún contacto con círculos de delincuentes: gente corriente y moliente.
– Todavía no he logrado ponerme en contacto con la unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Central. Es cuestión de tiempo.
– ¿De quién era el coche accidentado? Se me ha olvidado preguntar.
– ¿No has leído el atestado del accidente? Era de Isabel Jønsson, pero era la otra quien conducía, Lisa Karin Krogh.
– Eso ya lo sé. Esas mujeres, ¿sabes si pertenecen a la Iglesia nacional?
– Tus preguntas van algo descaminadas hoy, ¿no?
– ¿Lo sabes?
Rose se encogió de hombros.
– Pues averígualo. Y si no pertenecen, entérate de qué fe profesan.
– ¿Qué te piensas, que soy periodista?
Carl iba a cabrearse, pero lo interrumpió un griterío terrible en el departamento de Correos.
– ¿Qué ocurre? -gritó Assad.
– Ni idea -replicó Carl. Solo vio que al fondo del pasillo había un hombre blandiendo el larguero de una estantería de acero, y que un agente uniformado se le echaba encima desde un pasillo lateral. El larguero le dio de lleno y el agente cayó de espaldas.
En ese momento el atacante vio al trío del Departamento Q, y sin vacilar dio la vuelta y echó a correr en su dirección blandiendo el larguero. Rose retrocedió, pero Assad se quedó quieto junto a Carl, esperando.
– Habrá que dejar que se encargue de él el cuerpo de guardia, ¿no, Assad? -propuso Carl mientras el hombre se ponía a gritar algo que no entendían.
Pero Assad no respondió. Se inclinó hacia delante y adelantó los puños como un luchador. Por desgracia, la pose no desanimó al atacante, cosa de la que pronto se arrepentiría. Porque en el momento en que el hombre estaba cerca, y levantaba el larguero de acero sobre su cabeza, Assad saltó en diagonal y asió el arma con las dos manos. El efecto fue asombroso a más no poder.
Los brazos del atacante crujieron a la altura del codo, el larguero de acero retrocedió y cayó con enorme fuerza en los hombros del atacante; se oyó con claridad el crujido de uno de sus huesos.
Assad, por si acaso, terminó su contraataque dando una patada con la puntera en pleno abdomen de aquella masa de músculos. No fue agradable de ver. Los sonidos que emitía aquel hombre desesperado no eran, desde luego, de los que deseas volver a oír. Nunca se había visto algo tan amenazador doblegarse en tan poco tiempo.
El hombre se quedó tumbado sobre un costado con la clavícula rota y terribles retortijones en el bajo vientre, y al punto llegaron corriendo más agentes.
Fue entonces cuando Carl reparó en la esposa que colgaba de la muñeca derecha del hombre.
– Acabábamos de entrar con él en el patio 4 porque tenía que declarar ante el juez de guardia -dijo uno de los agentes mientras le colocaban las esposas-. No sé cómo coño se ha quitado las esposas, pero saltó por la compuerta de carga al departamento de Correos.
– De todos modos, no iba a escapar -dijo el otro agente. Carl lo conocía. Un tirador excelente.
Los agentes dieron unas palmadas en el hombro a Assad. No los preocupó el hecho de que casi con total seguridad hubiera enviado a su presa directo al hospital.
– ¿Quién es ese pavo? -quiso saber Carl.
– ¿Este? Todo indica que es el que se ha cepillado a tres cobradores serbios durante las últimas dos semanas.
Fue entonces cuando Carl divisó el anillo hundido en la carne del dedo meñique del hombre.
La mirada de Carl se cruzó con la de Assad. Tampoco entonces pareció sorprendido.
– Lo he visto todo -dijo una voz detrás de Carl, mientras los agentes se llevaban al serbio jadeante al lugar de donde venía.
Carl se volvió. Era Valde, uno de los agentes jubilados que se encargaba de la Funeraria. Vicepresidente, por lo que sabía Carl.
– ¿Qué diablos haces aquí un miércoles, Valde? ¿No os reunís los martes?
