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Parido contestó con algunas líneas bruscas:

No os esforcéis por volver a poneros en contacto conmigo. No me importa en absoluto lo que vos consideréis respeto o cómo planeéis vuestro parco arrepentimiento. De ahora en adelante habremos de estar enfrentados en todas las cosas.

La carta, para deleite de las comadres del Vlooyenburg, no significó el final del conflicto. La doncella, según se supo muy pronto, estaba encinta, y Parido insistió públicamente en que Miguel mantu viera a la criatura una vez naciera. Parido tenía al pueblo de su parte porque había tenido las calzas bien puestas durante todo el asunto, así que durante una semana Miguel hubo de soportar que las viejas lo abuchearan y le escupieran, y que los niños le tiraran huevos podridos a la cabeza. Pero Miguel no estaba dispuesto a admitir las acusaciones. La experiencia le había enseñado un par de cosillas sobre la forma de hacerse los niños y sabía que ese niño no podía ser suyo. Se negó a pagar.

Parido, pensando más en la venganza que en la justicia, insistió en que Miguel fuera llevado ante el ma'amad, para el cual Parido aún no había sido elegido. El Consejo estaba acostumbrado a esas disputas de paternidad, y los investigadores descubrieron que el padre era el propio Parido, de suerte que, viéndose humillado públicamente, se rearó de la vida social durante un mes a la espera de que algún nuevo escándalo distrajera a los vecinos. Durante ese mes, pensando que acaso Antonia no pudiera encontrar marido en una ciudad donde todos sabían que había visto a Miguel Lienzo sin calzas, la mandó a Salónica a casar con el hijo de su hermana, un mercader de posición acomodada.

Todo el mundo conocía la historia: que Miguel tenía que casarse con Antonia Parido, que el compromiso se había roto, que Parido había hecho acusaciones que se habían vuelto en su contra. Pero había algo que no todos sabían.

Miguel no había querido quedarse sentado mientras el ma'amad decidía el caso, pues Parido era un hombre poderoso, destinado a llegar al Consejo, y Miguel no era más que un comerciante advenedizo. Así que fue a ver a la pequeña zorra y realizó su propia investigación. Después de azuzarla adecuadamente, ella confesó que no podía decir el nombre del padre. No podía decir su nombre porque no había niño. Había dicho que estaba embarazada solo por encontrar con qué sostenerse, pues se había de ver en la calle.

Miguel tal vez hubiera podido convencerla de que dijera la verdad y, con ello, limpiar un tanto su imagen a ojos de Parido, pero también era posible que Parido se riera de su gesto. De modo que, en vez de eso, explicó a la moza que si convencía al ma'amad de que Parido era el padre, sacaría un beneficio de su problema.

Finalmente, Parido dio a la moza cien florines y la despachó. Miguel pudo volver a caminar por las calles del Vlooyenburg sin miedo a que lo asaltaran abuelas y niños. Sin embargo, una nueva preocupación había ocupado el lugar de la anterior. Si alguna vez Parido se enteraba de su engaño, no tendría piedad.

El gran edificio abierto de la Bolsa se extendía ante ellos, con una estructura no muy distinta a la de las Bolsas de los otros edificios de comercio de Europa. La Bolsa de Amsterdam era un enorme rectángulo de ladrillo rojo, con tres pisos de altura y un pórtico a lo largo del perímetro interior. El centro quedaba expuesto a los elementos, como la llovizna que caía en aquellos momentos, tan ligera que no se distinguía de la niebla. En la zona resguardada, bajo el porche sostenido por columnas gruesas e imponentes, cientos de hombres congregados en decenas de grupitos gritaban en holandés, portugués, latín o una docena de otras lenguas europeas y de otros lugares, para vender o comprar, comerciar con rumores y tratar de predecir el futuro. Por tradición, cada sección de la bolsa tenía un sitio de reunión determinado. Siguiendo las paredes, los que comerciaban con joyas, propiedades, lana, aceite de ballena, tabaco… Un mercader podía conversar con intermediarios de mercancías de las Indias Orientales, las Indias Occidentales, el Báltico o el Levante. En la zona central, descubierta, menos prestigiosa, se concentraban los mercaderes de vino, pinturas, medicinas, los que comerciaban con Inglaterra y, más cerca ya del extremo sur, los que trataban con brandy y azúcar.

