Era como había dicho Alferonda. Pasó parte de la noche levantado, releyendo sus cartas, rompiéndolas, volviendo a escribirlas. Estudió la sección de la Torá que tocaba aquella semana, consciente de que iba a deslumbrar a su grupo de estudio en la sinagoga. Releyó ocho cuentos de Pieter el Encantador.
Al día siguiente se sentía fatigado, pero si tal era el precio de tanta industriosidad, lo pagaría gustoso. De todos modos, el café de la mañana saldó las deudas en las que había incurrido el café de la noche.
Miguel oyó que Parido y su asociación de comercio habían perdido mucho…, es decir, que no habían conseguido tantos beneficios como pretendían, a causa de la interferencia de Miguel con el asunto del aceite de ballena. Sin embargo, cuando los dos hombres se vieron en la Bolsa, Parido no dio muestras de mala voluntad.
– He oído que habéis cerrado el mes muy bien -dijo el parnass. A juzgar por el poco contento de su voz, diríase que hablaba de la muerte de un amigo.
Miguel sonrió con alegría.
– Podía haber ido mejor.
– Lo mismo digo. ¿Sabíais que vuestras maquinaciones con el aceite de ballena me han hecho sufrir ciertas desagradables pérdidas?
– Lamento oír eso -dijo Miguel-. No sabía que estuvierais implicado pues, de lo contrario, jamás me hubiera metido.
– Eso decís, pero no parece estar tan claro. Hay quien me susurra al oído que vuestra acción pretendía ser una bofetada en mi cara.
– Yo de vos, no dejaría que mi hermano me hablara al oído. Su aliento tumbaría a un caballo. Si no confiáis en mi honradez, fiad al menos en mi cautela. ¿Por qué habría de arriesgarme a disgustaros comerciando voluntariamente en contra de vuestros intereses?
– Ignoro qué es lo que hace actuar al hombre como lo hace.
– Y yo. ¿Sabéis que el brandy se recuperó en el último momento? Algunos holandeses compraron una cantidad enorme e hicieron subir los precios. No teníais conocimiento de esto, imagino, aunque hay quien me susurraría un par de cosas al oído si le dejara.
Parido torció el gesto.
– No pensaréis que pretendía engañaros para arrebataros vuestros futuros, ¿verdad?
– No parece estar muy claro -dijo Miguel.
Parido dejó escapar una sonrisa parca y amarga.
– Entonces acaso estemos igualados. Vos perdisteis mucho menos con el brandy de lo que perdí yo con el aceite de ballena, pero sin duda vuestras pérdidas os afectan más a vos que a mí las mías.
– Sin duda.
– Dejad que os pregunte una cosa. ¿Cómo fue que topasteis con el aceite de ballena? Fue una extraña coincidencia, ¿no os parece?
Miguel no fue capaz de encontrar una respuesta, pero Parido volvió a hablar antes de que el silencio se hiciera demasiado evidente.
– ¿Os aconsejó, alguien que hicierais negocio con el aceite de ballena?
Fue como si Pieter el Encantador le susurrara el nombre. Por supuesto. ¿Por qué no decirlo?
Implicar a aquel hombre no podía considerarse traición, pues estaba fuera del alcance de Parido.
– Recibí una nota de ese hombre, Alferonda. Sin yo pedirla, desde luego. Él me recomendó que invirtiera en aceite de ballena.
– ¿Y le creísteis? ¿A un hombre a quien habíamos expulsado de la comunidad?
– Pensé que no tenía motivo para mentir, y cuando consideré la mercancía y pregunté en la Bolsa, vi que el consejo era bueno.
Parido se rascó la barba pensativo.
– Ya supuse que llegaríamos a esto. Os recomiendo que no tengáis más trato con él, Lienzo. Pagadle su tarifa de corredor, si estáis obligado, pero deshaceos de él. Ese hombre es un peligro para cualquiera.
