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Aun cuando la moza era una picaruela, en aquel momento demostró lo que valía. Si Hannah no podía hablar, la viuda habría de ser más directa y la conversación acabaría antes.

– Muy bien, cariño, vos haced que sí con la cabeza si me entendéis y que no si no. ¿Podréis hacerlo, cielo?

Hannah asintió.

– Sois una joven fuerte y hermosa, a pesar de las ropas austeras que vestís. ¡Cuán triste ha de ser llevar tanta belleza escondida! El senhor Lienzo habla con frecuencia de vuestra hermosura, y de la buena fortuna de su hermano por tener una esposa tan bella.

Hannah no sabía si debía asentir. Le parecía inmodestia admitir su belleza. Pero Miguel la tenía por mujer hermosa, y eso era bueno.

Hannah no pudo tenerse y echó mano al delantal por coger uno de los pocos granos de café que le quedaban, manchados ahora de algodón y por el polvo de la calle. Se llevó el puño a la boca como si temiera algo y deslizó el grano al interior. No podía ponerse a masticar, se dijo entre sí, así que se consoló apretándolo con fuerza entre las muelas, tanto que el grano se partió. Bueno, si masticaba con tiento no pasaría nada.

– El domingo. -Annetje estaba repitiendo unas palabras que a Hannah se le habían escapado. La cabeza de la moza repasaba las posibilidades-. ¿Cerca de la Casa del Peso?

– Cerca de la Casa del Peso -confirmó la viuda amablemente-. La senhora y yo nos vimos. ¿No es cierto, querida?

Hannah asintió de nuevo: era una buena oportunidad para dedicarse a algunos de los trozos más grandes del grano.

– Os vi persiguiendo a vuestra doncella. No acierto a imaginar lo que pudo hacer para que su señora hubiera de perseguirla, pero imagino que no es de mi incumbencia.

Annetje chasqueó la lengua.

– Tengo por seguro que los juegos de la juventud son un recuerdo muy lejano para vos, de ahí que os desconcierten.

– Eres una ramera muy lista. Pasaré por alto tus groserías, pues deseo que nos entendamos cuanto antes. -Miró a Hannah-. Solo quiero que sepáis que dio la casualidad de que estuve cerca de la Casa del Peso toda la mañana. Ciertamente, os vi cuando pasaba por el Oudezijds Voorburgwal y vi de qué casa salíais. Y sé lo que sucedería si todo el mundo se enterara. -Alargó el brazo y oprimió con los dedos muy suavemente el vientre de Hannah. Solo un instante-. Solo quería pediros que seáis más prudente. ¿Lo entendéis?

Hannah asintió una vez más.

– ¿Y qué le importa a ella vuestra preocupación, vieja? -preguntó Annetje.

La viuda sonrió apenas.

– Seguramente no sabéis quién soy. No me imagino a mi querido senhor Lienzo hablándoos de mí y supongo que os preocupará saber que sé lo que sé. Sólo quería deciros que no debéis temer nada de mí. Tengo muchos talentos, querida senhora, pero ninguno me es más querido que el de guardar secretos. Podéis dormir tranquila, pues jamás diré a nadie lo que vi… ni al senhor Lienzo, desde luego, aunque es un buen amigo; ni aun a mi querido Hendrick.

Hendrick hizo una reverencia ante Hannah.

– Lo único que pido a cambio… -empezó Geertruid, pero entonces calló-. No, no a cambio. No haré un trato con vos, no quiero que penséis que mi silencio es algo precioso que fácilmente se puede romper. Guardaré vuestro secreto, pero me gustaría pediros un favor, corderito. ¿Me lo permitís?

Hannah asintió y tragó el último fragmento de café que le quedaba.

– Estoy tan contenta… solo quería pediros que no habléis de lo que vos visteis… ni al senhor Lienzo, ni a vuestro marido, ni a ninguna amiga, ni tan siquiera a esta dulce jovencita de la cual dependéis. Creo que lo mejor es que las dos olvidemos que nos vimos aquel día. ¿No estáis de acuerdo?

Otra cabezada de asentimiento.

