La asociación de Parido hizo correr el rumor de que los últimos cargamentos de Setúbal estaban vendiéndose por un precio mucho más alto del que se esperaba. Con esto esperaban desatar el frenesí comprador de aquellos que en la Bolsa deseaban mantener los bajos precios del momento para beneficiarse de la sal que ellos habían adquirido y de sus opciones de venta, se daba por seguro que el precio subiría. Cuando ellos empezaron a vender la sal al nuevo precio, yo y mis agentes vendimos también, desbordando el mercado para poder sacar provecho de la diferencia de precios. Mi jugada me permitió hacer algunas ganancias gracias al plan de Parido. Y tuvo el inevitable efecto de hacer que su negocio no fuera rentable: sus opciones de venta acabaron por costarles más que una cantidad significativa. Pero fue el precio que tuvieron que pagar por sus astucias.
Yo siempre me aseguraba de ocultarme detrás de corredores desconocidos cuando ponía en ejecución alguna de estas maniobras, pero Parido se preciaba de tener muy buenos contactos y acabó por descubrirme. Al día siguiente vino detrás de mí en la Bolsa.
– Habéis contrariado al hombre equivocado, Alferonda -dijo.
Yo fingí no saber de qué hablaba. Mi padre me había enseñado a negarlo siempre todo.
– Vuestras mentiras no me impresionan. Habéis sacado provecho arruinando mi plan y haciéndome perder dinero, y me aseguraré de que tengáis lo que merece un fullero ruin como vos.
Yo me reí de sus amenazas, como me había reído de otras. Y ciertamente pasaron los meses e incluso los años hasta que acabé por olvidarlas. Nunca le gusté, renegaba de mí siempre que podía, pero jamás supe que hubiera actuado en mi contra en nada de importancia. Bien podía ser que estuviera detrás de ciertos negocios que se torcieron, pero también pudo ser el azar, y se me hace que no se habría comedido a la hora de alardear por cualquier mal que hubiera estado en su mano hacerme.
Y entonces fue elegido para el ma'amad. Como hombre rico que era y parnass tenía en sus manos todo el poder que un hombre podía aspirar a conseguir en nuestra comunidad. Yo no tenía motivos para alegrarme de su elección, pero tampoco los tenía para sospechar que pudiera utilizar su nueva posición para atacarme de forma tan despiadada.
3
En la cocina, Hannah a punto estuvo de cortarse el dedo cuando troceaba unos espárragos. No atendía a lo que hacía, y el cuchillo, embotado después de meses de descuido de la criada, se le escurrió de la mano y fue a clavarse despiadadamente en su carne. Pero el mismo embotamiento que lo hacía peligroso le quitaba su fuerza, y el metal húmedo apenas le arañó la piel.
Hannah levantó la vista por ver si Annetje se había dado cuenta. No. La moza estaba ocupada gratinando queso, tarareando entre sí alguna cancioncilla de bebedores… muy apropiado pues había estado dándole al vino otra vez. De haber reparado en el pequeño accidente de Hannah, sin duda hubiera dicho algo. «¡Oh, qué torpe sois!» o «¡Cuánta finura, que no podéis ni manejar un cuchillo!». Y lo habría hecho con una risa, volviendo su linda cabeza, como si con reír y volver la cabeza todo quedara en cosa amable. Y Hannah la hubiera dejado fingir que su comentario era cortés, aunque se muriera de ganas de estamparle el queso en la cara.
Hannah oprimió la lengua contra la herida y empujó el espárrago al cuenco, donde había de mezclarlo con el queso y pan duro, y cocinarlo para hacer un flan como los que hacían en Portugal, aunque en Lisboa utilizaban verduras y quesos distintos. A Annetje le parecía que los flanes eran repugnantes… malsanos, palabra que utilizaba para describir cualquier alimento ajeno al lugar donde ella se crió, en Groninga.
– Algún día… -decía la moza en aquellos momentos- vuestro marido echará de ver que solo preparáis comidas elaboradas cuando su hermano os acompaña.
