– Vamos a agarrar a ese cerdo, ¿verdad? No voy a ir a casa. Dime qué debo hacer y enseñaré a ese puto cerdo lo que le espera -se desfogó con los ojos centelleantes.
Rose volvía a estar en forma.
Tras haber dado instrucciones a Rose para concentrarse en las boleras del norte de Selandia y enviarles por fax el retrato y los nombres que podían vincularse al asesino, Carl y Assad fueron al coche y teclearon Ferslev en el GPS.
La jornada laboral había terminado. El señor y la señora ratas de despacho daban mucha importancia a eso. Pero ellos no pensaban igual.
Al menos, no aquel día.
Llegaron al lugar del incendio justo cuando el sol iba a desaparecer. Media hora más y sería de noche.
Había sido un incendio muy violento. No solo se había calcinado el edificio principal hasta dejar en pie únicamente los muros exteriores; lo mismo podía decirse del granero y de todo lo que había a unos treinta o cuarenta metros del edificio principal. Los árboles que se alzaban hacia el cielo parecían tótems cubiertos de hollín, y la zona de sembrados cercana a la casa se había quemado hasta alcanzar los cultivos de invierno del vecino.
No era de extrañar que necesitasen los coches de bomberos de Lejre, Roskilde, Skibby y Frederikssund. Podría haberse convertido en una auténtica catástrofe.
Rodearon la casa un par de veces, y el chasis calcinado de la furgoneta empotrada en la sala hizo exclamar a Assad que le recordaba a Oriente Próximo.
Carl nunca había visto nada semejante.
– Aquí no vamos a encontrar nada, Assad. Ha borrado todas las huellas. Vamos a donde el vecino más cercano, a ver qué nos cuenta de ese Mads Christian Fog.
Sonó el móvil. Era Rose.
– ¿Quieres oír lo que he averiguado? -preguntó.
Carl no llegó a responder.
– Ballerup, Tårnby, Glostrup, Gladsaxe, Nordvest, Rødovre, Hillerød, Valby, Axeltorv y el Centro Gimnástico de Copenhague, Bryggen en Amager, Stenløse Center, Holbæk, Tåstrup, Frederikssund, Roskilde, Helsingør e incluso Allerød, donde vives. Esas son las boleras de la zona en que debía concentrarme. Les he enviado a todas el material por fax, y dentro de dos minutos empezaré a telefonear. Os llamaré más tarde. Tranquilos, les apretaré bien las clavijas.
Que no les pasara nada a los de las boleras.
La gente de la granja que se encontraba a unos cientos de metros de la pequeña propiedad los invitó a pasar cuando estaban en medio de la cena. Un despliegue espectacular de patatas, carne de cerdo y otras exquisiteces que seguro que cultivaban en la granja. Personas grandes con grandes sonrisas. Allí no faltaba de nada.
– ¿Mads Christian? Pues no, la verdad, hace unos cuantos años que no veo al vejestorio. Tiene una novia en Suecia, así que estará allí -informó el hombre de la casa. Uno de esos adictos a las camisas a cuadros.
– Bueno, a veces vemos su horrible furgoneta azul claro pasar por delante -intervino su mujer-. Y el Mercedes, claro. Ganó un montón de dinero en Groenlandia, así que se lo puede permitir. Libre de impuestos, ¿eh?
La mujer sonrió. Por lo visto, era experta en cosas libres de impuestos.
Carl se inclinó sobre la mesa de madera maciza apoyándose en ambos codos. Si Assad y él no encontraban pronto algún sitio para comer, la caza iba a terminar enseguida. El aroma de la cabezada al horno estaba a punto de hacerle cometer algún desmán contra la propiedad ajena.
– Vejestorio, ha dicho. ¿Estamos hablando de la misma persona? -preguntó, mientras la boca se le hacía agua-. Mads Christian Fog, ¿verdad? Según nuestras informaciones no puede tener más de cuarenta y cinco años.
Marido y mujer rieron al oírlo.
– Joder, será un sobrino, o algo así -explicó el hombre-. Pero eso lo pueden aclarar ustedes en dos minutos frente al ordenador, ¿no?
Hizo un gesto afirmativo.
– Puede que haya prestado la casa a alguien, ya hemos hablado de eso, ¿verdad, Mette?
La mujer asintió en silencio.
– Sí, solía llegar en la furgoneta, y al poco tiempo volvía a salir en el Mercedes. Después no veíamos a nadie una buena temporada, y luego llegaba el Mercedes y al poco se iba en la furgoneta.
