7
Hubiera debido saber que no debía pararse, pues en el momento en que dejó de moverse se vio asaltado por una docena de negociantes de baja estofa determinado cada uno de ellos a poner a prueba los límites de su gratitud.
– ¡Senhor Lienzo! -Un hombre a quien apenas conocía estaba a escasos pasos, casi gritando-. ¡Permitidme un momento para hablar de un cargamento de cobre procedente de Dinamarca!
Un segundo comerciante empujó al primero a un lado.
– Buen senhor, sois la única persona a quien podría confiar esto, pero tengo motivos para creer que el precio del comino cambiará drásticamente en los próximos días. Pero ¿subirá o bajará? Venid conmigo y sabréis más.
Un joven negociante con ropas portuguesas, que no habría ni veinte primaveras, trató de apartarlo de la multitud.
– Quiero explicaros cómo se ha extendido en los últimos tres meses el mercado del sirope.
Tras su inquietante encuentro con Joachim, Miguel no estaba de humor para aquellos carroñeros. Los había de todas las procedencias y naciones, pues la hermandad de la desesperación no sabe de lenguas ni fronteras, solo de la voluntad de sobrevivir saltando de un precipicio al siguiente. Miguel estaba tratando de abrirse paso cuando vio que su hermano se acercaba, acompañado por el parnass Salomão Parido. Detestaba que Daniel y Parido lo vieran en tan deshonrosa compañía, pero no podía escapar, puesto que lo habían visto. Todo es saber estar, se dijo entre sí.
– Caballeros, caballeros -dijo al cúmulo de infortunados-, se equivocan si creen que soy persona a quien interese hacer negocios con ustedes. Buenos días tengan.
Se adelantó a empellones y casi topó con su hermano, que estaba a escasos pasos.
– Te he estado buscando -dijo Daniel, quien, desde la caída del azúcar, no se había dignado ni mirar a su hermano durante las horas de Bolsa. Ahora estaba muy cerca, y se inclinaba hacia él para no tener que gritar ante la algarabía del lugar-. Sin embargo, debo decir que no esperaba verte haciendo tratos con gente tan miserable.
– ¿Qué es lo que desean, caballeros? -preguntó él, dirigiendo su atención sobre todo a Parido, que hasta el momento guardaba silencio. El parnass había tomado por costumbre aparecer con demasiada frecuencia para su gusto.
Parido hizo una reverencia.
– Vuestro hermano y yo hemos estado hablando de vuestros asuntos.
– Sin duda El me ha bendecido, cuando tan grandes hombres dedican su tiempo a discutir mis asuntos -dijo Miguel.
Parido pestañeó.
– Vuestro hermano mencionó que teníais dificultades. -Y esbozó media sonrisa, aunque no por ello pareció menos agrio.
Miguel lo miró con frialdad, sin saber muy bien cómo responder. Si ese necio hermano suyo había estado hablando del café otra vez, lo estrangularía allí mismo.
– Creo -dijo- que mi hermano no está tan bien informado de mis asuntos como él quisiera.
– Sé que aún recibes cartas de ese hereje de Alferonda -dijo Daniel alegremente, como si ignorara que estaba revelando una información que podía poner a Miguel bajo el cherem.
Parido negó con la cabeza.
– Vuestra correspondencia no es de mi incumbencia, y creo que vuestro hermano, en su afán por ayudaros, habla de asuntos familiares que es mejor callar.
– En eso estamos de acuerdo -dijo Miguel con cautela. ¿Qué significaba aquella inusitada generosidad? Cierto que la ira de Parido parecía haberse apaciguado un tanto desde que Miguel perdió dinero por la caída del azúcar. Ya no se acercaba a los mercaderes -a veces incluso cuando Miguel estaba hablando con ellos- para aconsejarles que pusieran sus asuntos en manos de un corredor más honrado. Ya no dejaba una estancia simplemente porque Miguel entraba en ella. Ya no se negaba a hablar con Miguel cuando Daniel invitaba al parnass a comer.
Sin embargo, Parido podía encontrar otras formas de hacerle daño. Se mofaba abiertamente de él con sus amigos, desde el otro extremo del Dam, señalando y haciendo muecas como si fueran mocetes. ¿Y ahora quería que fueran amigos?
Miguel no se molestó en disimular sus dudas, pero Parido se limitó a encogerse de hombros.
– Creo que mis acciones os parecerán más convincentes que ninguna sospecha. Venid a dar una vuelta conmigo, Miguel.
No tuvo más remedio que ir.
Los problemas de Miguel con el parnass empezaron cuando aceptó el consejo de su hermano de tomar a Antonia, la única hija de Parido, por esposa. Casi habían pasado dos años y en aquel entonces Miguel era un próspero mercader, de suerte que se le antojó que la joven sería una buena esposa y que con el casamiento podría afianzar la posición de la familia en Amsterdam. Daniel ya estaba casado, por lo que no podía entrar personalmente en la familia de Parido, pero Miguel sí. Llevaba demasiado tiempo sin esposa, le decían las esposas del Vlooyenburg, y Miguel ya estaba harto de casamenteras. Además, Antonia aportaría una buena dote y podría contar con los contactos comerciales de Parido.
No había motivo para que Antonia le desagradara, pero lo cierto es que tampoco le gustaba. Era una mujer hermosa, aun cuando estar con ella no se le hacía experiencia particularmente hermosa. Miguel había visto un retrato en miniatura de ella antes de conocerla y se había sentido muy complacido, pero si bien guardaba parecido, el pintor había dado a sus rasgos mayor animación de la que les diera la naturaleza. Miguel se sentaba en la sala de recibir de Parido, tratando de entablar conversación con la joven, que no lo miraba a los ojos, que no preguntaba nada que no estuviera directamente relacionado con la comida o la bebida que traían los sirvientes y no podía contestar nada que no fuera «Sí, senhor» o «No, senhor». Miguel pronto sintió curiosidad por hacer chanza con ella, y dio en preguntarle cuestiones relacionadas con la teología, la filosofía y el conservadurismo político del Vlooyenburg. Y las preguntas resultaron en el mucho más interesante «No sabría deciros, senhor».
Miguel sabía que no debía complacerse en torturar a su futura esposa, pero no había muchas más cosas interesantes que hacer con ella. ¿Cómo sería estar casado con una mujer tan insulsa? Sin duda podía moldearla para que fuera más de su agrado; enseñarle a decir lo que pensaba, a tener opiniones, puede que incluso a leer. De todos modos, una esposa solo sirve para dar hijos y mantener en orden la casa. La alianza con el patrón de su hermano sería buena para sus negocios y, si la mujer no servía para otras cosas, había rameras de sobras en Amsterdam.
Así pues, con toda la intención de ceñirse a su promesa, Miguel había sido sorprendido por Antonia en la habitación de su doncella… él con las calzas bajadas, ella con las faldas subidas. La impresión de entrar en la habitación y encontrarse mirando las posaderas desnudas de Miguel fue tal que Antonia se desmayó con un chillido, golpeándose al caer la cabeza contra la puerta.
El matrimonio ciertamente se arruinó, pero la desgracia podía haberse evitado, y Miguel consideraba que si el incidente se había convertido en escándalo había sido por culpa de Parido. Miguel le mandó una extensa carta pidiendo su perdón por haber abusado de su hospitalidad y haber provocado sin querer una situación tan embarazosa.
No puedo pediros que no penséis más en estos hechos o que los apartéis de vuestra mente. Lo único que os pido es que me creáis cuando digo que jamás quise haceros daño ni a vos ni a vuestra hija, y espero que algún día podré demostraros el grado de mi respeto y arrepentimiento.