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– ¿Puedes decirnos alguna otra cosa que pueda ayudarnos, Isabel? ¿Un nombre o alguna otra cosa?

Ella volvió a hacer un gesto afirmativo. Era un proceso lento, y a ella le costaba mucho. Oyeron varias veces a Assad susurrar que repitiera lo que había dicho.

Entonces dijo los nombres, tres en totaclass="underline" Mads Christian Fog, Lars Sørensen y Mikkel Laust. Unidos al cuarto, que tenían por el caso de Poul Holt, Freddy Brink, y al quinto del caso de Flemming Emil Madsen, que era Birger Sloth, tenían un total de once nombres y apellidos en que basarse. Aquello no tenía buena pinta.

– Creo que ninguno de ellos es su verdadero nombre -declaró Carl-. Si queremos buscar su nombre, seguro que es cualquier otro.

Mientras tanto, Assad siguió escuchando los esfuerzos que hacía Isabel por ayudarlos.

– Dice que uno de los nombres es el que aparece en su carné de conducir. También sabe dónde ha vivido, entonces.

Carl se enderezó.

– ¿Tiene una dirección? -preguntó.

– Sí, y otra cosa -replicó Assad tras otro momento de concentración-. Tenía una furgoneta azul claro. Sabe el número de memoria.

Al cabo de un minuto, lo habían escrito todo.

– Me pondré manos a la obra -dijo Karsten Jønsson, se levantó y se marchó.

– Isabel dice que el hombre tiene una dirección en un pueblo de Selandia -continuó Assad. Se volvió otra vez hacia el rostro de Isabel-. No entiendo, o sea, cómo dices que se llama el pueblo, Isabel. El nombre del pueblo ¿termina en «løv»? No, ¿verdad? ¿En «slev»? ¿Has dicho eso?

Asintió con la cabeza cuando Isabel respondió.

El nombre del pueblo terminaba en «slev». La primera parte no pudo oírla Assad.

– Vamos a hacer un descanso hasta que vuelva Karsten, ¿podemos? -propuso Carl a la enfermera.

Esta asintió en silencio. Un descanso sería bien recibido.

– Creía que ibais a trasladar a Isabel -continuó Carl.

La enfermera volvió a hacer un gesto afirmativo.

– A la vista de las circunstancias, creo que esperaremos unas horas.

Llamaron a la puerta y entró una mujer.

– Tengo una llamada para un tal Carl Mørck. ¿Está aquí?

Carl levantó el dedo y le dieron un teléfono inalámbrico.

– ¿Diga…? -preguntó.

– Hola. Me llamo Bettina Bjelke. Creo que me estaban buscando. Soy la secretaria de la sección 4131 de Cuidados Intensivos. La que estaba de guardia en el turno anterior.

Carl hizo señas a Assad para que se acercara a escuchar.

– Necesitamos la descripción de un hombre que ha visitado a Isabel Jønsson más o menos durante el cambio de turno -indicó-. No el agente de policía, sino el otro. ¿Podrías describirlo?

Assad achicó los ojos mientras escuchaba. Cuando la secretaria terminó y colgó, se miraron y sacudieron la cabeza.

La descripción del hombre que había atacado a Isabel Jønsson coincidía en todo con la persona que salió del ascensor en la planta baja mientras hablaban con Karsten Jønsson.

Canoso, cincuenta y pico años, piel grisácea y algo encorvado, con gafas. Bastante diferente a la imagen de un hombre de unos cuarenta años, alto, ágil y con pelo recio que les había descrito Josef.

– Estaba, o sea, disfrazado -concluyó Assad.

Carl asintió en silencio. No lo habrían reconocido ni aunque hubieran visto su retrato cien veces. A pesar de que su cara era su cara. A pesar de que tenía las cejas casi juntas.

– Santo cielo -dijo Assad junto a él.

Era una manera suave de expresarse. Lo habían visto, podían haberlo tocado, podían haberlo detenido, podían haber salvado la vida a dos niños. Alargar la mano y detenerlo.

– Creo que Isabel tiene algo más que decirles -informó la enfermera-. Y después vamos a tener que dejarlo. Está muy cansada.

Señaló los monitores. La actividad había descendido un poco.

Assad avanzó hacia ella y aplicó el oído a su boca durante un rato.

– Sí -dijo después, haciendo un gesto afirmativo-. Ya se lo voy a decir, Isabel.

