»Dio la casualidad de que en aquel momento un hombre santo pasaba por allí y preguntó a Kaldi el motivo de aquel comportamiento suyo. Él explicó que había comido el fruto del arbusto y que lo había llenado de un vigor desconocido. Así que el hombre santo, que era persona de natural anodino, tomó algunas bayas y se las llevó consigo a su casa. Le mortificaba que sus discípulos se amodorraran durante sus clases, de modo que preparó una infusión con aquellas bayas y se la hizo beber antes de las clases. Pronto se le conoció en todos los confines del mundo de los mahometanos por ser hombre que podía dar sermones del alba hasta el anochecer sin que sus discípulos se durmieran.
Por un momento, Miguel guardó silencio.
– Es muy interesante. Pero yo quería saber cómo está ahora el negocio del café, no cómo funciona entre los cabreros abisinios.
Alferonda arqueó una ceja.
– Fuera de Oriente no existe un comercio de café importante, y lo controla la Compañía de las Indias Orientales. No queda gran cosa para los demás.
– Pero me estáis hablando de Oriente. Quizá el café podría interesar a los europeos. Yo, personalmente, no tengo mucho aprecio por el sueño pues lo considero una pérdida de tiempo. Si en vez de dormir pudiera tomar café, sería una alegría.
– Algún día tendríais que dormir -dijo Alferonda-, pero os entiendo. El hombre que prueba el café acaba apreciándolo por encima de todas las cosas. He oído que entre los turcos la mujer puede divorciarse de su marido si no le proporciona el suficiente café. Y las tabernas de café de Oriente son lugares extraños. Allí la bebida se combina con poderosas medicinas, como el extracto de adormidera, y los hombres acuden a estos lugares buscando el placer de la carne.
Miguel miró en derredor.
– No veo nada placentero aquí.
– Los turcos no exponen a las mujeres en lugares públicos como una taberna de café. Los placeres por los que se paga en esos lugares tienen que ver con mozuelos, no con hembras.
– Una forma bien curiosa de hacer las cosas -comentó Miguel.
– Para nosotros, pero ellos disfrutan. En cualquier caso, debéis mantenerme informado de vuestro interés por el café. Si puedo ayudaros en algo, contad conmigo. Pero recordad, debéis ser cauto. El café es una bebida que hace brotar fuertes pasiones en el hombre, y pudiera ser que desatarais grandes fuerzas si jugáis con él.
Miguel se bebió el resto del cuenco, tragando un poco del poso del fondo que se le pegó en el paladar desagradablemente.
– Sois la segunda persona que me previene contra el café -le dijo a Alferonda, mientras se limpiaba la boca con la manga.
El usurero ladeó la cabeza.
– Detesto ser el segundo en nada. ¿Quién fue el primero?
– Mi hermano, si podéis creerlo.
– ¿Daniel? Razón de más para seguir adelante si él lo desaconseja. ¿Qué os dijo?
– Solo que es peligroso. De alguna forma sabe que tengo interés por el café. Dijo haberme oído musitar estando ebrio, pero no sé si debo creerle. Creo más bien que habrá estado revolviendo mis cosas.
– Yo no prestaría atención a sus consejos. Vuestro hermano, y perdonadme si os lo digo, no tiene más luces que el hijo tonto que Parido tiene encerrado en su desván.
– Me pareció raro. Me pregunto si sabe que he estado pensando en el negocio del café y quiere que abandone por despecho. No le gusta que goce de su sirvienta.
– Oh, una mozuela bonita. ¿Le tenéis aprecio?
Miguel se encogió de hombros.
– Supongo. Le tengo aprecio a sus tirabuzones -dijo con aire ausente. En realidad, a Miguel se le antojaba un tanto impertinente, pero fue ella quien lo buscó primero, y Miguel sabía desde muy chico que nunca había de desairarse a una sirvienta inflamada de deseo.
– Aunque no tanto como su señora, ¿eh?
– Cierto. A mi hermano no le gusta la forma en que le hablo.
– ¡Oh! -El rostro de Alferonda se distendió en una amplia sonrisa-. ¿Y qué forma es esa?