– Dos personas comen poco -repuso Hannah sin ponerse apenas colorada-. Tres comen mucho más. -Su madre se lo había enseñado, pero en el caso de su esposo era doblemente cierto. Si Daniel hacía según su antojo, no comían más que pan, queso viejo y pescado encurtido, cualquier cosa con tal que fuera barata. Y era él quien insistía en que preparara comidas de mayor sustancia cuando su hermano los acompañaba, sin duda por que no lo tuviera Miguel por avaro, que lo tenía.
Pero a ella también le gustaba alimentarlo bien. Miguel no comía adecuadamente cuando estaba solo, y a Hannah no le gustaba que pasara hambre. Además, a diferencia de Daniel, él siempre parecía disfrutar de la comida, como si fuera un placer y no una mera necesidad para pasar con vida otra jornada. Miguel le daba las gracias, la elogiaba. Se apartaba de su camino para decirle pequeñas cosillas, como que la nuez moscada con la que había preparado el arenque daba lumbre al plato o que la salsa de ciruela que había servido sobre los huevos estaba más deliciosa que nunca.
– Hay que cocer las zanahorias en ciruelas y uvas pasas -dijo Annetje al ver que Hannah se había tomado un momento de descanso.
– Estoy cansada -y suspiró para recalcar sus palabras. Detestaba mostrarse débil ante la moza, pero estaba encinta y eso hubiera de ser excusa bastante. Habría de serlo, pero nada lograría pensando en lo que habría de ser. Habría de ser, por ejemplo, que la esposa de un hidalgo portugués no estuviera en una cocina bochornosa y casi sin ventanas troceando espárragos con su criada. Sin embargo, eso era lo que él le exigía, y ella había de hacerlo. Mantener la casa en orden, mostrarse sin tacha a sus ojos, le producía una agria satisfacción.
Cuando se mudaron a Amsterdam, Daniel le permitió contratar muchos sirvientes, pero en pocas semanas descubrió que era costumbre entre los holandeses que las esposas, aun las de los más altos heren, compartieran las tareas domésticas con sus sirvientas. Una casa sin hijos jamás tenía más de una sirvienta. Y Daniel, ansioso por ahorrar su dinero, despidió a casi todo el mundo y conservó a la moza, por ser católica, para que ayudara a Hannah con sus tareas.
– Estáis cansada -repitió Annetje agriamente. Luego se encogió de hombros.
Hannah conocía de forma muy limitada el holandés, y Annetje sabía aún menos portugués, por lo que sus intercambios solían ser escuetos y limitados. Pero no lo bastante. Hannah -estúpida, estúpida Hannah- había confiado demasiado en la moza aquellos primeros días. Había confiado en su bonita sonrisa, su dulce carácter y sus ojos verde mar. En las horas que pasaban juntas, trajinando como hermanas -fregando suelos, lavando el porche de la entrada, recogiendo el agua del suelo de la cocina-, Hannah había llegado a apreciar a la moza y acabó por confiar en ella. Annetje le enseñó tanto holandés como Hannah pudo aprender y con paciencia ella a su vez trató de aprender portugués. Le enseñó a Hannah cómo fregar los escalones de la entrada de una casa (cosa que nadie hacía nunca en Lisboa), cómo escoger los mejores productos de los mercaderes del Dam y a adivinar cuándo un panadero añadía tiza para blanquear su pan.
Hannah había llegado a verla como su única aliada. Encontró pocas amigas entre las otras mujeres judías del Vlooyenburg y, con tanto trabajo, apenas tenía tiempo para solazarse. Fregar suelos, lavar ropa, cocinar. El desayuno antes del amanecer, la comida cuando Daniel regresaba de la Bolsa -entre las dos y las seis, de modo que siempre tenía que estar a punto- y después, dependiendo de dónde cenara, un pequeño refrigerio. Además, estaban las comidas con invitados del sabbath, y los encuentros del havdalah. [5] A veces, cuando invitaba a amigos o a otros caballeros que trabajaban en la Bolsa, supervisaba el trabajo de Hannah y Annetje en la cocina, haciendo sugerencias absurdas y estorbando.