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Al ver que su señora había dejado de correr, Annetje rió estruendosamente y corrió por donde había venido. A Hannah se le antojaba que las nubes habían empezado a descargar una lluvia caliente, pero entonces se dio cuenta de que eran las lágrimas, que le bañaban el rostro, y se maldijo por ser tan débil. Y comprendió que no era llanto de miedo o de pesar, sino de ira. Corre, pensó, mientras veía cómo aquella zorra se escapaba. Haces bien en correr, pues si te atrapo, te estrangularé.

Por un momento se olvidó de dónde estaba, tan clara veía la imagen de sus manos alrededor del fino cuello de Annetje. Entonces despertó y un rostro le llamó la atención. Junto a la Casa del Peso había una mujer vestida de rojo y negro, con un amplio escote que mostraba sus generosos pechos. Una pequeña cofia roja ladeada sobre la cabeza permitía mostrar al mundo su abundante cabellera castaña. Estaba hablando con dos hombres de porte muy serio, aunque ella no lo estaba. No, aquella mujer ignoraba qué cosa era la seriedad.

Hannah miró demasiado rato y con demasiado interés, y de alguna forma la mujer notó que la miraban y devolvió la mirada. En aquel momento, Hannah lo supo. Era la amiga de Miguel, la viuda.

La mujer miró en su dirección, y sus bellos ojos se encontraron con los de Hannah. Sus ojos brillantes se posaron sobre la tímida mirada de Hannah y una expresión de reconocimiento transformó el rostro de la viuda.

Y la viuda reconoció algo más que la cara; supo, sin género de dudas, que Hannah estaba haciendo algo en secreto… Y Hannah, aun sin saber cómo, comprendió que también la viuda estaba haciendo algo a escondidas.

La viuda le sonrió y se llevó un dedo a los labios en un gesto que indicaba silencio, un silencio absoluto y sin ambigüedad ninguna. Hannah vería aquella escena repetida en sus sueños. La vería cada vez que cerrara los ojos. Seguía con ella presente cuando fue vagando como un soldado que se aleja maltrecho del campo de batalla hasta regresar a la iglesia secreta, adonde Annetje fue finalmente, le devolvió sus cosas y trató de hablar como si todo hubiera sido un pequeño juego entre niñas.

Hannah no pensaba en hablar, no pensaba en perdonar a Annetje… o en no perdonarla. Solo podía pensar en aquel dedo llevado a los labios. Aún habrían de transcurrir algunos días antes de que descubriera si se trataba de una orden o una promesa.

9

El lunes la Bolsa abrió normalmente. Miguel se acercó al Dam algo alborotado, pues por fin habría de saber cómo se zanjaban sus asuntos y, además, se había bebido tres cuencos de café aquella mañana. Bien merecía una recompensa por haberse librado de sus futuros de brandy y no había podido resistirse al olor seductor del café, el cual empezaba ya a inundar su habitación. Aquella mañana se había escurrido hasta la cocina para coger el mortero y la mano. Cuando volvió al sótano, quitó la bolsa y encontró menos café en su interior del que recordaba. No importa, se dijo para sí, y machacó el café hasta convertirlo en un grano más pequeño, luego lo mezcló con licor, sin dejar de remover, esperando que los granos se disolvieran. Y entonces recordó que aquello no era azúcar o sal, así que dejó que los posos se asentaran en el fondo y dio un buen trago.

No era tan bueno como el que había tomado con Geertruid, ni siquiera como él de la taberna turca, pero a pesar de todo la combinación de dulce y amargo seguía resultando de su agrado. Tomó un sorbo y sintió el café como un beso en la boca. Aspiró su olor y lo observó a la luz de la lámpara de aceite. Y antes de terminar, supo que no saldría del sótano sin preparar un poco más.

Mientras vertía el agua, casi se echó a reír. Se había preparado un cuenco, solo uno, y lo había hecho mal -eso lo sabía porque lo había probado mejor- y aun así no se había resistido a la tentación de beber otro. Geertruid tenía razón. Aquello podía hacerlos ricos a los dos, si acaso encontraban la forma de actuar con rapidez y contundencia. Pero ¿cómo? ¿Cómo, cómo, cómo? Miguel se alteró tanto que arrojó uno de sus zapatos al otro lado de la bodega y lo vio caer al suelo con satisfacción.

