Mientras bebía, Geertruid explicó que aquellos hombres se dedicaban a descubrir los nombres de la gente que invertía en determinados barcos. Entonces les seguían y contaban alguna historia cuando sabían que la persona les oiría. Luego solo necesitaban un poco de palabrería y convencían incluso al más desconfiado para que se desprendiera de sus acciones.
– Es la necesidad de actuar deprisa lo que desarma a las víctimas -le dijo Geertruid-. Yo tenía que tomar una decisión en aquel momento o sufrir las consecuencias, y no podía soportar la idea de haber podido evitar el desastre y no haberlo hecho por mi indecisión. Como se suele decir, el perro paciente se come el conejo, el que tiene prisa pasa hambre.
Miguel se sintió cautivado por las maneras espontáneas de Geertruid, a la vez masculinas y seductoras. La mujer le contó que su marido, el cual nunca la había tratado bien, había muerto, dejándola en una acomodada situación y, aun cuando la mayor parte de su dinero estaba comprometido en pequeñas inversiones, disponía de algunos florines con los que jugar.
Aunque Miguel y Geertruid hablaban con frecuencia, bebían y fumaban juntos, había muchas cosas que Miguel seguía sin entender sobre la viuda. La mujer callaba casi todo lo que tenía que ver con su vida. Ni siquiera sabía en qué parte de la ciudad vivía. Ella le pedía que hiciera de corredor, pero solo con pequeñas cantidades, sin duda mucho menos de lo que tenía a su disposición. Y desaparecía durante semanas, sin avisar nunca a Miguel ni darle explicaciones cuando regresaba. Flirteaba continuamente con él, acercándose mucho cuando hablaban, permitiendo que tuviera una buena panorámica del canalillo de sus pechos, cautivándolo con sus palabras lascivas y ambiguas.
Una noche de verano, los dos habían bebido mucho y se habían mojado a causa de un chaparrón repentino; entonces Geertruid se inclinó para susurrarle alguna nadería al oído y Miguel la besó con fuerza en la boca, chocando los dientes con los de ella a la par que trataba de meter una mano entre sus pechos. Geertruid se liberó de sus brazos y dijo una pequeña ocurrencia, pero quedó claro que Miguel había sobrepasado una línea que Geertruid no deseaba que volviera a cruzar. La próxima vez que vio a Miguel, le entregó un pequeño volumen como regalo: 't Amsterdamsch Hoerdom, una guía de las rameras y casas de citas de la ciudad. Él le dio las gracias con buen humor, pero por dentro sintió más humillación que por su bancarrota así que se prometió no volver a sucumbir nunca a sus coqueteos estúpidos.
Y además estaba el asunto de Hendrick, un hombre unos quince años más joven que ella. Geertruid lo llevaba casi siempre a su lado. A veces él se sentaba en otra parte en las tabernas en tanto ella hablaba con hombres de negocios, pero siempre sin quitarle un ojo de encima, como un perro de caza medio dormido. ¿Era su amante, su sirviente o alguna otra cosa que Miguel no acertaba a imaginar? Ella nunca lo aclaraba, y esquivaba sus preguntas con tal gracia que hacía ya tiempo que Miguel había dejado de preguntar.
Con frecuencia, cuando se encontraban, Hendrick se escabullía, dedicando una mirada furiosa a Miguel antes de marcharse a donde fuera que un hombre como él hubiera de ir. Pero jamás actuaba con resentimiento. Llamaba a Miguel «judío», como si lo tuviera por una gran astucia o una muestra de la amistad privada que los unía. Y le daba palmadas en la espalda, lo bastante fuertes como para que pareciera más que un gesto amistoso. Pero cuando los tres se sentaban juntos, si Miguel callaba o cavilaba en sus cuitas, siempre era él quien trataba de sacarlo de su silencio, era él quien se ponía a entonar una canción obscena o a contar algún relato pícaro, a menudo sobre sí mismo, como aquella ocasión en que contó que había estado a punto de ahogarse en un montón de bostas de caballo. Si a Miguel le hubiera sucedido algo así, jamás lo hubiera contado, ni aun para animar al Mesías.