Sacudió la cabeza.
– Pero Mads Christian Fog está demasiado viejo para esos trotes, es lo que me digo siempre.
– Nuestro hombre, o sea, es este -anunció Assad, sacando el dibujo del bolsillo.
El matrimonio miró el retrato sin el menor atisbo de reconocerlo.
No, aquel no era Mads Christian. Andaría cerca de los ochenta, creían, y era un marrano. Este otro parecía hasta guapo y noble.
– Bueno, ¿y el incendio? ¿Lo vieron? -preguntó Carl.
Sonrieron. Asombrosa reacción.
– Qué quiere que le diga -indicó el hombre-. Se veía desde Orø; qué digo, incluso desde Nykøbing, al otro lado de la bahía.
– Vaya. ¿Vieron por casualidad a alguien llegando o saliendo de la casa aquella noche?
Sacudieron la cabeza.
– Qué va -dijo el hombre, sonriendo-. Ya estábamos en la cama. No olvide que en el campo nos despertamos temprano. No como los de Copenhague, que no se levantan hasta las seis.
– Vamos a tener que parar en una gasolinera -hizo saber Carl cuando volvieron a estar en el coche patrulla-. Estoy muerto de hambre, ¿tú no?
Assad se encogió de hombros.
– No, yo, o sea, como de estos.
Metió la mano en el bolsillo y sacó un par de golosinas con marcado aspecto oriental. A juzgar por los dibujos de los envoltorios, dátiles e higos eran los ingredientes principales.
– ¿Quieres uno? -ofreció.
Carl dio un suspiro de satisfacción mientras masticaba sentado tras el volante. Aquello estaba de puta madre.
– ¿Qué crees que habrá pasado con el que vivía ahí? -preguntó Assad, señalando los restos del incendio-. Para mí que nada bueno.
Carl hizo un gesto afirmativo y tragó.
– Creo que habrá que mandar a un montón de gente a investigar -replicó-. Si buscan bien, pienso que encontrarán el esqueleto de un tío que habría tenido ochenta años si hubiera estado vivo.
Assad puso los pies sobre el salpicadero.
– Justo lo que pienso yo -corroboró. Luego continuó-. Y ahora ¿qué, Carl?
– No sé. Tendremos que llamar a Klaes Thomasen y preguntarle si habló con los del club de remo y con el guardabosque de Nordskoven. Y después quizá llamar a Karsten Jønsson y pedirle que averigüe si algún radar ha pillado un Mercedes oscuro. Como pillaron el de Isabel y Rakel.
Assad asintió en silencio.
– Pero, a lo mejor, encuentran el Mercedes por la matrícula. A lo mejor tenemos suerte, aunque Isabel Jønsson no estaba segura del todo.
Carl puso el coche en marcha. Dudaba que fuera a ser tan fácil.
Entonces sonó el móvil.
¿No podía haber llamado medio minuto antes?, pensó, dejando el cambio en punto muerto.
Era Rose, y estaba muy animada.
– He llamado a todas las boleras, y nadie conocía al hombre cuyo retrato hemos enviado.
– ¡Mierda! -soltó Carl.
– ¿Qué pasa? -preguntó Assad, bajando los pies del salpicadero.
– Pero eso no es todo, Carl -continuó Rose-. Por supuesto, no había nadie con ninguno de esos nombres, aparte de Lars Sørensen, de los que había unos cuantos.
– Ya me lo imaginaba.
– Pero he hablado con un tipo listo de Roskilde. Era nuevo allí y ha llamado a uno de los veteranos, que estaba tomándose un trago. Tienen un campeonato esta noche. Creía que el del dibujo podría parecerse a varios de los que conocía; pero se había fijado en otra cosa.
– No me digas. ¿Y era…?
Joder con la tía, era especialista en alargar las cosas.
– Mads Christian Fog, Lars Sørensen, Mikkel Laust, Freddy Brink y Birger Sloth. Casi se muere de la risa al oír los nombres.
– ¿Por qué?
– Pues porque no conocía a esas personas, pero dice que en su equipo, que va a jugar esta noche, había un Lars, un Mikkel y un Birger. De hecho, Lars era él. Y unos años antes hubo también un Freddy que jugaba en otra bolera, pero se hizo viejo. No había ningún Mads Christian, pero bueno. ¿Crees que puede valer para algo?