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– Debo insistir en la importancia de mantenerlo en secreto. Preferiría que ni tan siquiera los marineros sepan lo que transportan, pues ¿cuántos acuerdos se pierden por la ligereza de sus lenguas?

– Oh, eso no es problema. Solo tengo que dar instrucciones a mis agentes para que pongan una mercancía más corriente en el manifiesto del barco. Hago este tipo de maniobras con cierta frecuencia. No duraría mucho en este negocio si no fuera capaz de mantener tales cosas en secreto.

Miguel sintió ganas de ponerse a dar palmas de contento, pero se tuvo. Muéstrate sereno, se dijo entre sí. Aparenta desinterés, como si todo esto apenas te importara.

– Suena prometedor. Una vez haya encargado la mercancía, ¿cuánto habré de esperar para tenerla en un almacén de aquí, en Amsterdam?

Nunes consideró la pregunta.

– Para estar seguro, necesitaría dos meses, acaso tres. Seguramente será menester algo de tiempo para reunir la cantidad que pedís. Y, Miguel, puedo mantener el secreto aquí, pero no puedo aseguraros con cuánta tranquilidad se mirará este asunto en la Compañía. Una vez que mis agentes empiecen a comprar café en grandes cantidades, alguien se dará cuenta y los precios subirán.

– Lo entiendo. -A punto estuvo de decir «No importa», pero se contuvo. Lo mejor sería no desvelar demasiado. Nunes era de fiar, pero no tenía por qué saber más de lo necesario-. El comprador ya contaba con esa posibilidad.

Nunes se pasó una mano por su barba bien recortada.

– Estaba pensando que también la Compañía está demostrando un inusitado interés por el café. El puerto de Moca, donde se compra ahora el café, está atestado de barcos procedentes de Oriente. Un barco puede tardar días en conseguir su envío.

– Pero ¿decís que podéis conseguir lo que os pido?

– A la Compañía le gusta acaparar. Y os diré algo más: los turcos, acaso ya lo sepáis, han convertido en un crimen castigado con la muerte el arrancar una sola planta de café de su imperio. No desean que nadie cultive y venda el grano salvo ellos. Todo el mundo sabe de su carácter taimado, pero os digo que son unos corderitos comparados con el holandés. Un capitán de barco llamado Van der Brock ha conseguido sacar una planta, y ahora la Compañía está poniendo en marcha sus propias plantaciones en Ceilán y Java. Espera producir lo suficiente para ponerse al nivel de sus compañeros orientales. Aun cuando se conoce que pudieran tener otros planes.

Miguel asintió.

– Una vez que la cosecha empiece a dar su fruto, la Compañía querrá crear un mercado aquí en Europa.

– Exactamente. No voy a preguntar cuáles son vuestros planes, pero creo que podemos hacer un trato. Con mucho gusto os informaré de cualquier noticia que me llegue sobre este negocio si me aceptáis como vuestro proveedor aquí en la Bolsa… siempre y cuando no lo mencionéis a nadie.

– Me parece una ganga -contestó Miguel.

Los hombres chocaron las manos para formalizar el acuerdo.

Ciertamente, Nunes debió de sentir que acaso ganaría algo de dinero con aquel acuerdo y aun es posible que esperara que el interés de su amigo significara un cambio en los mercados que pudiera reportarle algún provecho.

Miguel ya no recordaba la última vez que había sentido una exaltación semejante, de suerte que, cuando oyó que el precio del brandy había mejorado en el último minuto -y, de haber conservado sus futuros, hubiera ganado cuatro o cinco mil florines-, apenas le dio importancia. ¿Qué importancia tenían para él unas cantidades tan insignificantes? En unos años se convertiría en uno de los hombres más ricos de la comunidad portuguesa de Amsterdam.

de

Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

Cuando fui expulsado de la comunidad, la mayoría de mis amigos y asociados no me dirigían la palabra. Muchos me evitaban por miedo al poder del ma'amad; otros, porque no eran más que borregos que confiaban en el Consejo y creían en sus decisiones hasta tal punto que jamás se les hubiera pasado por la imaginación que se me había impuesto el cherem injustamente. Y si, como he prometido, he de atenerme a la verdad, también los había que creían que yo los había engañado o había abusado de ellos y se alegraron de perder de vista a Alferonda.

