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– ¿Quién sois? -gruñó el turco en un holandés confuso.

– ¿Es una taberna privada? No lo sabía.

– No he dicho que lo fuera. Ni que no lo fuera. Solo he preguntado quién sois.

– No sé si mi nombre os dirá algo. Soy Miguel Lienzo.

El turco asintió.

– El amigo del senhor Alferonda. Podéis pasar. Los amigos del senhor Alferonda siempre son bien recibidos aquí.

¿Amigo del senhor Alferonda? Ignoraba que Alferonda supiera de la existencia del café, pero se conoce que era persona conocida entre los mahometanos. Miguel siguió al turco al interior, el cual destacaba tan poco como el exterior: un suelo húmedo de tierra, y unas toscas mesas y sillas. Enseguida se sintió abrumado por el olor a café, mucho más intenso y cargado que el que se percibía en la taberna del primo de Geertruid. Sentados en la media docena aproximada de bancos, una extraña combinación de hombres: turcos con turbantes, marineros holandeses, un batiburrillo de extranjeros… y un judío. Alonzo Alferonda estaba dialogando con un turco alto vestido con túnica azul. Viendo que Miguel se acercaba, susurró algo y el turco se fue.

Alferonda se puso en pie para saludar a Miguel, aun cuando con ello no hizo sino subrayar su escasa estatura. Era hombre rechoncho de rostro ancho y ojos grandes que se ocultaban tras de una espesa barba negra que empezaba a encanecer. A Miguel le resultaba difícil creer que alguien pudiera temblar ante aquel rostro gordito. Una noche habían estado bebiendo juntos en una taberna y estaban caminando cerca de los muelles cuando dos ladrones salieron de pronto de un callejón, esgrimiendo sus cuchillos, para robarles la bolsa. Uno de ellos miró a Alferonda y a continuación se escabulleron como gatos asustados.

– Me sorprende que me hayáis pedido que nos encontremos aquí -dijo Alferonda-. Ignoraba que supierais nada del café.

– Lo mismo puedo decir de vos. Acabo de enterarme. Quería ver cómo es una taberna de café.

Alferonda indicó con el gesto que tomaran asiento.

– No es gran cosa, pero consiguen buenos frutos, y la demanda es lo bastante baja para que nunca se queden sin provisiones.

– Pero ¿hay ocasiones en que el suministro es escaso?

– Puede ser. -El usurero estudió a Miguel-. El café está bajo el control de la Compañía de las Indias Orientales y, puesto que en Europa no hay apenas demanda, la Compañía no importa mucho. Comercia con este fruto principalmente en Oriente. ¿A qué se debe vuestro interés por los suministros?

Miguel no hizo caso de su pregunta.

– Olvidaba que habíais vivido en Oriente. Conocéis el café, claro.

El hombre extendió las manos.

– Alferonda ha vivido en todas partes y tiene contactos en todas partes, que es el motivo por el que lo buscáis.

Miguel sonrió por la insinuación.

– ¿Tenéis información?

– Una información excelente.

Miguel había pedido a Alferonda que indagara sobre un rumor que había llegado a sus oídos sobre la participación de Parido en un inminente negocio con el aceite de ballena. No estaba seguro de si debía seguir con aquello, puesto que oponerse al parnass en asuntos de negocios podía resultar peligroso. Aun así, pensaba Miguel para sí, él solo buscaba información. No era menester que hiciera uso de ella.

– Ciertamente teníais razón sobre Parido -empezó diciendo Alferonda-. Tiene un espía en la Compañía de las Indias Orientales.

Miguel arqueó las cejas.

– Pensaba que tal cosa superaría aun sus ambiciones.

– La Compañía no es tan poderosa como quiere haceros creer. En ella el oro hace igual función que en todas partes. Parido ha sabido que piensan adquirir grandes cantidades de aceite de ballena para venderla en Japón y Catai, pero estos hombres de la Compañía pueden permitirse esperar a qué el precio caiga, pues saben que últimamente la producción ha ido aumentando de forma continuada. Parido ha estado reuniendo con gran sigilo aceite de ballena en otras bolsas -un poquito aquí y un poquito allá, ya me entendéis- y espera poder inundar el mercado con la suficiente lentitud para hacer descender los precios sin despertar sospechas. Entretanto, él y sus asociados también están adquiriendo opciones de compra, las cuales les permitirán asegurar los bajos precios.