Miguel veía con regularidad a españoles, alemanes y franceses. Y, aunque con menos frecuencia, podía encontrarse con turcos e incluso gentes de las Indias Orientales. Era un misterio la manera en que aquella ciudad había emergido en los últimos cincuenta años como centro del comercio mundial, atrayendo mercaderes de cualquier lugar de importancia. Difícilmente hubiera podido considerarse ni una ciudad. Los de allí solían decir que Dios creó el mundo y los holandeses crearon Amsterdam. La ciudad, excavada en mitad de un cenagal, con un puerto que solo el piloto más experimentado podía abordar (y eso solo teniendo la suerte de su lado), carente de cualquier tipo de riqueza natural como no fueran el queso y la mantequilla, había alcanzado aquella grandeza por la pura determinación de sus ciudadanos.

Parido caminó en silencio durante unos instantes, pero Miguel no pudo evitar la sensación de que el parnass se deleitaba un tanto haciéndolo esperar.

– Sé que vuestras deudas son una grave carga para vos -dijo finalmente-, y sé que habéis estado comerciando con futuros de brandy. Habéis apostado a que los precios subirán. Sin embargo, a la hora de cierre, de aquí a dos días, sin duda permanecerán tan bajos como ahora. Si calculo correctamente, perderéis cerca de mil quinientos florines.

Le estaba hablando de brandy, no de café, a Dios gracias. Pero ¿qué sabía Parido de ellos… o qué le importaba?

– Cerca de mil -dijo Miguel, con la esperanza de controlar el tono de voz-. Veo que estáis bien informados sobre mis asuntos.

– La Bolsa es mal sitio para ocultar secretos cuando hay quien quiere descubrirlos.

Miguel lanzó una risotada.

– Y ¿por qué habríais de querer conocer mis secretos, senhor?

– Como he dicho, deseo suavizar las cosas entre nosotros, y si confiáis en mí, si me creéis cuando os digo que no utilizaré mi influencia como parnass para perjudicaros, veréis que actúo en vuestro favor. Bien, respecto al problema que nos ocupa, conozco un comprador, un francés, que os liberará de vuestros futuros.

Su irritación desapareció. Aquel era el golpe de suerte que no se atrevía ni aun a soñar. Basándose en los rumores de una inminente escasez, los cuales llegaron a conocimiento suyo por boca de un informante de confianza, había comprado los futuros de brandy con un margen del setenta por ciento, pagando solo el treinta por ciento del valor de la cantidad total por adelantado, aun cuando perdería o ganaría como si hubiera invertido la cantidad entera. Cuando llegara el día de cuentas, si el precio del brandy aumentaba, sus beneficios serían como si hubiera invertido una cantidad mucho mayor, pero si bajaba, como parecía que harían las acciones, debería mucho más de lo que había invertido.

Lo que necesitaba era justamente un comprador ansioso, un regalo del cielo. Acaso deshacerse de una nueva deuda fuera la señal de que su mala fortuna se acababa. ¿Podía creer de verdad que su enemigo, por la bondad de su corazón, había decidido ofrecerle la solución a su problema más acuciante? ¿Dónde había de encontrar un comprador para aquellos futuros, cuando todo el mundo sabía que solo podían acarrear deudas a su propietario?

– No acierto a imaginar que ningún hombre, francés o de donde fuere, sea tan necio como para comprar mis valores cuando el mercado se ha vuelto contra ellos. El valor del brandy poco ha de cambiar en los pocos días que restan hasta el día de cuentas mensual. -A menos, pensó Miguel, que una asociación comercial estuviera pensando manipular los precios. En más de una ocasión, Miguel había actuado, movido por el aparente cambio en la tendencia de los precios, y al cabo, se había descubierto víctima de las maquinaciones de una asociación.