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Oyó que su marido abría la puerta y la llamaba por su nombre, pero hacía mucho que no podía articular palabra. Además, ¿de qué iba a servirle?

Notó que sus dedos índice y medio se enderezaban y temblaban. Sintió que se metían por el agujero de la caja de encima, que la punta de sus uñas tocaba aquel objeto metálico que había notado antes. Todavía pulido e irreal, hasta que con una convulsión, que hizo que sus dedos se alargaran y se pusieran rígidos, percibió de pronto que en la fría superficie pulida sobresalía una pequeña uve.

Estuvo un rato tratando de pensar con racionalidad. Trató de diferenciar las cosas para que los impulsos nerviosos del intestino, que se habían detenido, de las células que pedían agua a gritos, de la piel que había dejado de sentir, no nublaran la imagen que intuía que debía comprender. La imagen de un objeto metálico con una pequeña uve.

Sintió una ligera modorra. Otra vez aquella nada que seguía creciendo en su cerebro. Aquel vacío que le venía a intervalos cada vez más cortos.

Luego llegaron las imágenes, impetuosas. Imágenes de objetos pulidos, el botón del menú de su móvil, la esfera de su reloj, el espejo del cajón del baño, saltaron y se pusieron a jugar a las cuatro esquinas. Todas las cosas pulidas que había registrado en su vida luchaban por ocupar un lugar en su mente donde pudieran ser reconocidas. Y de pronto lo vio. El objeto que ella nunca había usado, pero que los hombres solían sacar orgullosos del bolsillo cuando era niña. También su marido había quedado prendado de aquel símbolo de clase en un tiempo pasado, y ahora estaba allí, el mechero Ronson con una uve, abandonado en el fondo de una caja, tal vez con la única finalidad de ayudarla. De ayudarla a generar ideas, incluso a encontrar una salida definitiva a lo poco que le quedaba de vida.

Si pudiera asirlo y encenderlo todo terminaría pronto, pensó. Y todo lo que es suyo desaparecerá conmigo.

En algún lugar de su interior sonrió. La idea era extrañamente vivificante. Si todo ardía, al menos habría dejado un rastro. Habría ocasionado una pérdida en la vida de él de la que nunca podría librarse. Perdería aquello por lo que había cometido sus crímenes.

Qué ironía.

Conteniendo la respiración, siguió arañando el cartón, y se dio cuenta de lo duro que podía ser algo así. Durísimo. Iba pelando pedacitos poco a poco. Como una avispa arañando la superficie de su mesa de jardín. Se imaginaba el polvo de papel deslizándose por su cara. Partículas del tamaño de una cabeza de alfiler que, vistas en conjunto, si sus dedos lo conseguían, esperaba que pudieran hacer que el encendedor se deslizara por el agujero y, si tenía suerte, cayera en su mano.

Al final, cuando el agujero fue lo bastante grande para que el mechero se moviera un par de milímetros, ya no pudo más.

Cerró los ojos y por un instante vio ante sí a Benjamin. Mayor que ahora, ágil y sabiendo hablar. Un chico guapo que corría hacia ella. Con un buen balón de cuero y mirada traviesa. Cómo le habría gustado vivir algo así. Su primera frase bien dicha. Su primer día de escuela. La primera vez que la mirase a los ojos y le dijese que era la mejor madre del mundo.

Tal vez notara la emoción en forma de una leve humedad en el rabillo del ojo, pero estaba allí. La emoción por Benjamin. El chico que iba a vivir sin ella.

Benjamin, que iba a vivir con… él.

¡NO!, gritaba su interior, pero ¿de qué valía?

No obstante, la idea volvía sin parar. Cada vez con mayor intensidad. Él iba a vivir con Benjamin, y era lo último en que iba a pensar ella antes de que su corazón se detuviera al fin.

Sus dedos volvieron a estremecerse, y la uña de su dedo medio agarró un jirón de cartón bajo el mechero, y estuvo arañando con aquel dedo hasta que la uña se rompió. Se había quedado sin su única herramienta. Y se amodorró luchando por hacerse a la idea.

