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– Durante estos dos años hemos estado furiosos el uno con el otro. Sé que no puedo esperar que nos hagamos amigos solo porque yo lo diga. Os pido únicamente que no os esforcéis por aumentar las hostilidades, y yo haré otro tanto; con el tiempo quizá lleguemos a confiar el uno en el otro.

– Aprecio vuestras palabras -dijo Miguel-. Me alegraría mucho si entre nosotros las cosas pudieran ser más fáciles.

– La próxima vez que nos veamos -insistió Parido-, nos encontraremos, si no como amigos, al menos sí como compatriotas.

– Acepto -dijo Miguel, con algo más de cordialidad-. Y agradezco vuestro gesto.

Hannah oyó como si rascaran, sonido de pies acercándose a la puerta, y no se atrevió a permanecer en la sala más tiempo.

A las mujeres no se les informaba de los asuntos de negocios, pero Hannah sabía que durante mucho tiempo Parido había hecho lo posible por perjudicar a Miguel. ¿Podía confiar ahora en la amistad que le ofrecía, viniendo además de una forma tan inesperada? A Hannah le hizo pensar en los cuentos de niños, en brujas que engañaban a los niños para que las siguieran a sus casas prometiéndoles dulces o en duendes que tentaban a viajeros avaros con oro y joyas. Pensó en advertir a Miguel, pero él no necesitaba de sus consejos. Él sabía reconocer muy bien a una bruja o un duende cuando los veía. No lo engañarían tan fácilmente.

4

Aunque tenía asuntos más apremiantes, Miguel visitó a un librero cerca de la Westerkerk y encontró una traducción de un panfleto inglés en el cual se ensalzaban las virtudes del café. El entusiasmo del autor dejaba chico el de Geertruid. El café, decía, prácticamente ha erradicado la peste de Inglaterra. Ayuda a mantener la salud en general y hace que quienes lo beban estén fuertes y rollizos; ayuda a la digestión y cura la consunción y otros males del pulmón. Es bueno para los humores, aun la sangre, y se conoce que ha sanado ictericias y toda suerte de inflamaciones. Además, escribía el inglés, proporciona a quien lo bebe una asombrosa capacidad de razonamiento y concentración. En los años venideros, aquel que no tome café difícilmente puede esperar competir con un hombre que haga acopio de sus poderes secretos.

Más tarde, en su sótano de la casa de Daniel, Miguel hubo de contenerse para no coger una jarra de peltre y arrojarla contra la pared. ¿Debía dedicar su atención al café o al brandy?¿Podía separar las dos cosas? El negocio del brandy lo arrastraba hacia el fondo como arrastra un peso a un hombre que se ahoga, pero acaso el café lo ayudara a salir de nuevo a la superficie.

Como hacía cada vez con más frecuencia, se volvió a su colección de panfletos buscando consuelo. Desde su llegada a Amsterdam, Miguel había descubierto que tenía gran aprecio por las aventuras españolas, las traducciones de roman francés, los maravillosos relatos de viajes y, sobre todo, los salaces cuentos de crímenes. De tales relatos de bandidos y asesinos, Miguel tomaba mayor deleite en los que narraban las aventuras de Pieter el Encantador, astuto bandido de cuyos engaños habían sido víctimas durante años los necios ricos de Amsterdam y sus alrededores. Fue Geertruid quien le diera a conocer las aventuras de este héroe canallesco que, junto con su esposa, la comadre Mary, encarnaba la astucia de los holandeses. Ella leía estos panfletos con entusiasmo, en ocasiones para su lacayo Hendrick o para los hombres de la taberna, que reían y silbaban y brindaban por el tal ladrón. ¿Eran ciertas aquellas historias? ¿Eran meras ficciones, como la historia de Don Quijote? ¿O estarían acaso entre una cosa y la otra?