Miguel dejó escapar un suspiro.

– No soy amigo de ese hombre, pero estoy impresionado. Llegará un momento en que la Compañía de las Indias Orientales decidirá que el precio está lo suficientemente bajo para comprar y abastecer sus almacenes, y cuando esto suceda el precio subirá. Y mientras, la asociación de Parido tiene las opciones de compra, que les permiten comprar al precio que ellos mismos han bajado de forma artificial y volver a vender por el precio inflado. -Las asociaciones comerciales manipulaban los mercados continuamente, pero aquel plan, comprar en otras bolsas para crear un mercado con el fin de tentar a un comprador, superaba cualquier argucia que Miguel hubiera oído-. ¿Y cómo habéis averiguado todo esto?

Alferonda se atusó la barba.

– Todo lo que se sabe se puede averiguar. A vos os llegan rumores sobre el aceite de ballena, yo hago algunas preguntas y pronto todo se desvela.

– ¿Cuándo tendrá lugar este negocio?

– El mes que viene, entre el próximo día de cuentas y el siguiente. No es menester que diga nada, pero como amigo debo advertiros que actuéis con cautela. Podéis hacer negocio aprovechando el plan de Parido. Le molestará que os hayáis aprovechado de su trabajo, pero eso no tiene importancia. Sin embargo, no le agraviéis en nada que pueda saber, pues de lo contrario jamás os perdonará.

– Debéis de tenerme por persona despreciable para advertirme algo así -dijo Miguel con buen humor.

– No, no despreciable, pero detestaría ver que un exceso de entusiasmo da al traste con vuestras ambiciones. Bien, yo ya he adquirido aceite de ballena al precio bajo y os sugiero que hagáis otro tanto lo antes posible.

– El asunto habrá de esperar hasta después de este día de cuentas. Para entonces espero tener algunas monedas a mi nombre.

Un turco les puso dos pequeños cuencos delante. Eran más pequeños que ningún recipiente que Miguel hubiera visto, y contenían un líquido negro y espeso como el fango.

– ¿Qué es esto?

– Es café. ¿Aún no lo habéis probado?

– Lo he hecho -dijo Miguel tomando el cuenco y acercándolo a una lámpara de aceite-, pero se me hace que era muy distinto de este.

– Esta es la manera en que lo beben los turcos. Lo hierven tres veces en un cazo de cobre y lo destilan. En su tierra, a menudo lo sirven con gran boato. Pero los amsterdameses no tienen tiempo para ceremonias. Tened cuidado. Dejad que el polvo se asiente en el fondo.

– La vez anterior -dijo Miguel observando el brebaje con escepticismo-, estaba hecho con leche. O vino dulce. Ahora no lo recuerdo.

– Los turcos creen que combinar café y leche es causa de lepra.

Miguel se rió.

– Espero que no. Parece que sabéis mucho del café. ¿Qué más podéis decirme?

– Puedo hablaros de Kaldi, el cabrero abisinio.

– No tengo especial interés por los cabreros.

– Pues yo creo que esto os interesará. El tal cabrero vivió hace bastante tiempo, cuidando de sus rebaños en las colinas de Abisinia. Una tarde, el hombre echó de ver que sus cabras estaban más animadas que de ordinario, brincaban, se levantaban sobre las patas traseras, cantaban sus cantos de cabra. Kaldi las vigiló durante varios días y vio que cada vez estaban más animadas. Corrían y jugaban y brincaban cuando hubieran debido dormir. Cantaban y bailaban en vez de comer.

»Kaldi estaba convencido de que un demonio había poseído a las cabras, pero se armó de valor y las siguió, esperando poder ver a escondidas a aquel demonio. Al día siguiente observó que las cabras se acercaban a un extraño arbusto y, después de comer de él, dieron de nuevo en brincar. Kaldi comió unas pocas bayas y al poco no pudo tenerse de modo que se puso a bailar con las cabras.