El hombre rio y se frotó la barba.
– Sí, pero ayer estuvimos todos en el cumpleaños de Jannik. Setenta años, tú. Y hemos tenido que relajar un poco la tradición.
Se volvió hacia Assad.
– Ostras, compañero, has estado imponente. ¿Dónde has aprendido esos trucos?
Assad se alzó de hombros.
– Acción y reacción, no es más que eso.
Valde asintió en silencio.
– Ven a visitarnos. Te mereces un Gammel Dansk [3].
– ¿Gammel Dansk? -repitió Assad, sin entender.
– Assad no bebe alcohol, Valde -intervino Carl-. Es musulmán. Pero yo lo beberé con gusto.
Estaba toda la banda. La mayoría, antiguos agentes de tráfico, pero también el jefe de máquinas Jannik y uno de los antiguos chóferes de la directora de la Policía.
Bollos, cigarrillos, café y Gammel Dansk. Los jubilados se lo pasaban de puta madre en Jefatura.
– ¿Te has recuperado ya, Carl? -preguntó uno de ellos. Un tipo con quien alguna vez había tenido contacto en el distrito policial de Gladsaxe.
Carl hizo un gesto afirmativo.
– Mal asunto lo de Hardy y Anker. Muy mal asunto. ¿Lo has resuelto?
– Por desgracia, no -respondió, volviéndose hacia la ventana que había tras los escritorios-. Qué suerte la vuestra, que tenéis una ventana. No nos vendría mal una.
Vio que los cinco fruncían el entrecejo a la vez.
– ¿Qué pasa? -quiso saber.
– Ya perdonarás, pero hay ventanas en todos los despachos del sótano -respondió uno de ellos.
– En el nuestro, no -aseguró Carl.
El jefe de máquinas Jannik se levantó.
– Llevo aquí treinta y siete años y me conozco todos los rincones de esta casa. ¿Te importa enseñarme ese despacho enseguida? Tengo que irme pronto.
Hubo una ronda rápida de Gammel Dansk.
– Aquí -indicó Carl al rato, señalando la pared de donde colgaba la pantalla plana-. ¿Dónde está la ventana?
El jefe de máquinas se inclinó un poco a un lado.
– ¿Cómo llamas a esto? -preguntó, señalando la pared.
– E… ¿pared?
– Placas de pladur, Carl Mørck. Son placas de pladur, joder. Las puso mi gente cuando usábamos los cuartos como almacén de piezas de recambio. Entonces todo esto estaba lleno de estanterías. Esto y el despacho de tu amable secretaria. Las estanterías que después usamos para las viseras y los cascos de la Unidad de Intervención Rápida y que ahora están por todas partes -explicó, riendo-. No andas muy perspicaz, Carl Mørck. ¿Quieres que te haga un agujero para que puedas mirar a la calle, o lo harás tú?
Ahí va la pera…
– ¿Y el del otro lado? -preguntó, señalando el cuchitril de Assad.
– ¿Eso? Eso no es ningún despacho, Carl. Es un armario para las escobas. Por supuesto que no tiene ninguna ventana.
– Vale. Creo que Rose y yo podremos prescindir de la ventana. Tal vez más tarde, cuando terminen de sacar cosas del sótano y Assad consiga otro sitio.
El jefe de máquinas sacudió la cabeza y rio para sí.
– Esto está patas arriba -se quejó cuando salieron al pasillo-. ¿Qué diablos habéis hecho?
Señaló los restos de tabique alineados desde la pared de Assad con sus expedientes hasta el despacho de Rose.
– Pusimos un tabique por esas tuberías. Desprenden amianto. Los de la Inspección de Trabajo se han quejado.
– ¿Esas tuberías? -preguntó el jefe de máquinas señalando el techo mientras se daba la vuelta y volvía a su Gammel Dansk-. Joder, no tenéis más que quitarlas. Los tubos de la calefacción están en los pasillos laterales. Esos de ahí no cumplen ninguna función.