Siguiendo los pasos de Annetje, Hannah subió al cuarto piso, con una única habitación de la que se había extraído todo y que se había convertido en lugar santo. Las grandes ventanas dejaban entrar la luz tamizada por las nubes, pero la iglesia estaba iluminada por un número incontable de cirios que ardían sin humo en los candelabros. Hannah miró las pinturas: Cristo en la cruz, la Verónica con el sudario, san Juan en el desierto. En otro tiempo le habían dado consuelo, pero cada vez sentía una inquietud mayor ante ellos, como si aquellos santos estuvieran conspirando con Annetje y guiñaran los ojos o hicieran muecas de desprecio cuando ellas pasaban.
Los burgomaestres no habían prohibido la práctica del catolicismo en Amsterdam, pero solo se permitía si se hacía en privado, y las iglesias no debían ser reconocibles desde el exterior. Por dentro podían ser tan opulentas como los católicos quisieran, y los prósperos mercaderes de la comunidad católica habían sido generosos con sus donaciones. La iglesia era también un santuario; aunque la práctica del catolicismo era legal, los papistas no eran muy apreciados por el vulgo, pues la opresión vivida bajo España seguía muy presente para todos. En una ocasión, Hannah había visto cómo al padre Hans de aquella iglesia lo perseguía por las calles un grupo de niños que le arrojaba bostas.
Hannah encontró asiento en la primera fila, pues aquel día no había mucha gente, y empezó a relajarse un tanto. Le gustaba el familiar sonido del órgano, y se permitió el lujo de ponerse a divagar. Pensó en su hijo… una niña, decidió. La noche antes había soñado que era una hermosa niña. La mayoría de sueños no eran sino cosas absurdas, pero aquel tenía la consistencia de una profecía. Una niña sería una bendición. Se entregó a tal pensamiento hasta que casi pudo sentir la niña en sus brazos, pero cuando el cura empezó a recitar la misa, la fantasía se deshizo.
Tal vez erraba al buscar consuelo en la vieja religión, pero Annetje la había convencido amablemente de que fuera una primera vez… y después ya no tuvo elección. Todos aquellos hombres que le habían ocultado la verdad o solo le habían dado una triste versión no tenían derecho a obligarla a seguir los caminos que ellos quisieran. ¿Cómo decidir si deseaba ser judía o no? Tenía tan poca capacidad de elección sobre la religión que quería como sobre su rostro o su carácter. Mientras estaba allí sentada, escuchando a medias las palabras que resonaban por la cámara, Hannah sintió que su irritación con Daniel aumentaba. ¿Quién era él para decirle que tenía que adorar a Dios de una forma distinta y ni tan siquiera molestarse en explicarle qué forma era esa? ¿No tenía derecho a quejarse por semejante injusticia? Otras mujeres hablaban de sus ideas con sus esposos… raro era el día en que salía a la calle y no veía a alguna holandesa reprendiendo a su hombre por borracho u ocioso. No estaba bien, se dijo entre sí. Se sobresaltó al ver que se había dado una palmada en la pierna.
Después del servicio, la doncella bajó las escaleras charlando, pero Hannah no estaba de humor para charlas. Quería salir de allí, volver a casa, ir a alguna parte. Pero acaso debiera aprovechar y disfrutar del buen humor de Annetje, se dijo para sí. La moza era más agradable cuando conseguía lo que quería y estaba tan complacida por haber llevado a Hannah a la iglesia que sin duda estaría muy amable. Pero ¿por qué, se preguntó Hannah echándose otro grano de café a la boca, habría ella menester de la amabilidad de su doncella?
Era intolerable. Difícilmente hubiera podido rebelarse contra su esposo, pero una doncella era otra cosa. Aquellas amenazas de contarle a Daniel que era católica eran absurdas. ¿Por qué iba a creerla Daniel? Para él no era más digna de atención que un simple perro.
