Hannah nunca había trabajado tanto en su vida. En Lisboa se le había pedido que cosiera y zurciera, y que ayudara en la cocina para las fiestas. Había cuidado a los hijos de parientes mayores, se había ocupado de enfermos y ancianos. Nada que ver con aquello. Al cabo de una semana, Annetje se la encontró acurrucada en un rincón, so Hozando tan fuerte que casi golpeaba su cabeza contra el muro de ladrillo que tenía detrás. La moza le había suplicado que le dijera que tenía, pero ¿por dónde empezar? ¿Cuál era el problema? Amsterdam Los judíos. La oración. La sinagoga. Cocinar. Fregar. Y Daniel Todo estaba mal, pero no podía decir nada de ello, así que dejó que la moza la consolara y le llevara vino caliente y le cantara nanas como si fuera una criatura.
Y entonces empezó a contarle secretos, como que había acudido a escondidas de su esposo a una bruja en las afueras de la ciudad para que le hiciera un conjuro que la ayudara a quedar encinta. Le habló de las manías y caprichos, y de la frialdad de Daniel. Por ejemplo, que nunca, bajo ninguna circunstancia, aceptaba quitarse todas las ropas. O que, después de utilizar el orinal, volvía hora tras hora a olerlo.
Y le contó otras cosas, las cuales deseó haber podido recuperar. Incluso cuando las decía, Hannah sabía que estaba hablando en demasía. Quizá esa fue la razón que la movió a hacerlo. La emoción de hablar de cosas prohibidas, de pedir ayuda para aquello que no ha de hacerse… Había sido demasiado bonito. Y seguramente sería su perdición.
– ¿Iremos mañana? -preguntó Annetje como si intuyera sus pensamientos.
– Sí -dijo Hannah. Aquellas visitas furtivas fueron divertidas al principio. Agradables, bienvenidas, pero también emocionantes, como suele ser todo lo vetado. Pero se había convertido en una terrible obligación que no podía evitar sin ver una pequeña chispa en los ojos de la mozuela, una chispa que decía «Haced lo que os digo o le diré a vuestro esposo cosas que no querríais que supiera». Solo en una ocasión pronunció aquella amenaza en voz alta, furiosa porque Hannah no quería subirle los diez florines de más que le pagaba a escondidas de lo que le pagaba su marido. Y con una vez fue suficiente. Ahora se limitaba a insinuar. «No me gustaría tener que decir cosas que es mejor callar», le decía a su señora; o «A veces temo que mi lengua sea demasiado suelta y si vuestro marido está por allí… bueno, mejor no hablar de eso».
Hannah volvió a mirar el cuchillo embotado. En Lisboa hubiera sentido la tentación -auténtica tentación- de clavarlo en el corazón de la moza y dar cuenta de ella. ¿Quién iba a preguntar nada si una cocinera moría en la casa de un rico mercader? Pero en la mercantil Amsterdam las cosas eran distintas, y una mujer de su casa difícilmente hubiera salido indemne del asesinato de una sirvienta. Y tampoco es que Hannah hubiera sido capaz de matar a otro ser humano, por mucho que lo odiara. Aunque hubiera preferido tener esa opción.
A Daniel los dientes le molestaban. Hannah se dio cuenta en cuanto se sentaron a comer. Tenía las dos manos ocupadas en la boca, buscando sabe Dios qué. También hacía aquello por las noches, hurgarse en la boca durante horas, sin atender a los movimientos de su codo ni a quién golpeaba.
Después de meses viendo esto, Hannah trató de hacer que visitara al cirujano, un asunto delicado, pues Daniel se ofendía grandemente si ella sugería algo. Si tuviera la mano ardiendo y ella sugiriera que la metiera en una palangana de agua, seguro que la miraría enojado y dejaría que se le quemara. Esta vez trató de disfrazar sus palabras.
– La esposa de Jerónimo Javeza me dice que su marido fue a un dentista que trabaja cerca del Damrack a que le sacara un diente malo. Dice que hacía cinco años que no lo veía tan a gusto.
Así que Daniel fue y volvió con el mismo diente malo con el que salió de casa por la mañana.
