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Miguel se reunió con Geertruid en el Tres Sucios Perros, una taberna cercana al muelle donde atracaban grandes barcos cargados con codiciadas mercancías. El día era cálido e inusualmente soleado, de modo que Miguel se detuvo a contemplar el resplandor de los barcos a la luz del puerto. Algunos de los navíos eran grandes monstruos procedentes de puertos de todos los lugares del mundo, barcos cuyos capitanes se arrodillaban a rezar mientras sus pilotos maniobraban por las aguas traicioneras del puerto de Amsterdam. Eran gigantes que se contemplaban con reverencia, mas no tanta como la que un holandés sentía al contemplar los vlieboots, urcas, navíos pequeños y elegantes que manejaba con mucha más destreza una tripulación menos numerosa y que, sin embargo, llevaba cargamentos más pesados que los enormes barcos de otras naciones. Gracias en parte a estos milagros marítimos, los holandeses no solo dominaban en el comercio, sino también en el transporte, pues ¿quién no hubiera de querer que sus mercancías se transportaran en urcas holandesas cuando este tipo de transporte reducía los costes hasta un tercio?

El Tres Sucios Perros rara vez era frecuentado por judíos -su clientela la formaban las gentes que trabajaban en los depósitos de mercancías y sus propietarios- y Miguel sabía que cualquier hombre de la Nación que lo viera allí sin duda tendría sus propios secretos. Aquel lugar se había convertido en residencia habitual para Geertruid, cuyo marido había sido copropietario de uno de aquellos grandes edificios del Brouwersgracht.

Las ventanas de la taberna se habían orientado estratégicamente hacia el techo así que los rayos luminosos y marcados del sol cruzaban el oscuro interior. La mayoría de las mesas estaban ocupadas, pero el lugar no se veía abarrotado; había hombres sentados en pequeños grupos. Cerca de la puerta, alguien leía un pasquín con voz atronadora mientras una docena de hombres escuchaba y bebía.

Geertruid estaba sentada al fondo, con faldones grises y corpiño azul, modesta y anodina. Ese día no había ido a la taberna a divertirse, sino para hacer negocios, por lo que no llevaba colores vivos que pudieran llamar la atención. Chupaba una pipa y se sentaba muy arrimada a su hombre, Hendrick, que le susurró con gesto conspirador cuando vio a Miguel.

– Buenas tardes, judío -dijo el holandés con lo que hubiera podido ser una cordialidad sincera. Era un hombre astuto; podía presentarse como un villano en un momento, y al siguiente, ser el hombre más noble del mundo-. Sentaos con nosotros. ¿Cómo hemos podido arreglarnos todo este tiempo sin vos? Sin vuestra compañía estábamos tan secos como el desierto.

Miguel tomó asiento. El conocimiento de su inminente riqueza se debatía en su corazón con la irritante sensación de que Hendrick se burlaba de él.

– Parecéis contento -le dijo Geertruid-. Espero que hayáis cerrado el mes bien.

– Maravillosamente bien, señora. -Miguel no pudo contener la sonrisa.

– Oh, espero que la sonrisa de vuestro rostro signifique que pensáis hacer negocios conmigo.

– Podría significar eso también, sí -contestó Miguel. Con Hendrick allí, no se sentía inclinado a dar siquiera su nombre ni aun la hora del día-. Pero no es necesario que hablemos de tales asuntos ahora.

– ¿Qué es eso que oigo? -Hendrick se sonrió y se inclinó hacia un lado aplicando una mano a su oreja-. ¿Alguien ha dicho mi nombre? Bueno, entonces dejaré que sigan con sus cosas, pues no tengo ningún interés en asuntos de negocios. Esto es cosa de judíos, y yo tengo asuntos de cristianos de los que ocuparme.

– ¿Ir con mujerzuelas o beber? -inquirió Geertruid.

– Eso queda entre yo y el Creador.

– Entonces os veré mañana -le dijo Geertruid oprimiendo su mano con suavidad.

Hendrick se puso en pie y su cuerpo se inclinó violentamente sobre Geertruid. Se aferró a un lado de la mesa para recobrar el equilibrio.