Dirigió la cabeza hacia Carl.

– Debe de haber algo de ropa del secuestrador en el asiento trasero del coche destrozado. Ropa con pelos. ¿Qué dices a eso, Carl?

Carl no dijo nada. Podría estar bien a largo plazo, pero no allí y en ese momento.

– Isabel dice también que el secuestrador, o sea, tenía las llaves del coche en un llavero que era una bolita con un número 1 pintado.

Carl sacó hacia delante el labio inferior. ¡La bola de jugar a los bolos! Así que todavía la conservaba. Llevaba al menos trece años con aquella bola en el llavero. Debía de significar mucho para él.

– Tengo la dirección -hizo saber Karsten Jønsson, que había entrado con un cuaderno en la mano-. Ferslev, al norte de Roskilde.

Pasó la dirección a Carl.

– El propietario se llama Mads Christian Fog, que es uno de los nombres que ha mencionado Isabel antes.

Carl se levantó enseguida.

– Pues hay que ir para allá -decidió, haciendo una seña a Assad.

– Bueno… -se oyó que Karsten vacilaba-. Por desgracia, no corre tanta prisa. También me han comunicado que los bomberos hicieron una salida a esa dirección el lunes por la noche. Por lo que he entendido a los bomberos de Skibby, la casa está calcinada por completo.

¡Calcinada! Así que la bestia les llevaba ventaja otra vez.

Carl dio un resoplido.

– ¿Sabes si el sitio que dices está junto al agua?

Jønsson sacó su iPhone del bolsillo y escribió la dirección en el GPS. Pasó un rato, y sacudió la cabeza. Pasó el móvil a Carl y señaló el lugar. No, la caseta de botes no estaba allí. Ferslev estaba a varios kilómetros de la costa.

Pues claro que no estaba allí. Pero ¿dónde, entonces?

– De todas formas, habrá que ir, Assad. Alguien debe de conocer al hombre.

Se volvió hacia Karsten Jønsson.

– ¿Te has fijado en un hombre que ha salido del ascensor justo cuando entrábamos, después de haber estado contigo en la planta baja? Tenía canas y llevaba gafas. Es el que atacó a tu hermana.

Jønsson puso cara de susto.

– ¡Cielos! No, no lo he visto. ¿Estás seguro?

– ¿No has dicho que te han dicho que salieras de la habitación porque iban a trasladar a tu hermana? Ha tenido que ser él. ¿No lo has visto?

El agente sacudió la cabeza y su rostro se entristeció.

– No, lo siento. Él estaba inclinado sobre Rakel. No he sospechado nada. Llevaba bata de médico.

Todos miraron a la figura que había bajo la sábana. Era una historia terrible.

– Bien, Karsten -concluyó Carl, tendiendo la mano-. Habría preferido volver a encontrarte en mejores circunstancias, pero te agradezco la ayuda.

Se estrecharon la mano.

A Carl se le ocurrió una idea.

– Eh, Assad e Isabel, una pregunta más. Parece ser que el hombre tenía una cicatriz visible. ¿Sabes dónde la tenía?

Miró a la enfermera, que estaba al lado sacudiendo la cabeza. Isabel Jønsson estaba ya profundamente dormida. Tendrían que esperar hasta más tarde.

– Hay tres cosas, o sea, que tenemos que hacer, Carl -informó Assad cuando abandonaron la habitación-. Hay que ir a todos los sitios, entonces, que Yrsa nos ha señalado. Y también, o sea, pensar en lo que nos dijo Klaes Thomasen. ¿No te parece? Y luego está lo de los bolos. Hay que llevar el retrato a todas las boleras, y aparte de eso preguntar a la gente que vive cerca de la casa incendiada.

Carl asintió con la cabeza. Acababa de ver que Rose seguía apoyada en la pared frente a los ascensores. Así que no había ido muy lejos.

– ¿Estás mal, Rose? -preguntó cuando se acercaron.

Rose alzó los hombros.

– Ha sido duro contarle al chico lo de su madre -susurró en voz baja. A juzgar por las rayas que se extendían desde su rímel corrido hasta las mejillas, se diría que había llorado de lo lindo.

– Oh, Rose, qué pena, entonces -la consoló Assad. La abrazó con cuidado y estuvieron un buen rato en silencio, hasta que Rose retrocedió, se secó la nariz con sus mangas largas y miró a Carl a los ojos.