Cuando se corriera la noticia de la existencia del cargamento, el precio del café caería en picado, y Miguel sacaría unos buenos beneficios por la diferencia de precios. Aun cuando eso únicamente serviría para ir abriendo boca, sería solo el primer plato del gran festín que le esperaba. Para entonces Miguel y Geertruid ya habrían contratado agentes que llevaran sus asuntos en la docena aproximadamente de Bolsas europeas más activas en la importación de mercancías: Hamburgo, Londres, Sevilla, Lisboa, Marsella y varias otras que habría de seleccionar cuidadosamente. Cada agente conocería su trabajo, pero ignoraría que formaba parte de un entramado más amplio.
Unas semanas después de que su cargamento llegara a Amsterdam, cuando el resto de Europa supiera que el mercado del café estaba desbordado y los precios hubieran caído en todas las Bolsas, sus agentes actuarían. Cada uno de ellos compraría todo el café del mercado a aquellos precios bajados artificialmente. Actuarían todos a la vez -aquella parte del plan era tan brillante que solo de pensarlo le daban ganas de vaciar la vejiga-. Si a Londres llegaba la noticia de que un solo hombre estaba tratando de comprar todo el café de Amsterdam, allí los precios subirían vertiginosamente y resultaría excesivamente caro hacerse con él. Era imprescindible que actuaran todos a la vez. Antes de que nadie comprendiera lo que estaba pasando se habría hecho con todo el café de Europa. Él podría fijar los precios que quisiera, y estarían en disposición de imponer las normas a los importadores. Tendrían el poder más buscado, un raro regalo sobre el que se construyen fortunas incalculables: un monopolio.
Para mantener el monopolio era menester una cierta pericia, pero podía hacerse, al menos durante un tiempo. Sin duda, la Compañía de las Indias Orientales, que importaba el café, podría romper el monopolio de Miguel sobre el café, pero solo si conseguía incrementar de manera importante la presencia de café en los mercados europeos. Es cierto, la Compañía tenía plantaciones en Ceilán y Java, pero aún habrían de pasar varios años antes de que las cosechas les permitieran disponer de cantidades importantes, y vaciar sus almacenes de Oriente hubiera significado sacrificar un mercado de mucha más importancia. La Compañía no tendría ningún motivo para entrar en acción durante un tiempo; se contentaría con mirar y esperar. Plantaría, acumularía. Y solo cuando tuviera el suficiente café para romper su monopolio, golpearía.
Que golpee, pensó Miguel. Antes tendrían que pasar cinco, diez, puede que incluso quince años. La Compañía tenía la paciencia de una araña; y para cuando actuara, Miguel y Geertruid serían inmensamente ricos.
Pero, acaso el ma'amad se enteraría de la asociación entre Miguel y Geertruid mucho antes. ¿Qué podía decir si Miguel había donado antes decenas de miles de florines a la caridad? Solo unos meses separaban a Miguel de una riqueza con la que la mayoría de los hombres solo pueden soñar, pero ya podía sentirla en su mano y conocer su sabor. Y era delicioso, desde luego.
Tan grande era su entusiasmo que, aquella misma noche, cuando estaba tumbado en su lecho y recordó que había olvidado por completo reunirse con Joachim Waagenaar como tenía pensado, solo sintió una débil punzada de pesar.
de
Las reveladoras y verídicas memorias
de Alonzo Alferonda
Hablo demasiado de mí mismo. Lo sé. He revisado las páginas escritas y ¿qué veo salvo Alferonda y Alferonda? A semejante objeción mis lectores sin duda dirán «Pero, mi querido Alonzo, ¿qué materia puede haber más interesante que vuestra vida y vuestras opiniones?». Bien cierto, lectores. Me habéis convencido con vuestros gentiles argumentos. Pero hay otras materias sobre las que escribir y que fueron las que me impulsaron a escribir estas memorias.
Esto es: el café.
