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– Veo que nos entendemos -dijo Joachim-. Aceptaré esos dos florines.

Miguel retrocedió un paso, retirándose, le pareció a él, con gesto desafiante.

– Ahora no me sacaréis nada. Os he ofrecido amabilidad y vos respondéis con impudicia. Manteneos alejados de mí o la paja sucia y el aguachirle os parecerán el mayor lujo del mundo.

Miguel se dio la vuelta y se dirigió hacia la Bolsa, impulsando sus piernas pesadas y rígidas tan deprisa como pudo, tratando de disipar el malestar de aquel encuentro haciendo algo decisivo. El incidente volvía una y otra vez a su cabeza. Hubiera debido darle los dos florines. Hubiera debido darle diez. Cualquier cosa con tal que se marchara.

– Maldito sea mi orgullo -musitó. Un demente podía decir cualquier cosa, aun al ma'amad. Si Parido se enteraba de que Miguel había estado ejerciendo de corredor para un gentil, todas sus protestas serían como el humo en el aire.

Unas semanas antes, Miguel hubiera podido incluso golpear a Joachim y dejar que pasara lo que hubiera de pasar. Ahora tenía demasiado que perder. No pensaba poner en peligro sus nuevas expectativas por un vagabundo descontento. Prefería verlo en el fondo de un canal.

12

A Hannah le gustaba visitar la lonja de pescado durante las horas en que abría la Bolsa, pues tenía que pasar junto a la plaza del Dam y a veces veía a Miguel. Él andaba siempre ocupado en alguna conversación con uno u otro gran mercader, seguro de sí, acariciándose con gesto pensativo la barba crecida, y no reparaba en su presencia. Reía, daba una palmada a su amigo en la espalda. Nunca lo había visto tan a gusto como cuando estaba en el Dam, y le gustaba pensar que aquel hombre agradable y feliz era el yo secreto de Miguel, que se sentía a sus anchas a la sombra del ayuntamiento palaciego y la gloriosa Bolsa, la persona en quien se convertiría una vez se librara de las deudas y del yugo de su hermano.

Desde que llegaron a Amsterdam, Daniel se había aficionado a comer arenque y gustaba de probarlo tres veces por semana, en estofado o en salsa con pasas y nuez moscada, a veces rehogado con mantequilla y perejil. Los tenderos de los puestos del mercadillo tenían mil maneras de vender los arenques pasados, pero Annetje conocía todos sus trucos y supo hacerse indispensable a la hora de catar los ejemplares más vistosos por ver si los habían bañado en aceite, tintado o salado para disimular el olor a podrido. Cuando las mujeres iban a comprar su pescado, solían cruzar el Dam para buscar vendedores de verduras pero, aquella mañana, como Daniel había sido generoso con el dinero, adquirió también fruta para después de comer. Mientras andaba trajinando con la compra, Hannah no apartaba los ojos de la Bolsa, pues no sabía cuándo podía tener el placer de ver por un instante a Miguel, resplandeciente en su gloria pecuniaria.

Annetje se había mostrado inusualmente amable con ella desde que salieron de la iglesia. La moza nada sabía de su encuentro fugaz con la viuda y no supo a qué achacar tanta tristeza cuando volvió con ella. La llevó a la casa y le dio vino caliente con más clavo del habitual. Cocinó col para mejorarle la sangre, aunque, si su sangre reaccionó, Hannah no dio muestra alguna de ello. Annetje hizo chanza con ella, la regañó, la mimó, le pinchó con el dedo en el costado y estuvo dándole besos y pellizcos en las mejillas, pero nada dio resultado. Al cabo, la joven se resignó y declaró que no pensaba malgastar su tiempo tratando de animar a una mujer tan aburrida.

Hannah había pensado decírselo. Quería decírselo a alguien, pero no estaba de humor para compartir más secretos con la moza, de modo que guardó silencio. Pasaba las noches rememorando aquella mirada tan perversa y, en una o dos ocasiones aun pensó en despertar a Daniel -o zarandearlo, pues con frecuencia estaba medio despierto por el dolor de muelas- y confesárselo todo. Él nunca la echaría, no mientras llevara en su vientre a su hijo. Aun así, contuvo su lengua. Pensó en decírselo a Miguel. Después de todo, la viuda era su amiga, pero no hubiera podido explicarle qué asuntos le ocupaban a ella en aquella zona de la ciudad.

No es menester que nadie lo sepa, se repetía una y otra vez durante aquellas largas noches. Nadie lo descubriría y no pasaría nada si se limitaba a callar.

Ahora lo único que la reconfortaba era el grano del café. Se había deslizado una vez más hasta el sótano de Miguel y se había guardado un puñado en el delantal. Un puñado. ¿Cuánto duraría? Cogió otro y luego medio más para asegurarse de que no sentiría el apremio de volver tan pronto a por más. En el saco echaba de verse que había menos grano, pero Miguel no se daría cuenta. Si comerciaba con aquel fruto, sin duda podría conseguirlo fácilmente. Hasta es posible que aquel saco fuera otro.

Así pues, aquel día, cuando ella y Annetje volvían ya al Vlooyenburg, con los cestos cargados de pescado y zanahorias, Hannah iba mascando grano, muy lentamente, para que duraran más. Pero aunque ya había comido una docena o más de ellos, el miedo la atenazaba y empezó a preguntarse si acaso el efecto del fruto no fuera suficiente para los terrores que ahora acechaban por doquier.

Apenas si sabía por dónde pasaban, y Annetje, viéndola tan ausente, la llevó por el estrecho y antiguo Hoogstraat, donde las piedras estaban manchadas de la sangre de los puestos de carne de cerdo que había a ambos lados. Se conoce que se complacía en la idea de llevar la sangre de un cerdo en sus pies al interior de la casa de un judío. Hannah trató de evitar los charcos de sangre, pero cuando ya habían recorrido la mitad de aquel lugar, el fuego de unos ojos que la miraban la alteró grandemente, como el aliento caliente de un predador. No se atrevía a darse la vuelta, de suerte que, con su mano libre aferró el brazo de Annetje, con la esperanza de que entendiera: apresurémonos. Pero Annetje no se dio por enterada. La moza intuyó que pasaba algo, se detuvo y se volvió para mirar. Hannah no tuvo más remedio que volverse también.

La viuda se acercó, hermosa como un retrato, con aquella sonrisa suya tan irresistible. Apenas miraba por donde caminaba, pero su gracia natural le hacía evitar los charcos de sangre y despojos. Unos pasos más atrás iba su criado, joven, rubio, bien parecido, pero con gesto amenazador. Se había quedado rezagado, para poder vigilarla.

– Querida -le dijo la viuda a Hannah-, ¿entendéis mi lengua? -Se volvió hacia Annetje-. Moza, ¿me entiende la senhora?

Hannah estaba demasiado asustada para mentir, aun para contestar. Su cabeza se había alborotado a causa del fuerte olor a sangre. Sin duda la viuda quería algo a cambio de su silencio y si Hannah no podía dárselo, ella, su marido y su hijo serían destruidos. Y, sin duda, para salvarse, Daniel se divorciaría. Podía salvar su reputación en la comunidad actuando cruelmente con la esposa que había mancillado su nombre. Y entonces, ¿qué haría ella? ¿Refugiarse con su hijo al amparo de algún convento?

– Entiende lo bastante -contestó Annetje sin ocultar su confusión. Sabía quién era la viuda y no acertaba a imaginar qué asuntos pudiera tener con su ama-. Pero su lengua es demasiado torpe para formar los sonidos de la lengua holandesa.