Después de las oraciones salieron de la iglesia y caminaron a lo largo del Oudezijds Voorburgwal con los otros fieles. Por unos deliciosos momentos, Hannah se permitió disfrutar sabiendo que entre aquel gentío nadie la conocía antes de decidir que la hora de jugar a ser libre se había acabado.
– Mi velo y el pañuelo, por favor -le dijo a la doncella. Habló con más prisa de la que pretendía, y sus palabras sonaron como una orden. Dio aún varios pasos antes de darse cuenta de que Annetje se había detenido y la miraba con una sonrisa en los labios.
– Ven, deprisa -dijo Hannah-. Alguien podría verme.
– Una mujer no habría de ocultarse a ojos del mundo -le dijo Annetje, dando un paso adelante-. No cuando es tan bella como vos. Venid, daremos un paseo.
– No quiero dar un paseo. -Las palabras bruscas empezaron a brotar en su interior, y no estaba de ánimo para reprimirlas. A la moza le gustaba tomarle el pelo, tomarse libertades, sobrepasar los límites de su poder, pero eso era porque ella lo permitía. ¿Qué sucedería si Hannah se negaba a dejar que obrara a su antojo?-. Dámelos -dijo.
– No seáis mojigata. Creo que deberíamos mostrar al mundo entero vuestras gracias.
– Mis gracias -repitió Hannah- no son de la incumbencia del mundo. Dame mis cosas.
Annetje retrocedió. Su rostro se tornó encarnado, y por un momento Hannah temió que montara en cólera. Pero en vez de eso se puso a reír.
– Venid, pues, y cogedlas. -Y, tras levantarse las faldas solo un poco, echó a correr por Leidekkerssteeg, por donde habían venido.
Hannah estaba tan sorprendida que no se movió. Al salir de la calleja, la moza giró a la derecha y desapareció. Y allí estaba ella, en la otra punta de la ciudad, lejos del Vlooyenburg, sola y sin escolta, sin nada con que cubrirse la cabeza y el rostro. ¿Qué podía decirle a Daniel? ¿Que la habían atacado? ¿Que algún rufián le había robado el velo y el pañuelo, y la había dejado marchar?
Tal vez la moza solo quería correr un poco y la estaba esperando a la salida del callejón, en el Oudezijds Voorburgwal, con aquella son risa suya tan impúdica en el rostro. ¿Debía correr y darle a Annetje la satisfacción de verla aterrada, o haría mejor en caminar lentamente y hacer que conservaba la dignidad?
Caminó, pero con cierto apresuramiento. Al salir del callejón se encontró con una multitud de apuestos hombres y mujeres que paseaban, un grupo de niños jugando bulliciosamente con una pelota y algunos malabaristas harapientos buscando algún ochavo perdido por la orilla del canal. Ni rastro de Annetje.
Entonces oyó la voz de la criada, su risa: estaba al otro lado del canal y se alejaba en dirección al Zeedijk. Se rió y agitó el pañuelo, como si fuera un estandarte de victoria; luego echó a correr otra vez.
Hannah se levantó las faldas y corrió tras ella. Jamás había corrido de aquella forma, y los pulmones empezaron a dolerle cuando apenas había dado unas pocas zancadas por el empinado puente del canal. Los hombres se detenían a mirarla, los niños le gritaban nombres que no comprendía.
Annetje frenó un tanto para que Hannah no la perdiera y luego echó a correr hacia el sur por Zeedijk. ¿Qué pretendía corriendo hacia el Nieumarkt? Sin género de dudas, en aquella zona de la ciudad serían atacadas. Pero un ataque podía convertirse en su salvación. Se imaginó volviendo a casa ensangrentada y magullada, que la cuidaban en vez de reprenderla. De modo que siguió a la doncella, que corría, corría, corría. Y entonces se paró. Hannah se detuvo también y se volvió para ver cómo Annetje regresaba hacia ella, luego se giró de cara a la Casa del Peso. El extremo sur de Nieumarkt señalaba la división entre limpio y sucio, repugnante y adecuado. No era lugar para la esposa de un mercader judío.