De primero, Miguel se había resistido al encanto de estas historias. En Lisboa nunca se había molestado en atender a aquellos increíbles relatos sobre asesinos y ejecuciones, y ahora las lecciones de la Torá eran lectura suficiente. Pero Pieter el Encantador lo había cautivado; Miguel había sucumbido al curioso ensalzamiento del carácter tramposo del bandido. En Lisboa, los conversos siempre hubieron de mostrarse falaces por necesidad, aun quienes abrazaron el cristianismo. Un cristiano nuevo podía ser traicionado en cualquier momento por una víctima de la Inquisición. Miguel mismo mentía con frecuencia, ocultaba detalles sobre su persona, había comido cerdo en público; lo que fuera con tal de evitar que su nombre llegara a labios de algún preso. El engaño siempre había sido una carga; en cambio Pieter el Encantador se solazaba en sus astucias. Miguel estaba encantado pues, al igual que el bandido, él quería ser un embaucador, no un mentiroso.

Aquella noche trató de sumergirse en uno de sus relatos favoritos, el de un rico burgués que, seducido por la belleza de la comadre Mary, tramaba poner los cuernos a Pieter. Mientras ella lo distraía con su astucia y sus malas artes, Pieter y sus hombres se llevaban todas las posesiones del burgués. Después de echar al burgués de su propia casa, Pieter y Mary abrían la despensa del hombre a la gente del pueblo y permitían que disfrutaran a costa de sus riquezas. Y así, a su manera, Pieter el Encantador aplicaba la justicia del pueblo llano.

Después de cerrar el pequeño volumen, Miguel seguía cavilando sobre el brandy y el café.

Aquella tarde Miguel recibió una carta del usurero Alonzo Alferonda, con quien mantenía una cauta amistad. Alferonda tenía fama de ser hombre peligroso -en Amsterdam, decenas de deudores ciegos y cojos lo atestiguaban-, de forma que a Miguel se le hacía difícil reconciliar a las tullidas victimas de Alferonda con aquel hombre rollizo y jovial a quien tenía por amigo, aun cuando no debiera. El ma'amad hubiera podido destruirlo por relacionarse con un hombre a quien había expulsado, pero era tal el contento que sentía en la compañía de Alferonda que difícilmente hubiera podido dejarla de lado. Aun exiliado, poseía conocimientos e información, y jamás vacilaba a la hora de compartirla con otros.

Unos meses atrás, Miguel había mencionado un rumor que había llegado a sus oídos, del que Alferonda se había ofrecido a averiguar lo que pudiere. Ahora decía haber descubierto algo importante y solicitaba hablar con él… un asunto siempre delicado, pero que no había de ser problema si actuaban con precaución. Miguel le escribió a Alferonda sugiriendo que se reunieran en la taberna de café, lugar que descubrió preguntando a unos hombres, conocidos suyos del negocio de las Indias Orientales.

Miguel solo sabía que el lugar estaba situado en el Plantage, que se extendía hacia el este desde el Vlooyenburg, entre interminables paseos que atravesaban jardines de setos recortados en caprichosas figuras. Rectos senderos cruzaban los paseos, que abarrotaban por igual encumbrados y humildes. Los burgomaestres habían dispuesto que ningún edificio permanente se construyera en aquellos terrenos un verdes, de suerte que allí todas las estructuras estaban hechas de madera y podían ser desmontadas en cualquier momento si la ciudad así lo decidía. En las noches agradables, el Plantage se convertía en un jardín de los placeres para quien tuviere el dinero y la inclinación. Las gentes podían pasear entre bandas de violinistas y hombres que tocaban el pífano. En los senderos bien iluminados, los había que habían instalado mesas y servían cerveza, salchichas, arenques o queso; en edificios que apenas si eran simples chozas se podían adquirir manjares algo más carnales.

Miguel encontró el lugar con ciertas dificultades después de pedir razón a varios propietarios. Finalmente llegó al que sospechaba que era el edificio, una miserable estructura de madera bastante despareja que no parecía lo bastante recia para aguantar ni una tormenta. Miguel se encontró con la puerta cerrada, pero el tendero de un burdel cercano le aseguró que ese era el sitio así que Miguel llamó con fuerza.

Casi al punto se abrió una rendija en la puerta, y Miguel se encontró mirando a un turco de piel oscura con un turbante amarillo. El hombre no dijo nada.

– ¿Es esta la taberna de café? -preguntó Miguel.