– Aceptaré el trato -dijo Miguel al cabo.
– Es lo más sensato.
Quizá. Miguel hubiera debido estar eufórico. Tal vez dentro de unas horas lo estaría, cuando el inefable alivio de haberse librado de las venenosas acciones pareciera real. Rezó dando gracias pero, aun sabiendo de su suerte, notó un regusto amargo en la boca. Se había librado del problema con ayuda de un hombre que, dos semanas atrás, lo hubiera metido alegremente en un saco y lo hubiera arrojado al Amstel.
Quizá fuera como Parido decía, y solo deseaba zanjar sus desavenencias, así que se volvió hacia el parnass e hizo una reverencia dándole las gracias, aunque con gesto sombrío. Si se descubría que era un engaño, Miguel tendría su desquite.
de
Las reveladoras y verídicas memorias
de Alonzo Alferonda
No es cosa sencilla explicar a mis lectores cristianos lo que significa exactamente el cherem, o excomunión, para un judío portugués. Para aquellos que hemos vivido bajo el yugo de la Inquisición o en tierras como las de Inglaterra, donde nuestra religión se prohibió, o en lugares tales como las ciudades de los turcos, donde apenas se tolera, morar en un lugar como Amsterdam parecía un pequeño anticipo de la Tierra Prometida. Éramos libres de reunirnos y observar nuestras fiestas, nuestros rituales y de estudiar los textos sagrados a la luz del día. Para nosotros, que pertenecíamos a una pequeña nación condenada a no tener tierra propia, la libertad de vivir como a cada cual le placiera era una bendición por la que nunca, ni uno solo de los días en los cuales conviví con mis hermanos en Amsterdam, olvidé dar las gracias a Dios.
Por supuesto, había a quien no le importaba la expulsión. Quien se alegraba de abandonar lo que tenía por una forma de vida en exceso escrupulosa y absorbente. Miraban a nuestros vecinos cristianos, que comían y bebían a su antojo, para quienes el sabbath, incluso su sabbath, no era sino un día más, y veían aquellas libertades como una liberación. Pero los más de nosotros sabíamos quiénes éramos. Éramos judíos, y el poder del ma'amad de despojar a un hombre de su identidad, de su persona y su comunidad, era verdaderamente aterrador.
Salomão Parido hizo cuanto estuvo en su mano por convertirme en proscrito, pero lo cierto es que yo hubiera podido irme muy lejos y cambiar mi nombre. Nadie hubiera sabido que yo era Alonzo Alferonda de Amsterdam. Yo conocía el engaño del mismo modo que otros conocen sus nombres.
Y ese era mi plan. Lo haría, pero no todavía. Tenía planes en relación con Parido y no partiría hasta que los viera finalmente cumplidos.
8
Hannah creía saber lo que era el café, pero no entendía por qué había de querer evitar Daniel que su hermano negociara con él ni cómo pensaba Miguel que alguien pudiera tener interés en comprarlo. Hannah los había oído decir aquellas extrañas cosas del café y, en el sótano de Miguel, encontró un saquito con unas bayas curiosamente fuertes del color de las hojas muertas. Se llevó una a la boca. Era dura y amarga, pero la mascó a pesar del ligero dolor que le produjo en las muelas. ¿Por qué, se preguntaba, iba a interesarle a nadie una sustancia tan repulsiva?
Seguramente no hacía bien en rebuscar entre las cosas de Miguel, pero tampoco pensaba decirle a su esposo nada de lo que descubriera. Y además, Miguel jamás le contaba cosas de su vida y, ¿cómo había de saber ella esas cosas si no era averiguándolas por sí misma? Por su propia astucia supo de sus deudas y sus problemas con Parido, y de las extrañas notas que había estado recibiendo. Annetje, a quien Hannah enviaba a veces a seguirlo, le dijo que mantenía una curiosa amistad con una hermosa viuda holandesa. En una ocasión, hasta la llevó a espiar por la ventana de una taberna, y pudo ver con sus propios ojos a la mujer muy orgullosa y altiva. ¿Qué podía haber hecho aquella mujer que fuera tan importante, aparte de casarse con un hombre de dinero y sobrevivirle? En otra ocasión, después de haber estado bebiendo, Miguel la llevó a la casa, pensando que ella y Daniel estaban comiendo con uno de sus socios. La viuda la miró fijamente hasta que el rostro de Hannah se puso encarnado, y los dos salieron a toda prisa, riéndose como criaturas. A juicio de Hannah, si Miguel quería trabar amistad con una mujer, debiera escoger a una mucho menos simple y que viviera en su misma casa.