Los hombres que me debían dinero se negaban descaradamente a pagarme, como si las decisiones del ma'amad hubieran borrado toda ley cívica y honor personal. Mis viejos contactos devolvían mis notas sin abrir. La influencia de Parido me dejó sin sustento, y aunque tenía algo de dinero ahorrado, sabía que no había de durarme mucho.

No puedo decir exactamente cómo di en el oficio del préstamo con intereses. Una petición aquí, una promesa allá, y una mañana me levanté y no pude seguir negando que me había convertido en prestamista. La Torá maldice de los usureros, pero el Talmud nos enseña que un hombre puede modificar la Ley para vivir y ¿de qué otra forma hubiera podido vivir si los responsables de mantener la Ley me privaban injustamente de mi sustento?

No faltaban los que eran como yo en Amsterdam. Y estábamos tan especializados como las tabernas, cada cual servía a un grupo determinado: este prestamista trabajaba con los artesanos; ese otro, con mercaderes; aquel de allá, con tenderos. Yo determiné no entrometerme jamás con amigos judíos, pues ese era un camino que no deseaba seguir. Me producía disgusto tener que imponer mi voluntad a mis compatriotas y luego ver que hablaban de mí como de quien se ha vuelto contra ellos. Así pues, prestaba a holandeses, y no a cualquiera. Una y otra vez me descubrí ejerciendo la usura con los más indeseables de ellos: ladrones y bandidos, proscritos y renegados. Yo jamás hubiera escogido tal oficio, pero el hombre ha menester de ganarse el pan, y así fue como me vi en esta situación en contra de mi voluntad.

Supe enseguida que yo mismo habría de convertirme en una suerte de villano si quería que me devolvieran mi dinero, pues yo prestaba a quienes viven de tomar lo que no les pertenece, y no tenía razón para pensar que mi capital hubiera de ser más sagrado para ellos que la bolsa de un viajero o la caja de caudales de un tendero. La única forma de hacer que cumplieran sus promesas era imbuir en ellos el temor a las consecuencias.

Tristemente, Alonzo Alferonda no es un villano. No es persona de natural cruel o violento, pero lo que le falta en crueldad le sobra en astucia.

Así pues, hice que todos supieran que no era yo hombre con quien se juega. Una vez en que se encontró flotando en el canal el cuerpo de un mendicante sin nombre, no fue difícil hacer correr el rumor de que era un infeliz que creyó poder engañar a Alferonda. Cuando algún pobre se rompía un brazo o perdía un ojo en algún desafortunado accidente, unas monedas bastaban para persuadirlo de que contara que deseaba haber pagado a tiempo a Alferonda.

Si bien creo que Él, bendito sea, me ha bendecido con un rostro afable y bondadoso, no pasó mucho tiempo antes de que los ladrones de Amsterdam temblaran en mi presencia. Un mal gesto o una ceja levantada eran suficiente para que el oro apareciera.

Cuando me enfrentaba a un deudor que en verdad no podía pagarme, le hacía creer que, por primera vez en su vida, Alferonda había decidido mostrarse misericorde, pero que mi piedad era tan vacilante y frágil que el solo hecho de pensar en aprovecharse de ello fuera gran necedad. Y el ladrón me pagaba antes de haber podido llevarse un mendrugo de pan a la boca.

Con estas pequeñas trampas engañaba yo a mi clientela con facilidad. Los ladrones son, por naturaleza, personas simples y crédulas, prontas a creer en monstruos y ogros. Algunos, cuando me pagaban, aun me revelaban el contenido de sus bolsas y el lugar donde escondían su dinero, como si fuera yo brujo, no prestamista. Y yo nada hice para convencerles de lo contrario. Alferonda no es ningún necio.

Yo sabía que mi nombre se pronunciaba en los términos menos halagüeños entre los otros judíos del Vlooyenburg, pero también sabía que ante el Señor permanecía sin tacha… al menos tan sin tacha como pueda esperar estarlo un hombre que presta su dinero a maleantes.