– Café -musitó entre sí. Pero por el momento habría de conformarse con beberlo. Todavía le quedaba mucho que hacer.

Miguel permaneció ante el edificio del ayuntamiento, el gran palacio de piedra blanca construido gracias a la opulencia del comercio. En todas las Provincias Unidas no podía encontrarse ni un pedazo de mármol y, sin embargo, el interior del edificio estaba enteramente recubierto de mármol, una cantidad incalculable de mármol… mármol, oro, plata, por todas partes. Las mejores pinturas colgaban de sus paredes, las más finas alfombras cubrían los suelos, exquisitos primores, en maderas y baldosas. En otro tiempo, a Miguel le había deleitado pasear por su interior, con su banco, sus tribunales y sus celdas, explorando los espacios públicos, soñando con la opulencia oculta en las cámaras de los burgueses. Pero desde que conoció en sus carnes los secretos que se ocultaban en las cámaras privadas de la Cámara de la Bancarrota, el ayuntamiento había perdido su encanto.

Miguel alzó la vista y vio una sombra que se cruzaba en su camino. Pestañeó unas pocas veces y vio una figura: escasa estatura, oronda, pelo largo y barba cuidada. El hombre iba ataviado con ropas de un azul encendido, del color del cielo, y llevaba un enorme sombrero de ala ancha de idéntico color, calado hasta por encima de los pesados párpados que caían sobre sus ojos: Alonzo Alferonda.

– ¡Lienzo! -exclamó el hombre, como si se hubieran encontrado por azar. Le echó un brazo al hombro a Miguel y siguió caminando, arrastrándolo con él.

– Jesús, María y José! ¿Acaso habéis perdido la razón que os acercáis a mí en semejante lugar? Podrían vernos.

– No, Miguel, no estoy loco, solo soy vuestro más ferviente amigo. No había tiempo para arriesgarse con notas y recaderos. El asunto de Parido y el aceite de ballena será hoy.

– ¿Hoy? -Ahora fue Miguel quien lo arrastró a él, llevándolo por la estrecha senda que pasaba detrás de la Nieuwe Kerk-. ¿Hoy? -repitió cuando se detuvieron en el callejón húmedo y cerrado. Una rata los miró con gesto desafiante-. ¿Cómo que hoy? ¿Qué significa que hoy?

Alferonda se inclinó hacia delante y olfateó.

– ¿Habéis estado bebiendo café?

– Lo que haya podido beber no tiene importancia.

Alferonda volvió a olfatear.

– Lo habéis mezclado con vino, ¿no es cierto? Malgastáis vuestros granos. Mejor mezcladlos con agua dulce.

– ¿Y qué se os hace a vos si lo mezclo con la sangre de Cristo? Habladme del aceite de ballena.

El usurero dejó escapar una pequeña risa.

– Desde luego, os ha metido el demonio en el cuerpo, ¿no es cierto? No me miréis así. Os diré lo que sé. Mi contacto en la Compañía de las Indias Orientales, un sujeto rubicundo que me debe cuarenta florines, me mandó una nota esta mañana.

– No es necesario que me contéis todos los detalles. Hablad.

– Bueno, pues el caso es que el asunto del aceite de ballena será hoy.

Miguel sintió un dolor en el cráneo que aumentaba, hasta que estalló como la detonación de un mosquete.

– ¿Hoy? Si todavía no he comprado mis futuros de aceite de ballena. Esperaba a que pasara el día de cuentas. -Escupió al suelo-. ¡Maldita sea mi suerte! Estaba todo planeado y para nada… Por un miserable día. Pensaba comprar los futuros mañana por la mañana.

– Olvidaos de los futuros por un momento. -Alferonda meneó la cabeza-. Lleváis tanto tiempo negociando con etéreos pedazos de papel que descuidáis el comercio corriente. Id y comprad aceite de ballena… no los futuros, sino el aceite en sí. Tal vez así recordaréis que el resto del mundo sigue haciendo sus transacciones de esa singular forma. Y entonces, antes del cierre de la Bolsa, podríais daros la vuelta y vender lo que habéis comprado por un bonito beneficio. Es muy sencillo.