Hannah volvió a abrir el saquito de café y tomó otro puñado de bayas, dejando que se escurrieran entre sus dedos. Quizá debiera comer más para cogerles el gusto. Cuando Miguel propusiera algún día que comiese café, ella podría reír y decir: «Oh, café, qué delicioso» y echarse un puñado a la boca como si hubiera comido frutos amargos toda la vida… lo que en el fondo era cierto. Con cuidado cogió otra baya negra y la partió con sus muelas. Aún le tomaría un tiempo aprender a encontrarlas deliciosas.
Con todo y eso, tenían un punto agradable. Con la tercera baya había empezado a gustarle la forma en que los trocitos de café sonaban en su boca. El sabor le pareció menos amargo, incluso ligeramente satisfactorio.
Curiosear entre las cosas de Miguel y comer sus frutos secretos le hacía sentirse culpable. Seguramente fue esa la razón por la que Annetje la sobresaltó al volver escaleras arriba. La moza arqueó sus finas cejas con gesto malicioso.
– Casi es hora de marchar, senhora -dijo.
Hannah tenía la esperanza de que lo hubiera olvidado. ¿Qué podía importarle en realidad si iban o no? Bueno, Hannah lo sabía: hacía que Annetje se sintiera poderosa. Le permitía tener algo con lo que dominarla, sacarle unos pocos florines cuando le apetecía, hacer que Hannah mirara hacia otro lado cuando la descubría holgazaneando con algún holandés en lugar de atender sus tareas.
Había un lugar allí mismo, en su barrio, pero Hannah jamás se atrevió a visitarlo, pues eran demasiadas las personas que transitaban el Breestraat y el amplio paseo de su lado del Verversgracht. Annetje y ella iban a un lugar cercano a los muelles, saliendo de Warmoesstraat, recorriendo calles sinuosas y empinados puentes. Solo cuando estaban lejos del Vlooyenburg y habían dejado muy atrás el Dam, cuando caminaban ya por las callejas ruinosas y angostas de la parte vieja de la ciudad, Hannah osaba detenerse para quitarse el velo y el pañuelo, temerosa de los espías del ma'amad que se decía acechaban por doquier.
La obligación de cubrirse había sido una de las cosas más difíciles de su vida en Amsterdam. En Lisboa, sus cabellos y su rostro jamás fueron más privados de lo que fuera su sayo, pero al trasladarse a aquella ciudad, Daniel le dijo que ningún hombre salvo él podría ver jamás sus cabellos, y que debía cubrirse el rostro en público. Más adelante supo que la Ley judaica no prescribía en ningún momento que la mujer se cubriera. La costumbre procedía de los judíos del norte de África, y la habían adoptado en Amsterdam.
Hannah comió subrepticiamente algunos de los granos por el camino, echándoselos a la boca cuando Annetje se adelantaba. Cuando llevaba ya más de una docena empezó a sentirlos agradables; la tranquilizaban, y lamentaba que con cada uno que comía quedara uno menos.
Cuando se acercaban, Annetje la ayudó a ponerse una sencilla cofia blanca sobre la cabeza, y un momento después nadie hubiera dicho que no era holandesa. Con el rostro y los cabellos descubiertos, Hannah avanzó hacia la calle despejada que salía al Oudezijds Voorburgwal, el canal que recibía su nombre por las antiguas murallas de la ciudad. Y allí estaba. Varias casas se habían combinado para crear un espacio agradable, aunque insignificante para lo que se estilaba en Lisboa, y aunque la tal calle no estaba lejos de las zonas más peligrosas de Amsterdam, allí todo parecía tranquilo y recogido. Grandes robles bordeaban el canal por ambos lados, y hombres y mujeres paseaban por las márgenes con sus ropas de fiesta. Un pequeño grupo de caballeros destacaba por sus llamativos ropajes azules, rojos y amarillos, sin las trabas de la Iglesia Reformada, que abominaba de los colores llamativos. Sus esposas lucían vestidos con pedrería, corpiños relucientes de seda y cofias centelleantes; hablaban bulliciosamente, reían y llevaban sus manos a otros hombres.