Miguel dejó escapar una risotada y aferró a Alferonda por los hombros.
– Tenéis razón. Supongo que es sencillo. Gracias por el aviso.
– Oh, no es nada. Siempre es un placer echar una mano a los amigos.
– Sí, sois un buen amigo -dijo Miguel estrechándole la mano, al estilo de los holandeses-. Sois un buen hombre, Alonzo. El ma'amad erró al trataros de forma tan espantosa. -En aquellos momentos lo que más deseaba Miguel era quedar libre y ponerse a trabajar en la Bolsa. Geertruid tenía razón: el café era la bebida del comercio, puesto que el que había bebido aquella mañana, combinado ahora con la avaricia, estaba resultando ser impulso demasiado poderoso para no hacerle caso.
– Antes de que me os escapéis -dijo Alferonda-, quería preguntaros una cosa. He oído decir que Parido os ayudó a deshaceros de los futuros de brandy que os tenían atado como una soga.
– Así es. ¿Qué pasa?
– ¿Que qué pasa? ¿Que qué pasa, preguntáis? Miguel, permitidme que os diga que Salomão Parido nunca olvida un agravio. Si os ha ayudado, será porque trama algo, así que haríais bien en estar prevenido.
– ¿Acaso creéis que no lo he pensado? Parido es de Salónica, y yo de Portugal. Él se educó como judío; yo, fingiendo ser católico. En asuntos de fullería, él jamás podría derrotarme.
– A mí me derrotó -dijo Alferonda amargamente-. Tal vez no sea tan astuto como nosotros, los judíos secretos, pero cuenta con el poder del ma'amad, y eso se nota. Antes de desdeñarlo tan a la ligera, debierais pensar en la amargura de no poder pisar jamás una sinagoga en Yom Kippur [7] ni en asistir jamás al seder de la pascua judía, la amargura de no poder recibir jamás a la novia de sabbath. Y ¿qué me decís de vuestros negocios? ¿Os gustaría ver cómo se arruinan, cómo vuestros compañeros se muestran temerosos de negociar con vos? Si pensáis comerciar con café, haríais mejor en no perder de vista a Parido y aseguraros de que no echa a perder vuestros planes.
– Tenéis razón, por supuesto -dijo Miguel con impaciencia.
– No confiéis en ningún supuesto gesto de amistad -lo apremió Alferonda.
– Entiendo.
– Bien. Entonces os deseo suerte con vuestra empresa de hoy.
Miguel no necesitaba suerte. Solo él poseía aquel entendimiento nuevo. Y tenía café.
Cuando pasaba bajo la gran arcada de la Bolsa, Miguel cerró los ojos y musitó una oración casi olvidada en un intento de asegurar sus negocios de aquel día. Él, bendito sea, aún no lo había abandonado. Miguel estaba seguro. Casi seguro.
El asunto con Alferonda solo había tomado unos minutos, pero el tono alborotado que solía escucharse cuando la Bolsa abría sus puertas ya se había calmado. Los días de cuentas, los comerciantes deambulaban por la Bolsa, comprobando si sus precios aguantaban para proteger sus cuentas de cambios inesperados. En el primer cuarto de hora, los más de ellos habían averiguado ya cuanto necesitaban saber.
Miguel se dirigió con grandes prisas a la esquina noroeste de la Bolsa y encontró a un conocido holandés que comerciaba con Moscovia a quien comprar aceite de ballena. En aquel momento, el precio era de 37,5 florines por cada cuarto de tonelada, de modo que Miguel compró cincuenta cuartos por menos de mil novecientos florines… Una cantidad que difícilmente podía permitirse perder, sobre todo porque lo hacía sobre una deuda.
Después Miguel dio una vuelta por la Bolsa, sin quitar el ojo del reloj y del extremo más alejado de la plaza. Hizo algún pequeño negocio, pues compró madera barata a un sujeto que necesitaba desprenderse de ella para aumentar su capital, y luego estuvo charlando con unos amigos hasta que reparó en cinco holandeses vestidos de negro que se acercaban a la esquina donde se traficaba con aceite de ballena. Eran jóvenes, cara regordeta, bien afeitados y con la expresión segura de quien negocia con grandes cantidades de un dinero que no es el suyo. Eran agentes de la Compañía de las Indias Orientales y llevaban su afiliación como si fuera un uniforme. Los hombres interrumpían sus conversaciones para mirarlos.