– Estoy tan contenta… ¿Puedo besaros? -Esta vez, Geertruid no esperó a que asintiera. Se inclinó hacia delante y aplicó sus suaves labios al velo de Hannah, apretando un poco hasta que la joven sintió muy cerca el aliento caliente de la viuda-. De ser las cosas de otro modo, estoy segura de que podríamos ser amigas. Es una pena, pero debéis saber que os deseo lo mejor. Adiós, querida mía.

Geertruid se dio la vuelta y fue hacia Hendrick, que obsequió a las damas con otra reverencia.

– Jesús -dijo Annetje en voz alta-, espero que el senhor no se ayuntará con mujer tan mustia.

Hannah se puso a caminar con premura. Annetje se quedó mirando cómo se alejaban y luego corrió tras de su señora.

– Jesús -exclamó Annetje-, haréis bien en decirme qué asunto era ese.

Hannah mantuvo la mirada al frente. Un grupo de damas, matronas de anchas cinturas, pasaron junto a ellas, mirando el velo de Hannah.

– Ya podéis hablar -la animó Annetje-. No hay mal en ello.

– No hablaré de ese asunto -dijo. Se sentía como si la viuda fuera alguna suerte de bruja, como si le hubieran hecho un conjuro, como si desafiar sus deseos hubiera de acarrearle alguna maldición. ¿Cómo podía estar segura de que la viuda no era una bruja?

– No seáis tonta -la encomió Annetje con tiento-. Que esa vieja ramera lo diga no significa que hayáis de hacerlo. ¿Qué sabe ella de lo que hablamos?

– Si he de esperar que ella guarde silencio, yo he de guardarlo también.

– Bonita manera de verlo. -Annetje chasqueó la lengua-. Pero yo quiero conocer el secreto de esa mujer.

Hannah se detuvo. Miró a Annetje abiertamente.

– Mi hijo está en peligro. Te ruego que no digas una palabra de esto a nadie. Debes prometérmelo.

Annetje rió alegremente.

– No, no pienso hacerlo -dijo-. Puedo arruinaros más fácilmente que esa viuda, y no pienso hacer ninguna promesa porque vos me lo digáis.

Hannah no se apartó. No pensaba dejarse intimidar, al menos con aquello.

– Me lo prometerás y harás honor a tu palabra.

Annetje dejó de reír y la sonrisa se retiró de su rostro como un gato esconde sus garras.

– ¿Queréis mi promesa? Os prometo que si me ocultáis algún secreto, le diré a vuestro marido lo que sé. Ahí tenéis mi promesa. Volved a ocultarme vuestros asuntos y tendréis motivo para arrepentiros. Ahora dejad de mirarme como un cachorro y sigamos camino.

Hannah asintió con expresión indefensa. Aun así, había ganado, ¿no es cierto? Annetje le había dicho que no le ocultara ningún secreto, no que tuviera intención de revelar aquel. Se había echado atrás.

Acaso la fuerte voluntad de la moza no fuera tan mala. Pero ¿qué hacer con la viuda? Detestaba ocultarle nada a Miguel, pero ¿qué podía hacer? De todos modos, la viuda era amiga de Miguel y es posible que le estuviera preparando una sorpresa. O acaso lo estaba ayudando en algún negocio sin saberlo él. Sí, era eso, seguro. Estaba ayudando a Miguel secretamente y no quería que él lo supiera por que no se ofendiera. Todo irá bien, se repetía una y otra vez, deseando poder creerlo.

13

Después de aquella tarde decepcionante, nada hubiera complacido más a Miguel que el aislamiento y la tranquilidad del sótano de su hermano. A pesar de ser un lugar tan lóbrego, la casa constituía su refugio frente al mundo.

Habían pasado más de dos semanas y aún no había tenido noticia de ninguno de sus posibles agentes. Cierto, todavía era pronto, pero en dos semanas entraba ya dentro de lo posible que tuviera alguna noticia. Eso se había dicho para sí: «No esperes recibir respuesta alguna antes de dos semanas», aunque albergaba secretamente la esperanza de saber algo antes.

Ahora, si acaso algo pudiera tranquilizarlo, serían unas buenas velas, un vaso de vino… incluso puede que algo de café. Miguel se había pasado a ver al librero aquella tarde y encontró un nuevo cuento de Pieter el Encantador y su esposa Mary. Solo tenía dieciocho páginas, pero lo hojeó superficialmente por no estropear el misterio.