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– Sí.

– ¿Tenemos una descripción y un nombre?

– Sí.

– ¿Algo que nos conduzca hasta el secuestrador?

Rose sacudió la cabeza.

Carl se llevó la mano a la frente.

– Entonces no creo que tenga nada que preguntarle. Dale tu número y dile que llame si se le ocurre algo.

Rose hizo un gesto afirmativo y Carl se retiró.

– De ahí no va a venir más ayuda -sentenció, apoyándose en la pared-. Esto es muy serio.

– Lo atraparemos, o sea -replicó Assad. Pero seguro que temía lo mismo que Carl. No iban a lograrlo antes de que los niños murieran.

– Disculpadme un momento -indicó Rose cuando terminó de hablar por teléfono.

Miró sin ver frente a sí, como si fuera la primera vez que veía el reverso del mundo y no quisiera ver más.

Estuvo en esa posición, ausente, un buen rato, con las lágrimas al borde de los ojos, y Carl trató de hacer que el segundero de su reloj se desplazara más lento a base de fuerza de voluntad.

Rose tragó saliva un par de veces.

– Vale, ya estoy lista -hizo saber por fin-. El secuestrador tiene en su poder a dos hermanos de Josef: Samuel, de dieciséis años, y Magdalena, de doce. Los secuestró el sábado, y sus padres intentaron reunir el dinero del rescate. Isabel Jønsson quiso ayudarlos; Josef ignoraba qué relación tenía con la familia, ella no fue a su casa hasta el lunes. No sabía más de aquello. Sus padres no contaron gran cosa.

– ¿Y el secuestrador?

– La descripción de Josef coincide con el hombre del dibujo. Tiene más de cuarenta años y puede que sea algo más alto que la media. No tiene un modo de caminar especial, y Josef cree que se tiñe el pelo y las cejas, y que sabe mucho de cuestiones teológicas.

Rose miró al frente.

– Como agarre a esa bestia… -No dijo más, pero su rostro era lo bastante expresivo.

– ¿Quién cuida de los niños? -preguntó Carl.

– Alguien de su iglesia.

– ¿Cómo lo ha tomado Josef?

Rose sacudió la mano frente a su rostro. No quería hablar de ello. Al menos por ahora.

– Y luego ha dicho que el hombre desafinaba al cantar -continuó, mientras sus labios oscuros como la noche se ponían a temblar-. Lo había oído cantar en las reuniones, y no sonaba bien. Conducía una furgoneta. No una de gasoil, ya se lo he preguntado. Al menos ha dicho que no sonaba como un coche a gasoil. Una furgoneta azul claro sin distintivos. No sabía cuál era la matrícula ni el modelo de coche. Los coches no le interesan gran cosa.

– ¿Eso ha sido todo?

– El secuestrador se hacía llamar Lars Sørensen, pero Josef lo llamó por su nombre una vez y no reaccionó inmediatamente, así que el chico cree que no es su verdadero nombre.

Carl apuntó el nombre en el cuaderno de notas.

– ¿Y la cicatriz?

– Josef no había reparado en ella -contestó, volviendo a apretar los labios-. Así que no podía ser muy visible.

– ¿Nada más?

Rose sacudió la cabeza con semblante triste.

– Gracias, Rose. Puedes irte a casa. Hasta mañana.

Rose asintió en silencio, pero se quedó quieta. Lo más probable era que necesitara algo de tiempo para recuperarse.

Carl se volvió hacia Assad.

– El único apoyo que nos queda está ahí dentro, Assad.

Entraron sin hacer ruido, mientras Karsten Jønsson hablaba en voz baja con su hermana. Una enfermera tomaba el pulso de Isabel Jønsson. En el monitor su ritmo cardíaco era normal, así que se había sosegado.

Carl dirigió la vista a la cama de al lado. Solo una sábana blanca con una figura debajo. No una madre de cinco hijos o una mujer que murió con una gran pena en su interior. Solo una figura bajo la sábana. Una fracción de segundo en un coche, y ahora yacía allí. Todo había terminado.

– ¿Podemos acercarnos? -preguntó a Karsten Jønsson.

Este asintió con la cabeza.

– Isabel quiere hablar con nosotros, pero tenemos problemas para entender lo que dice. No podemos usar una alfombrilla táctil, así que la enfermera está intentando liberar de vendajes los dedos de la mano derecha. Isabel tiene fracturas en ambos antebrazos y en varios dedos, así que habrá que ver si puede asir un lápiz.