No hace tanto, cuando yo era un muchacho, el café era como cualquier otra esencia o fruto exótico que pudiera encontrarse en los estantes polvorientos de un boticario. Se mandaba en pequeñas dosis para enfermedades de la sangre y los intestinos. En demasía es un veneno, te decían. Incluso ahora que este elixir se extiende como una oscura marea sobre Europa, los boticarios piden a los consumidores que se moderen. En grandes cantidades, esta medicina debilita, dicen ellos. Seca la sangre, conduce a la impotencia y la infertilidad. Pero el café no hace tal cosa, os lo aseguro. Yo lo consumo en grandes cantidades, y mi sangre es tan fuerte como la de un hombre con la mitad de mis años.
Siempre se ha mirado con cierto recelo a este pobre brebaje, el mayor deseo del cual no es sino mejorarnos, hacernos más de lo que somos. Primero se conoció entre las gentes de Oriente, que recelaban de sus fantásticos efectos. Los hombres que siguen la fe mahometana rehúyen el alcohol, de suerte que no tenían conocimiento de aquellos bebedizos que mudan la disposición del hombre. Hace más de cien años, en la tierra de Egipto, el bajá convocó a los grandes imames para debatir si, de acuerdo con las enseñanzas sagradas, había que permitir o prohibir el consumo del café. El café es como el vino, declaró un imam, y por tanto está prohibido. Pero ¿quién podía estar en disposición de opinar, cuando todos ellos eran hombres que jamás habían probado el vino y no podían más que suponer? Sabían que el vino produce somnolencia en el hombre, y sin embargo el café le hace estar más despierto. Por tanto, el café no podía ser como el vino.
El café es negro, exclamó otro, y su grano, cuando se tuesta, parece fango. Mahoma prohibía comer fango, y por tanto el café estaba también prohibido. Y aun hubo otro que argumentó diciendo que, puesto que el fuego purifica, el proceso de tostar el grano no lo embrutece, sino que elimina cualesquier impurezas que pudiera tener. Al cabo, no fueron capaces de decidir si debían o no prohibir el café y lo declararon mekruh, indeseable.
Por supuesto, se engañaban. El café no es sino cosa deseable. Todo hombre desea el poder que este otorga, y cuando apareció, hubo hombres que desearon la riqueza que podía reportarles. Uno de estos, ciertamente, fue Miguel Lienzo, benefactor mío en mis años mozos. Cuánta bondad manifestó para con mi familia, previniéndonos en contra de la Inquisición cuando nadie pensaba en salvarnos. ¿Lo hizo a cambio de algún beneficio? No, no hubo beneficio alguno. ¿Actuó por amor? Apenas si nos conocía. Lo hizo, así lo creo, porque es un hombre recto y se regocija desbaratando los planes de los malfactores.
Yo no tenía ningún deseo de incomodarlo, de suerte que cuando entablé amistad con él en Amsterdam, no lo abochorné recordando el bien que había hecho a mi familia. En lugar de eso, hacía algunos pequeños negocios con él, lo acompañaba en tabernas y comedores, y estudiaba con él en la Talmud Torá.
Cuando lo veía, hablábamos de temas de poca importancia. Y entonces un día me confesó que pensaba entrar en el negocio del café. Yo sabía del café por los años que había vivido en el Oriente. Sabía que el hombre que bebe café es el doble de fuerte, el doble de sabio y el doble de astuto que el hombre que de él se abstiene. Sabía que el café abre puertas en la mente.
Y sabía de otros asuntos también. Sabía cosas que aún no estaba preparado para revelar a mi amigo el senhor Lienzo. Y no porque deseara su fracaso, oh, no. Nada parecido. Si guardé para mí mis secretos fue porque quería que triunfara, y tenía muchas razones para pensar que aquella nueva empresa del café era justo lo que yo necesitaba.
11
Café. Un fuego que se alimentaba de sí mismo.
Miguel estaba sentado en su sótano, con los pies fríos por el agua del canal, bebiendo un cuenco tras otro de café en tanto escribía a corredores y comerciantes de todas las Bolsas que conocía. Por supuesto, habrían de pasar semanas antes de que tuviera noticias, pero las tendría. Pedía respuestas inmediatas. Prometía generosas comisiones.