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Tomaron el resto de la comida mayormente en silencio. Daniel, con la vista clavada en su comida; Miguel, intercambiando miradas con Hannah cuando sentía que podía hacerlo sin que el marido se diera cuenta. Si alguna vez se le venía a las mientes que hubiera podido casarse con ella, no daba muestras de ello aunque siempre era amable. Miguel rara vez estaba en la casa, salvo para dormir en aquel sótano húmedo y oscuro, así que eran pocas las ocasiones en que podían hablar sin la presencia de Daniel. Sin embargo, en esas ocasiones, Miguel se dirigía a ella con cordialidad, como si fueran viejos amigos, como si apreciara su opinión.

En una ocasión, Hannah hasta se atrevió a preguntarle por qué dormía en el sótano. Cuando se instalaron en Amsterdam, Daniel le había cedido una habitación pequeña y sin ventanas en el tercer piso -lo que los holandeses llamaban la habitación del cura-, pero Miguel decía que si quemaba turba hacía demasiado calor y había humo, y si no, hacía demasiado frío, así que se cambió al sótano. Hannah sospechaba que el motivo era otro. La habitación del cura estaba situada justo debajo de la habitación donde ella y Daniel dormían, y los sábados por la mañana, después de que ella y su marido hubieran cumplido con sus deberes conyugales (una de las pocas reglas de los hebreos que Daniel mostraba interés por seguir, al menos hasta que ella quedó encinta), Miguel siempre parecía incómodo y abochornado.

Así que ahora vivía en un sótano húmedo, en una cama armario donde incluso el hombre más pequeño habría de dormir encogido. Por la noche, cuando la marea subía, el agua del canal entraba por las ventanas e inundaba el suelo, pero él seguía prefiriendo aquello a la habitación del cura. Eso cuando no se escabullía por las escaleras hasta la habitación de Annetje.

Hacia el final de aquella triste comida, unos golpes en la puerta vinieron a rescatarlos de su miseria. Resultó ser el parnass, el senhor Parido, el cual entró e hizo una reverencia excesivamente formal. Al igual que su esposo, Parido vestía como portugués, y aunque Hannah se había educado sin pensar nada en particular sobre los hombres que vestían con brillantes colores y llevaban grandes sombreros, allí, en Amsterdam, aquellos ropajes se le antojaban algo ridículos. Aunque al menos Parido iba a un buen sastre, y los llamativos rojos, dorados y azules de sus ropas parecían más adecuados que los de su marido. Parido tenía los hombros anchos y era musculoso, sus rasgos eran duros y sus ojos mortecinos.

Irradiaba una sensación de melancolía que Hannah no había logrado comprender hasta el día que lo vio por la calle, llevando a su único hijo de la mano. El chico tenía la misma edad que ella, pero bamboleaba la cabeza y emitía los mismos sonidos que un mono que una vez viera en un espectáculo ambulante. Parido no tenía más hijos varones, y su esposa ya era demasiado mayor.

Para Daniel la tristeza de Parido nada significaba. Seguramente ni tan siquiera lo habría notado. Daniel solo veía la grandeza de la casa de Parido, lo costoso de sus ropas, el dinero que daba a las casas de caridad. Parido era uno de los pocos hombres de la ciudad, judíos o gentiles, que poseía un carruaje, y guardaba sus propios caballos en unos establos de las afueras. A diferencia de Lisboa, en Amsterdam no se permitían los desplazamientos a caballo, y cada salida requería la aprobación expresa de una cámara del ayuntamiento. Y, aunque el carruaje en realidad no era muy útil, Daniel envidiaba sus relucientes dorados, los asientos acolchados, las miradas de envidia de los que iban a pie. Eso era lo que Daniel quería. La envidia. Quería ser objeto de la envidia de los demás y no sabía cómo conseguirla.

Daniel recibió al parnass en los términos más ceremoniosos que se pueda imaginar. Casi se cayó al levantarse de la mesa para poder corresponder a la reverencia. Y entonces le dijo a Hannah que él y el senhor Parido se retirarían a la sala de recibir. La sirvienta debía llevarles vino -una botella de su mejor portugués- y retirarse inmediatamente antes de que los obsequiara con alguna de sus palabras.

