No fue cosa premeditada, pero en aquel momento Miguel agarró a un corredor recién llegado de Portugal por los hombros.
– ¡Miguel Lienzo ha vuelto! -exclamó-. ¿Lo entendéis? Esconded vuestro dinero en el sótano, amigo. No está seguro en la Bolsa… no si Miguel Lienzo anda suelto por aquí.
Por el reloj de la torre, echó de ver que apenas faltaban unos momentos para que la Bolsa cerrara la sesión. ¿Por qué andar de un lado a otro con pequeñas fruslerías? Era hora de celebrarlo. La época más desafortunada de su vida había tocado a su fin. El Lienzo endeudado se había evaporado, y una nueva era de prosperidad acababa de iniciarse. Dejó escapar una carcajada, sin molestarse al ver que el joven corredor se alejaba como si Miguel hubiera de atacarle ni preocuparse por el corrillo de holandeses que lo miraron como si fuera un demente. No le importaba aquella gente, pero, lejos de olvidar al artífice de su buena fortuna, dio gracias a Él, bendito sea, por sustentarlo y concederle aquella bonanza.
Y entonces, como en respuesta a su agradecimiento, la idea se apoderó de él.
Llegó con una fuerza inesperada, y aun entonces fue como si le cayera del cielo, pues no salió de sus adentros, cayó sobre él desde fuera. Era un regalo.
Miguel se olvidó de los beneficios del aceite de ballena. Se olvidó de sus deudas y de Parido. En un glorioso momento supo, con total clarividencia, cómo haría fortuna con el café.
La idea lo paralizó. Miguel comprendió que, si realmente lograba mediar para llevar esa idea al mundo, tendría riquezas en un grado que solo había soñado. No dinero para comodidades o el dinero de la prosperidad: el dinero de la opulencia. Podría casarse con quien quisiera y llenar por fin los vacíos de su vida; podría llevar adelante a sus hijos judíos y situarlos como le pluguiera; no serían mercaderes que hubieran de luchar duramente por ganarse el pan como hubo de hacer él. Los descendientes de Miguel Lienzo serían caballeros, hacendados, lo que les placiera, y podrían dedicar cuanto tiempo quisieran al estudio de la Torá… o, si salían hembras, casarse con grandes eruditos. Sus hijos se dedicarían a la abogacía, darían dinero a obras de caridad, ocuparían puestos en el ma'amad y promulgarían sabias leyes, y expulsarían a personajes insignificantes como Parido a los márgenes de la sociedad judía.
Hubo menester de un momento para ordenar sus pensamientos, los cuales eran confusos y lentos. De suerte que, mientras mercaderes y corredores lo golpeaban al pasar como rachas de viento, Miguel repitió entre sí su plan por asegurarse de articularlo en todo su esplendor. Se enzarzó en un silencioso diálogo, en un interrogatorio tan intenso y despiadado como pudiera serlo uno del ma'amad. Si le golpeaban en la cabeza y perdía la conciencia y dormía hasta el día siguiente, quería tener la seguridad de que recordaría aquella idea con la misma prontitud con que recordaba su nombre.
Lo tenía. Lo entendía. Era suyo. Ahora solo tenía que empezar.
Con la espalda erguida y el paso comedido -se le vino a las mientes un asesino al cual viera en una ocasión avanzando hacia el cadalso que se levantaba cada año en la plaza del Dam-, Miguel se abrió paso hacia la zona de la Bolsa donde se congregaban los mercaderes de las Indias Orientales. Allí, entre un grupo de comerciantes judíos, encontró a su amigo Isaías Nunes.
Para ser tan joven, Isaías ya había demostrado ser un agente notablemente dotado. Tenía contactos de un valor incalculable en la Compañía de las Indias Orientales holandesa, los cuales le proporcionaban noticias y rumores y, sin duda, también comisiones. Él conseguía bienes con los que otros mercaderes tenían que limitarse a soñar, y lo hacía con una frecuencia y con un sentimiento de culpa tan grande como el amante que se oculta debajo de la cama en tanto el marido registra la habitación.