Miguel no podía creerse su suerte: había escapado de la ira de Parido con tanta facilidad… Ciertamente, parecía irritado por el dinero perdido, pero estaba demasiado ansioso por culpar a Alferonda como para malgastar su cólera con Miguel. Entretanto, Miguel empezaba a pensar que conseguir sus beneficios por el aceite de ballena acaso fuera más complicado de lo que había calculado. Después del día de cuentas, cuando no se depositó ningún dinero en su cuenta en el banco de la Bolsa y empezó a recibir cartas de su agente de Moscovia en relación con sus mil novecientos florines, Miguel decidió que había llegado el momento de buscar su dinero. Encontró a Ricardo, el corredor a quien había vendido sus acciones en una taberna conocida entre los judíos portugueses. El hombre iba algo bebido y se le veía que estaba deseando irse a la cama… o, cuando menos, muy lejos de Miguel.
– ¿Cómo estáis, Lienzo? -preguntó, y acto seguido se alejó sin esperar respuesta.
– Oh, pues he estado muy ocupado, Ricardo -contestó Miguel, corriendo tras él-. He hecho unos cuantos negocios acá y allá, y he ganado algunos florines. La cuestión es que, cuando un hombre gana unos florines, lo normal es que aparezcan en su cuenta en el banco de la Bolsa.
Ricardo se volvió.
– Según he oído decir, es lo mismo que piensan vuestros acreedores.
– ¡Oh, no! -gritó Miguel-. Veo que hoy habéis afilado bien la lengua. Bueno, podéis afilarla cuanto queráis siempre y cuando afiléis también vuestra pluma y firméis la orden para que me den mi dinero.
– Solo lleváis cinco años en Amsterdam -dijo Ricardo muy tranquilo- y se conoce que aún no domináis el arte de hacer negocios, así que permitidme que os explique una cosa. El flujo del dinero es como el flujo del agua en un río. Podéis permanecer junto a la orilla y animarla a que corra, pero con ello no conseguiréis nada. Tendréis vuestro dinero a su debido tiempo.
– ¿A su debido tiempo? El hombre a quien pedí prestado dinero para comprar ese aceite de ballena no dice nada de cobrar a su debido tiempo.
– Tal vez no debierais haber ampliado el crédito si no teníais crédito que ampliar. Ya debierais haber aprendido esa lección.
– No estáis en disposición de sermonearme por mis créditos cuando vos no me habéis pagado. Y de todos modos ¿quién es el canalla de cliente que os está reteniendo el dinero?
Ricardo rió burlón bajo su mostacho descuidado.
– Sabéis que no puedo decirlo -le explicó-. No permitiré que nos causéis problemas ni a mis clientes ni a mí. Si no os gusta mi forma de hacer negocios, ya sabéis lo que os toca.
Aquello sí que era un problema. De haber sido Ricardo un holandés, Miguel hubiera podido presentar el asunto ante la comisión de la Bolsa o los tribunales, pero el ma'amad animaba a los judíos a no resolver sus problemas de forma tan pública. Prefería resolverlos por sí mismo, pero a Miguel no le hacía mucha gracia llevar el asunto ante el Consejo. Acaso Parido decidiría poner al ma'amad en su contra por despecho y entonces no tendría adónde recurrir.
– No me gusta el tono que habéis adoptado conmigo, Ricardo -dijo Miguel-, y os prometo que este incidente habrá de dejar huella en vuestra reputación.
– Pues menudo sois vos para hablar de reputaciones -contestó el corredor dándole la espalda.
Uno de los días de aquella misma semana, Miguel salió temprano de la casa de su hermano y estuvo paseando a lo largo de Herengracht, en cuyas bonitas y amplias calles los tilos mostraban ya su nuevo follaje. Grandes mansiones se levantaban a ambos lados del canal en testimonio de la prosperidad que los holandeses habían conseguido en el pasado medio siglo, enormes edificios de ladrillo rojo demasiado bien construidos para que hubieran menester de la negra brea con que se recubrían tantas casas en la ciudad, con esquinas ornamentadas y deslumbrantes adornos. A Miguel le gustaba contemplar los dinteles que predecían la puerta de cada casa, con sus escudos de armas o los símbolos que representaban la fuente de riqueza de la familia: una gavilla de trigo, un barco con un alto mástil, un bruto africano encadenado.