Los cinco empezaron a la par. Dando grandes voces pedían aceite de ballena, se golpeaban las manos para sellar cada venta y pasaban al siguiente trato. En apenas un momento, Miguel oyó que alguien pedía a 39 el cuarto. Empezaron a oírse exclamaciones en holandés, latín, portugués: «Compro cien cuartos a cuarenta y medio». Otra voz contestaba: «Vendo a cuarenta».
A Miguel el corazón le latía con violencia por la emoción. Era exactamente como Geertruid había dicho: el café era como un espíritu que se había adueñado de su cuerpo. Oía todas las exclamaciones con claridad; calculaba todo nuevo precio con precisión. Nada escapaba a su vista.
Allí estaba él, con su recibo aferrado en una mano, adivinando el ánimo de la multitud con mayor claridad que nunca. Había presenciado aquello docenas de veces, pero jamás se había sentido capaz de ver las corrientes que se movían en el río de la Bolsa. Cada precio hacía moverse las aguas en una dirección distinta, y si un hombre observaba, con el ingenio aguzado por aquel maravilloso bebedizo, podía verlo todo perfectamente. Miguel comprendía ahora por qué había fracasado en el pasado. Siempre actuaba pensando en el futuro, cuando en realidad ello no cuenta para nada. Lo que importa es el presente, el instante. En la exaltación del momento, el precio subía a lo más alto, mañana caía en picado. Él ahora era lo único que importaba.
Cuarenta y dos florines por cada cuarto de tonelada. Cuarenta y cuatro florines. No parecía haber indicios de que fuera a aflojar. Cuarenta y siete…
Miguel siempre se había preguntado cómo saber cuándo había de moverse. Era menester habilidad, suerte y clarividencia para saber en qué momento los precios habían llegado a su techo. Lo mejor era vender justo antes de que llegaran al límite, no después, pues los precios bajaban mucho más deprisa de lo que subían, y un instante podía significar la diferencia entre los beneficios y las pérdidas. Ese día sabría cuál era el momento.
Miguel estuvo observando los rostros de los comerciantes, atento a cualquier señal de pánico. Entonces vio que los cinco agentes de las Indias Orientales empezaban a retirarse del alboroto que ellos mismos habían provocado. Sin su presencia, las compras se reducirían considerablemente, y el precio pronto empezaría a caer. Alguien sacó cincuenta cuartos por 53 florines cada uno. Había llegado el momento de actuar.
¡Ahora!, le gritó el café, ¡Hazlo!
– Cincuenta cuartos -exclamó Miguel-, por cincuenta y tres florines y medio.
Un corredor gordo y bajo llamado Ricardo, un judío del Vlooyenburg, chocó la mano de Miguel para aceptar el negocio. Y ya estaba.
El corazón le latía a toda prisa. Con la respiración agitada, Miguel vio cómo los precios empezaban a bajar a su alrededor: 50 florines, 48,45. Había vendido en el momento justo. Unos momentos más tarde y hubiera perdido cientos de florines. Las dudas que lo acosaban, la desgana, las negras ideas, todo había desaparecido. Había utilizado el café para disiparlos del mismo modo que un rabino utiliza la Torá para conjurar a los demonios.
Miguel se sentía como si hubiera ido corriendo hasta allí desde Rotterdam. Todo había sucedido muy deprisa, envuelto en el remolino del oscuro vapor del café, pero ya estaba hecho. Apenas unos momentos de frenesí le habían reportado un beneficio de 800 florines.
Miguel hubo de hacer un gran esfuerzo para contener la risa. Era como despertar de una pesadilla y tratar de convencerse a uno mismo de que los terrores del mundo de los sueños no son reales, que ya no tienes que preocuparte más. Aquella deuda que lo atormentaba bien podía disiparse con el viento; tan escasa importancia tenía.