Miguel tuvo la sensación de haber caído en una trampa.
– Es una joven agradable. Hermosa, despierta, pero Daniel nunca tiene una palabra amable para ella. Creo que toma gran deleite en las pocas ocasiones en que puede dialogar conmigo.
Alferonda movía las cejas y las aletas de sus narices se hinchaban.
– A mí, personalmente, me pareció una sabia decisión cuando los rabinos revocaron el mandamiento en contra del adulterio.
– No seáis necio -dijo Miguel, volviéndose para ocultar el rubor del rostro-. Solo me da pena.
– Sé que Miguel Lienzo ha tenido tratos con bellas mujeres y nunca ha llegado a mis oídos que ello fuera motivo de cuitas.
– No tengo intención de ayuntarme con la mujer de mi hermano -dijo-. De todos modos, es demasiado virtuosa para consentirlo.
– Que Él, alabado sea, os ayude -dijo Alferonda-. Cuando un hombre protesta de la virtud de una fémina, significa que ya la ha tomado o que mataría por hacerlo. Yo diría que es una buena forma de vengaros de vuestro hermano por su mal temperamento.
Miguel abrió la boca para protestar, pero no dijo nada. Las justificaciones son para quien tiene culpa y, desde luego, él no había hecho nada malo.
de
Las reveladoras y verídicas memorias
de Alonzo Alferonda
Llevaba ya un tiempo ejerciendo mi oficio con cierta fortuna cuando un mercader tudesco se me acercó con una propuesta que se me antojó lucrativa y gratificante. En los últimos años, la presencia de los tudescos, los judíos del este de Europa, se hacía notar cada vez más en Amsterdam, lo cual no era del todo del agrado del ma'amad. Si bien los judíos de la Nación Portuguesa contaban con gran cantidad de mendigos, también teníamos entre nosotros buen número de prósperos mercaderes que podían permitirse el lujo de la caridad. Nuestra comunidad había llegado a un acuerdo con el burgomaestre: nosotros formaríamos una ciudad aparte, nos ocuparíamos de nuestros propios mendigos y de no abrumarlos a ellos con ninguna carga. Así pues, podíamos atender a nuestra gente, pero entre los tudescos pocos eran los que tenían una fortuna importante, y los más de ellos eran gentes desesperadamente pobres.
Nuestras barbas y los llamativos colores con los que vestíamos nos hacían diferentes de los holandeses, pero nosotros teníamos esta diferencia por cosa digna. Un hebreo de Portugal no podía ir a ningún sitio, por bien recortada que llevara su barba o apagadas que fueran sus ropas, sin que se le reconociera como tal, pero el ma'amad consideraba que nuestros mercaderes eran nuestros embajadores. Era como si, con nuestra sola apariencia, dijéramos: «Miradnos. Somos diferentes, pero somos gente valiosa con quien podéis compartir vuestra tierra». Y, lo que es más importante, ellos podían mirar a nuestros pobres y pensar: «Ah, estos judíos alimentan y visten a sus mendigos, liberándonos de esa carga. No son mala gente».
De ahí el problema de los tudescos. Habían oído que Amsterdam era un paraíso para los judíos, de suerte que llegaron a nuestra ciudad desde Polonia, Alemania, Lituania y otros lugares semejantes donde se les maltrataba. En especial, yo había oído decir que Polonia era tierra de terribles tormentos y crueldades indecibles: hombres a quienes se obligaba a mirar mientras se abusaba de sus esposas e hijas, niños metidos en sacos y arrojados a las llamas, eruditos enterrados vivos con sus familias asesinadas.
Sin duda, los parnassim simpatizaban con estos refugiados, pero se habían acostumbrado a las comodidades de Amsterdam y, como suele suceder con los ricos de todas las naciones y creencias, no deseaban sacrificar su bienestar a favor del bienestar de otros. No les faltaba razón, pues temían que en el futuro las calles de Amsterdam se llenarían de mendigos, rameras y ladrones judíos, lo que sin duda envenenaría la buena voluntad de los holandeses. Por tanto, el ma'amad decidió que la comunidad tudesca acaso sería de más fácil manejo si su número se mantenía pequeño.