– Sujetad esos suelos, ¿me oís, judío? Sujetadlos, digo. -Y calló por un momento, como si esperara que Miguel sujetara los suelos.

Una mujer que viera a su sirviente o su amante en semejante estado hubiera gritado de ira o enrojecido de vergüenza, pero Geertruid ya se había vuelto hacia otro lado, atraída por la historia que en esos momentos leía el hombre del pasquín. Por ello no vio que Hendrick, tras dar unos pasos vacilantes en dirección a la puerta, se volvió tan bruscamente que, por no caer, hubo de aferrarse al hombro de Miguel.

El aliento de aquel hombre musculoso era notablemente dulce para haber estado bebiendo cerveza y comiendo cebolla, pero su mostacho estaba cubierto de grasa, de suerte que Miguel reculó ante aquella perturbadora proximidad.

– La última vez que os vi -dijo directamente al oído de Miguel en un susurro-, cuando me iba, un hombre me preguntó si era conocido vuestro. Diría que era judío. Me preguntó si me interesaría ayudarlo.

Miguel miró a Geertruid, pero ella no les prestaba atención. Se estaba riendo abiertamente de algo del pasquín, junto con buena parte de la taberna.

– Diría que ese hombre era un granuja que quería rimarnos a vos y a mí -mintió Miguel. ¿De quién estaría hablando? ¿De Parido? ¿De alguno de sus espías? ¿Daniel? ¿Joachim, haciéndose pasar por judío?

– Lo que yo pensé. Además, no me gusta poner la soga al cuello de los amigos de mis amigos. No soy persona de esa calaña.

– Me alegra saberlo -musitó Miguel.

Hendrick le dio otra palmadita en el hombro, pero esta vez con más fuerza, casi como un golpe, luego se fue dando tumbos hacia la salida, derribando una mesa y luego otra.

Miguel pensó si acaso no debiera haberle dado las gracias por la información y, como tan amenazadoramente había dicho él, por no haberle puesto la soga al cuello. Pero Miguel no tenía intención de andar dando las gracias a gente de la calaña de Hendrick por el daño que no hacían.

– Bueno, bella dama -dijo Miguel para llamar la atención de Geertruid-. Tenemos mucho de qué hablar, ¿no es cierto?

Ella se volvió hacia Miguel, sonriendo con expresión sorprendida, como si hubiera olvidado que había alguien más sentado a la mesa.

– Oh, senhor, estoy deseando oír lo que tenéis que decirme. -Geertruid unió las manos. De pronto su ojo izquierdo empezó a agitarse por puro nervio-. Con un poco de fortuna, habréis estado pensando en el café tanto como yo.

Miguel pidió una cerveza mientras Geertruid sacaba una pequeña bolsita de cuero que contenía el tabaco dulce que le gustaba.

– Lo he hecho -dijo él-. Me habéis seducido con vuestra propuesta.

Ella le sonrió.

– ¿De verdad?

– No he podido dormir pensando en ello.

– No sabía que mis ideas tuvieran tan gran efecto sobre vos.

El mozo colocó una jarra ante Miguel.

– Bien, entonces hablemos de los detalles.

Geertruid terminó de cargar la pipa, la encendió con ayuda de la lámpara de aceite de la mesa y se inclinó hacia delante.

– Me encanta hablar de detalles -dijo con voz susurrante. Chupó de la pipa, expulsando blancas nubes de humo hacia delante-. Sin embargo, no fingiré que me sorprende teneros de mi lado. Supe desde el principio que erais mi hombre.

Miguel rió.

– Bien, antes de proceder creo que deberíamos aclarar algunos detalles. Si he de hacer negocios con vos, me gustaría conocer antes las condiciones.

– Las condiciones dependerán de vuestro plan. Porque tenéis un plan, ¿no es cierto? Sin una idea fundada, mi capital difícilmente podrá tener buen uso.

Una risotada sincera brotó de la garganta de Miguel, aunque sus emociones eran mucho más intensas de lo que demostraba. Geertruid tenía el capital. Aquello era exactamente lo que quería oír.