A Miguel le molestaba la negativa de Geertruid a hablar sobre su relación con Hendrick, pero entendía que era una mujer capaz de guardar secretos y que esa era una cualidad que no debía tenerse en poco. Ella sabía que su amistad podría acarrearle a Miguel problemas con el ma'amad, por eso no solía frecuentar las tabernas donde los judíos se reunían… y si alguna vez lo hacía, fingía no conocer a Miguel. Ciertamente, en una o dos ocasiones se le había visto hablar con ella en términos algo íntimos, pero ahí precisamente estaba la ventaja de que fuera mujer… era invisible para los hombres de la Nación. Si acaso la veían, se imaginaban que era la ramera de Miguel; un par de veces incluso habían hecho chanza a propósito de que le gustaban las holandesas maduritas.
6
Miguel llegó a la plaza del Dam un cuarto de hora antes del mediodía, momento en el que se abrían las puertas de la Bolsa. El bullicio de las transacciones ya había empezado a resonar entre las paredes de los edificios circundantes. Los burgomaestres habían limitado las horas del comercio de las doce a las dos, pues las cofradías se quejaban de que tanto alboroto alteraba la marcha de los talleres de toda la ciudad. Una acusación absurda, en opinión de Miguel. El sonido del comercio era un afrodisíaco monetario; movía a los hombres a vaciar su bolsa. Si sus horas fueran el doble, acaso fuera la ciudad doblemente rica.
Miguel se deleitaba en el entusiasmo que se extendía por toda la plaza en los momentos que precedían a la apertura de la Bolsa. Las conversaciones bajaban de tono hasta convertirse en murmullos. Cientos de hombres a la expectativa como los participantes de una carrera esperando una señal para echar a correr.
Por todo el Dam, los buhoneros pregonaban sus panes, pasteles y toda suerte de fruslerías a la sombra de las grandes maravillas de la plaza: el imponente y macizo ayuntamiento, elevándose como una catedral laica; la Nieuwe Kerk y la Bolsa, y la Casa del Peso, insignificante en comparación con el resto. A lo largo del Damrak, los pescaderos pregonaban a voces el precio de sus mercancías en el abarrotado mercado, las rameras pronunciaban sus versos buscando amorosos inversores; prestamistas que operaban al margen de la ley andaban en busca de los desesperados; vendedores de fruta y verduras empujaban sus carretas a través de un laberinto de mercaderes ansiosos por gastar un dinero recién adquirido en objetos brillantes, jugosos o de vivos colores. Los tenderos bromeaban animadamente con mercaderes previstos de abultadas bolsas, y las mujeres trataban de seducirlos con una palabrería tan obscena que aun Miguel se ruborizaría de oírlas.
Entre los corredores y especuladores holandeses se estilaban las ropas negras como las que Miguel solía vestir, una evidente muestra de la austera influencia de los calvinistas. Los predicadores de la Iglesia Reformada decían que las ropas llamativas y de vivos colores eran muestra de vanidad, y por ello en Amsterdam los hombres vestían de riguroso negro, aun cuando especiaban el lóbrego conjunto con buenas telas, caros encajes, cuellos de seda y costosos sombreros. En ocasiones, el mar de negro se veía salpicado por la chispa de un judío de Iberia vestido de rojo o azul o amarillo, o un osado holandés católico que vestía con los colores que le apetecían. En otros lares, las gentes miraban con recelo cuantas ropas les fueren desconocidas, pero en Amsterdam había tantos extranjeros que las más de las veces los ropajes distintos se miraban con admiración, no se ridiculizaban. A Miguel, la holandesa se le antojaba la más curiosa de las razas… una combinación perfecta de creencia protestante y ambición.
Mientras observaba a la muchedumbre, Miguel echó de ver que un sujeto con aire de desesperación iba directo hacia él. Pensó que acaso fuera un tendero insignificante, enzarzado en una riña con un Chente, pero cuando se apartó para dejarlo pasar, el rufián siguió con la vista clavada en él.