– Tal vez el senhor Lienzo mayor querría acompañarnos -sugirió Parido. Se acarició la barba, la cual siempre llevaba adecuadamente corta y algo afilada, como una versión en pintura de su tocayo.

Miguel levantó la vista de su plato de arenque estofado. Apenas había respondido con un gesto de la cabeza a la reverencia de Parido. Ahora siguió mirando como si no entendiera su portugués.

– Estoy seguro de que mi hermano tiene otras cosas que hacer con su tiempo -sugirió Daniel.

– Sin duda -concedió Miguel.

– Por favor, ¿por qué no nos acompañáis? -volvió a sugerir Parido con una suavidad inusitada. Miguel no podía rehusar sin parecer grosero, y acaso a Hannah le hubiera gustado ver aquello.

En lugar de eso, Miguel asintió bruscamente, como si quisiera sacudirse algo del pelo, y los tres hombres desaparecieron en la sala de recibir.

Hannah había empezado a escuchar a pesar de su determinación de obedecer los deseos de su marido. Un año antes, había descubierto a Annetje, siguiendo con la tradición de las sirvientas holandesas, con la oreja pegada a la pesada puerta de roble de la antecámara. Dentro, la voz nasal de Daniel vibraba, amortiguada e incomprensible, a través de las paredes. Ya no recordaba lo que la moza escuchaba. ¿Daniel con un comerciante? ¿Daniel con un compañero de negocios? O tal vez fuera Daniel con aquel desagradable y pequeño pintor de retratos que, en una ocasión, cuando se quedó a solas con ella, trató de besarla. Ante sus protestas, el hombre dijo que no tenía importancia y que de todas formas era demasiado rolliza para su gusto.

En aquella ocasión, al entrar en el vestíbulo, Hannah se encontró a Annetje con la cara pegada a la puerta y la cofia medio torcida en su afán por escuchar.

Hannah se llevó las manos a las caderas. Y se puso una máscara de autoridad.

– No debieras escuchar de esa forma.

Annetje se apartó un momento de la puerta, y en su pálido rostro de holandesa no apareció ni una sombra de sonrisa.

– No -dijo-. No debiera -y siguió con lo suyo.

Hannah no podía hacer nada, así que pegó también ella la oreja a la puerta.

Ahora oía la voz amortiguada de Parido desde la otra habitación.

– Esperaba poder intercambiar unas palabras con vos.

– Podíais haberlo hecho anoche, os vi en la Talmud Torá.

– ¿Y por qué no había de estar en la sinagoga? -preguntó Daniel-. Es un parnass.

– Por favor, Daniel -dijo Parido con calma.

Un silencio, luego Parido siguió hablando.

– Senhor, solo puedo deciros una cosa: entre nosotros las cosas no han ido bien desde hace un tiempo. Después del asunto de Antonia, vos me enviasteis una nota de disculpa, y en aquel momento yo no mostré ningún interés. Ahora lamento haberme mostrado tan frío. Vuestro comportamiento fue absurdo y desconsiderado, pero no malicioso.

– Estoy de acuerdo -dijo Miguel tras un momento.

– No espero que nos hagamos amigos enseguida, pero desearía que hubiera menos animosidad entre nosotros.

Una breve pausa, luego un sonido, como si bebieran vino. Luego:

– Sentí un particular desasosiego cuando me llevasteis ante el ma'amad.

Parido dejó escapar una risotada.

– Sed honesto y admitid que jamás os he acusado injustamente, y que no habéis sufrido ningún castigo serio. Mis deberes como parnass exigen que guíe el comportamiento de la comunidad y, en vuestro caso, he tratado de mostrar misericordia por el afecto que le tengo a vuestro hermano en lugar de dejarme llevar por el resentimiento y ser cruel.

– Es curioso que jamás se me haya ocurrido.

– ¿Veis? -dijo Daniel-. No tiene interés en reconciliarse.

Parido no pareció hacerle caso.