A pesar de su carácter nervioso, Nunes charlaba con soltura con un grupo de mercaderes, los más de los cuales le sobrepasaban hasta en veinte años la edad. Miguel se maravillaba de verlo, pues que era persona muy inquieta y a la par entusiasta. Cuando el precio del azúcar se desplomó, de todos sus amigos, Nunes fue el único que le ofreció su ayuda. Se ofreció espontáneamente a prestarle setecientos florines y, a las pocas semanas, Miguel le devolvió el dinero con una cantidad que pidió prestada a Daniel. Cierto es que Nunes hacía lo imposible por no llamar la atención de Parido y evitar el escrutinio del ma'amad, pero había demostrado quién era en un momento de dificultad.
Ahora Miguel se acercó a su amigo y preguntó si podían tener unas palabras. Nunes se excusó, y los dos hombres se dirigieron a un rincón tranquilo y fresco, a la sombra del edificio de la Bolsa.
– Ah, Miguel, he oído decir que habéis tenido un golpe de suerte con el aceite de ballena. Estoy seguro de que vuestros acreedores ya os están escribiendo alguna nota.
Nunca dejaba de sorprenderle el poder de los rumores. El negocio había tenido lugar hacía apenas unos momentos.
– Gracias por quitarme el sabor de la victoria de los labios -dijo con una sonrisa.
– Imagino que sabéis que los cambios en el negocio del aceite de ballena son obra de Parido. Su asociación de comerciantes estaba detrás de todo.
– ¿De veras? -preguntó Miguel-. Bueno, pues ha sido una suerte que tropezara con sus maquinaciones.
– Espero que vuestro tropiezo no haya perjudicado sus planes. No es menester que le deis ninguna excusa para que se ponga furioso con vos.
– Oh, ahora somos amigos -dijo Miguel.
– También lo había oído. ¡Qué mundo este! Pero ¿por qué habría Parido de desviarse de su camino para ayudaros? Yo en vuestro lugar no bajaría la guardia. -La voz de Nunes se perdió cuando alzó la cabeza para mirar el reloj de la torre-. ¿Habéis venido para probar suerte con las Orientales en estos últimos minutos?
– Tengo cierto proyecto en mientes y acaso necesite a alguien con vuestros contactos.
– Sabéis que podéis confiar en mí -repuso Nunes, aunque tal vez sin la cordialidad que Miguel hubiera deseado. Probablemente, Nunes no deseaba hacer muchos negocios con el enemigo de Parido, aun si ahora el parnass decía ser su amigo.
Miguel se tomó unos momentos para considerar cómo iniciar sus pesquisas, pero no supo encontrar palabras de especial agudeza, así que fue directo al grano.
– ¿Qué sabéis del fruto del café?
Nunes guardo silencio un instante, mientras caminaban.
– El fruto del café -repitió-. Algunos hombres de las Indias Orientales lo adquieren en Moca, y buena parte de él se destina a la venta en Oriente, donde los turcos lo beben como si fuera su vino. En Europa no es muy popular. La mayor parte de lo que pasa por esta Bolsa se vende a agentes de Londres, y una pequeña parte va hacia Venecia y Marsella. Ahora que lo pienso, también ha adquirido cierto renombre en cortes extranjeras.
Miguel asintió.
– Sé de ciertas facciones que han manifestado su interés por el café, pero es un asunto delicado. Es difícil explicarlo, pero hay quien desearía ver fracasar el negocio.
– Lo entiendo -dijo Nunes con cautela.
– Bien, ahora permitidme que sea franco. Deseo saber si podéis importar grano de café para mí. En grandes cantidades, el doble de lo que actualmente se trae en un año. Y deseo saber si podéis mantener en secreto esta transacción.
– Ciertamente, es posible. Creo que cada año llegan unos 45 toneles, cada uno con sesenta libras. En estos momentos el café se está vendiendo a algo más de medio florín la libra, lo que sumaría un total de treinta y tres florines cada tonel. Me estáis pidiendo noventa toneles, ¿cierto? ¿Justo por debajo de los tres mil florines?
Miguel trató de no pensar en lo desproporcionado de la cifra.
– Sí, exactamente.
– Las cantidades no son ilimitadas, pero creo que podré conseguir noventa barriles. Hablaré con mis contactos de las Indias Orientales y les encargaré que lo traigan para vos.