Oyó los gritos de la calle al mismo tiempo que volvía a sonar el móvil en su bolsillo trasero. Se oía más débil ahora. Pronto se agotaría la batería. Conocía los síntomas.

Era la voz de Kenneth. Tal vez estuviera su marido en casa. Tal vez abriera la puerta. Tal vez se oliera algo Kenneth. Tal vez…

Sus dedos se movieron una pizca. Era el único contacto que podía establecer.

Pero la puerta de entrada no se abrió. No hubo ninguna pelea. Lo único que registró fue el móvil sonando, el sonido cada vez más débil, y el mechero que lentamente se deslizaba y caía en su mano.

Se quedó basculando sobre su pulgar. Un movimiento equivocado y resbalaría por su brazo, para desaparecer en la penumbra que tenía debajo.

Intentó abstraerse de los gritos de Kenneth. Intentó ignorar que las vibraciones de su bolsillo trasero se debilitaban. Un pequeño empujón con el índice, y lo habría cogido.

Cuando estuvo segura de que el encendedor estaba donde debía, giró la muñeca cuanto pudo. Quizá no fuera más que un centímetro, pero le hizo bien. Aunque no quedaba vida en los dedos anular y meñique, creía que saldría bien.

Apretó cuanto pudo y cuando pulsó el dispositivo oyó el débil silbido del gas al escapar. Demasiado débil.

¿Cómo iba a poder apretar con fuerza suficiente para que saltara la chispa?

Trató de canalizar lo que le quedaba de fuerza en la punta de su pulgar. Aquel último movimiento voluntario mostraría al mundo cómo había vivido sus últimas horas y dónde había muerto.

Luego apretó. La poca vida que quedaba en ella se concentró en aquella presión. Y la chispa saltó ante ella como una estrella fugaz en la oscuridad, prendió el gas y todo quedó iluminado.

Giró la muñeca hacia atrás el centímetro que le quedaba libre y dejó que la llama lamiera perezosa el lado de la caja. Después soltó su presa y siguió la delgada llama azul que amarilleaba y se extendía. Fue desplazándose sin prisa, como un hilo de luz hacia la parte superior. Por cada centímetro que comía dejaba un rastro negro de hollín. Lo que había estado ardiendo se apagaba. Como un reguero de pólvora hacia la nada.

Al rato la débil llama llegó a la parte superior y se apagó. Solo quedó una raya de brasas grisáceas ardiendo sin llama. Después también aquello desapareció.

Lo oyó gritar y supo que todo había terminado.

No le quedaban fuerzas para volver a encender el mechero.

Cerró los ojos y se imaginó a Kenneth en la calle, delante de la casa. Qué hermanos tan guapos habría podido darle para Benjamin. Qué vida tan plena.

Olisqueó el aire ahumado, y nuevas imágenes atravesaron su mente. Excursiones al lago. Vísperas de San Juan con chicos que eran un año o dos mayores que ella. La fragancia de la fiesta del mercado de Vitrolles aquella vez que estuvo de cámping con su hermano y sus padres.

El olor se acentuó.

Abrió los ojos y vio un resplandor amarillo que en lo alto de la pila de cajas se mezclaba con un chisporroteo azulado.

Justo después, el fulgor de las llamas bajaba aleteando hacia ella.

Estaba ardiendo.

Había oído que casi todos los que morían en incendios perecían intoxicados por el humo, y que para evitarlo había que andar a cuatro patas por debajo del humo.

Ya le gustaría morir intoxicada por el humo. Parecía ser una muerte indulgente y sin dolor.

El problema era que no podía gatear, y que el humo subía también. Las llamas harían presa en ella antes que el humo. Moriría quemada.

Entonces llegó el miedo.

El miedo final, el definitivo.

Capítulo 45

– ¡Ahí, Carl! -gritó Assad, señalando un edificio de hormigón color siena en proceso de restauración que daba directamente a Københavnsvej.

«ESTÁ ABIERTO, disculpad el desorden», ponía en una banderola encima de la puerta. Por allí, desde luego, no se podía entrar.

– Carl, gira hacia la galería comercial y luego enseguida a la derecha. Así daremos la vuelta a esa zona de obras -dijo Assad, señalando una zona oscura entre las construcciones nuevas.