Carl miró a la mujer de la cama. Se le veía parte del mentón, parecido al de su hermano; por lo demás, era difícil hacerse una idea de qué aspecto tenía aquella persona magullada.

– Hola, Isabel Jønsson. Soy el subcomisario Carl Mørck, del Departamento Q de la Jefatura de Policía de Copenhague. ¿Entiendes lo que te digo?

– Hmmmm -dijo ella, y la enfermera asintió con la cabeza.

– Voy a decirte en pocas palabras por qué estoy aquí -anunció Carl, y le habló del mensaje en la botella y del resto de secuestros, diciéndole que estaba trabajando en ese caso. Todos notaron que los aparatos reflejaban el efecto de sus palabras en ella-. Siento que tengas que oír esto, Isabel. Ya sé que estás fatigada, pero es necesario. ¿No es cierto que tú y Lisa Karin Krogh estáis muy metidas en un caso parecido al del mensaje en la botella del que te he hablado?

La mujer hizo un vago gesto afirmativo, y luego murmuró algo que tuvo que repetir varias veces, hasta que habló su hermano.

– Creo que dice que la mujer se llama Rakel.

– Es verdad -reconoció Carl-. Había adoptado otro nombre, que es el que empleaba en su comunidad. Ya lo sabemos.

La figura hizo un leve movimiento afirmativo.

– ¿Es cierto que tú y Rakel intentasteis el lunes salvar a dos hijos de Rakel, Samuel y Magdalena, y que por eso tuvisteis el accidente? -preguntó después.

Vieron que sus labios se estremecían. Volvió a asentir débilmente con la cabeza.

– Vamos a darte un bolígrafo, Isabel. Tu hermano podrá ayudarte.

La enfermera intentó que sus dedos asieran el bolígrafo, pero se negaban a obedecer. Miró a Carl y sacudió la cabeza.

– Va a ser difícil -dijo el hermano.

– Dejadme, o sea, a mí -se oyó detrás. Era Assad, que dio un paso al frente-. Disculpad. Mi padre tuvo afasia cuando yo tenía diez años. Una tramposis, y ¡zas!, sus palabras desaparecieron. Solo yo entendía lo que decía. Y así hasta que murió.

Carl arrugó el entrecejo. Entonces Assad no hablaba con su padre por Skype el otro día.

La enfermera se levantó y cedió su sitio a Assad.

– Perdona, Isabel. Me llamo Assad y soy de Siria, entonces. Soy el ayudante de Carl Mørck, y ahora, o sea, vamos a hablar tú y yo. Carl hablará y yo escucharé tus labios, ¿de acuerdo?

La cabeza hizo un movimiento minúsculo.

– ¿Viste el coche que os embistió? -preguntó Carl-. ¿De qué marca y color era? ¿Nuevo o viejo?

Assad aplicó el oído a la boca de Isabel. Sus ojos siguieron con viveza cada susurro que surgía de la boca de la mujer.

– Un Mercedes oscuro. Algo viejo -repitió Assad.

– ¿Recuerdas la matrícula, Isabel? -preguntó Carl.

Si la recordaba, quedaban esperanzas.

– La matrícula estaba sucia. Apenas podía verse en la oscuridad -respondió Assad pasado un buen rato-. Pero la matrícula terminaba en 433, aunque Isabel no está segura de esos treses. Podrían ser ochos, o ambas cosas.

Carl pensó. 433, 438, 483, 488. Solo existían cuatro combinaciones, parecía razonable.

– ¿Lo has escrito, Karsten? -preguntó-. Un Mercedes oscuro no muy nuevo, cuya matrícula termina en 433, 438, 483 o 488. Es un trabajo adecuado para un comisario de la Policía de Tráfico, ¿no?

Karsten asintió en silencio.

– Sí. Verás, Carl, podemos saber enseguida cuántos Mercedes algo viejos hay con esas últimas cuatro cifras, pero los colores no los controlamos. Y ahora los Mercedes son muy habituales en las carreteras danesas. Puede haber bastantes con esos números.

Tenía razón. Una cosa era encontrar los coches, otra investigar a los propietarios. Aquello llevaría más tiempo del que tenían.