– ¡El muy ladrón quería quince florines por arrancar cinco dientes! -dijo-. Tres florines por diente. Por quince florines se pueden conseguir dientes nuevos.
En aquel momento, mientras la moza servía el vino y Miguel lo bendecía, Daniel parecía listo para echar mano de un cuchillo con el cual ayudarse en su excavación. Miguel rezaba por todo lo que comían, por cualquier cosa que no se moviera. Acaso también rezara cuando hacía uso de las necesarias. Cuando Daniel comía solo con ella, musitaba las palabras en hebreo, o al menos algunas, si no lo recordaba todo. Y a veces hasta se olvidaba de decir nada. Y cuando comía él solo, siempre lo olvidaba, pues no tenía que impresionar ni instruir a nadie. Sin embargo, Miguel bendecía los alimentos siempre. Hannah había visto hacerlo a otros hombres del Vlooyenburg, y a menudo le parecían furiosos, extraños, atemorizadores. En las palabras de Miguel, en cambio, veía deleite, como si estuviera recordando algo hermoso cada vez que pronunciaba sus oraciones. Era difícil no oír aquellas palabras extrañas cuando salían de su boca… No las decía entre murmullos como hacían algunos, él las articulaba claramente, como un discurso. Hannah percibía la musicalidad de las palabras, sus cadencias y repeticiones, y sabía que las cosas hubieran sido distintas si en vez de a Daniel tuviera por marido a Miguel.
No era esto una mera fantasía nacida de sus cavilaciones constantes sobre el hecho de que Miguel era más bien parecido y recio que su hermano. Allá donde Daniel era enjuto y semejaba un mendigo con ropas de mercader, Miguel se veía orondo, sonrosado, saludable. Aunque Miguel era el hermano mayor, parecía más joven y sano. Sus grandes ojos negros siempre miraban aquí y allá, buscando, no con nerviosismo como los de Daniel, sino con deleite y asombro. ¿Cómo sería, se preguntaba, estar casada con un hombre que amaba las risas en lugar de recelar de ellas, que abrazaba la vida en lugar de mirarla con desconfianza?
Una pequeña ironía del destino. Hannah sabía que su padre había estado buscando la alianza con los Lienzo y quería casarla con el hijo mayor. En aquel entonces, Hannah no conocía a ninguno de los dos, así que no le dio mayor importancia, pero entonces, sin el consentimiento de la familia, el hijo mayor tomó por esposa a una joven sin dinero, de modo que su padre optó por el siguiente Lienzo de la lista. Para cuando la esposa de Miguel murió, cuatro meses más tarde, ella ya estaba casada con Daniel.
¿Qué significarían aquellas oraciones para ella si se hubiera casado con Miguel? Daniel no sabía apenas nada de la liturgia. Iba a la sinagoga porque era lo que los parnassim esperaban de él, sobre todo su amigo Salomão Parido (que a Hannah le desagradaba por su acre actitud hacia Miguel). A ella le había evitado muchas veces el tedio de tener que acompañarle, pero ahora que la había dejado encinta, la obligaba a ir para que los hombres de la congregación tuvieran un recordatorio de su virilidad. Más de uno le había deseado que fuera varón para que pudiera decir un kaddish por él cuando muriera.
Daniel ni siquiera había hablado con Hannah en privado sobre los ritos judíos hasta que empezaron a hacer los preparativos para mudarse a Amsterdam. Su padre y sus tres hermanos eran devotos judíos en secreto, pero a ella nadie le dijo nada hasta la víspera de su boda. Esa noche, cuando no tenía más que dieciséis años, su padre le explicó que, puesto que su madre era conocida por la ligereza de su lengua, había supuesto que también ella adolecería de ese rasgo traicionero y femenino y, por eso, decidieron no confiarle la verdad. Por el bien de la familia, se le había hecho creer que era católica, se le hizo practicar como católica y odiar a los judíos como católica. En aquel momento, mientras se preparaba para casarse con un desconocido a quien habían elegido sin pedir su opinión (había comido con la familia en un par de ocasiones y, como su padre señaló, Hannah había correspondido educadamente a las sonrisas tensas y torpes de él, que más semejaban la mueca de un hombre con fuertes padecimientos), su padre decidió revelarle el secreto de la familia.