Senhor Lienzo:
Cuando hablamos antes, acaso mi actitud fuera un tanto encendida. De todos modos, estaréis de acuerdo conmigo en que mi cólera está justificada y que ciertamente me debéis más de lo que estáis dispuestos a admitir. Así pues, os ruego que aceptéis mis excusas. Quería haceros saber que me alegra que podamos colaborar en un asunto que pueda beneficiarnos mutuamente. Siempre a vuestro servicio,
Joachim Waagenaar
Miguel dio un trago a su brebaje, aunque bien hubiera podido tratarse de cerveza, pues estaba tan embebido que no reparó en su amargor. Sin duda, aquel hombre estaba más loco de lo que Miguel había imaginado. ¿Acaso Joachim no había entendido nada de la conversación, ni aun lo relativo a su parte?
Después de doblar la carta y echarla al fuego, Miguel comprobó el resto de su correspondencia, entre la que encontró más frases inquietantes del comerciante de Moscovia, que había tomado por costumbre escribirle dos veces al día. Miguel no estaba de ánimo para contestar a aquellas palabras y, en lugar de ello, sacó su nuevo panfleto. Pero las astucias de Pieter el Encantador no tenían ningún atractivo para él en aquellos momentos.
Luego oyó pasos en la escalera, y dejó la pipa y el cuenco. Pensó que acaso tendría que hacer frente a Annetje, cuya simpleza solo haría que irritarlo, mas a quien vio fue a Hannah, en mitad de la escalera, con una vela humeante en la mano, tratando de ver algo en la habitación escasamente iluminada.
– ¿Estáis ahí, senhor? -dijo con suavidad.
Miguel no supo qué contestar. Hannah nunca antes había bajado al sótano, y que hiciera aquello sin haber llamado antes era inconcebible. ¿Y si hubiera estado desnudo? Recordó que no había cerrado la puerta, y acaso Hannah lo había interpretado como una invitación a recibir visitas. Un error semejante, decidió, no debía repetirse.
– Aquí estoy, senhora. -Dejó su cuenco de café y fue hasta el pie de la escalera-. ¿Me necesitáis?
– He olido algo extraño -le dijo ella, bajando unos cuantos escalones-. Quería cerciorarme de que todo iba bien.
Ningún olor, aparte del fuego o el vómito, podía provocar tal respuesta. Sin duda, el café era el responsable. Desde que recibió el grano de Geertruid, se había acostumbrado a su aroma, pero es cierto que, para quien no estuviera familiarizado con él, sin duda parecería algo extraño.
– Oh, el suelo está mojado -comentó Hannah-. ¿Habéis derramado algo?
– Es el canal, senhora. Por la noche se desborda.
– Lo sé -dijo ella pausada-. Me preocupa que podáis enfermar.
– Me las arreglo bastante bien, senhora. Y mejor es dormir entre la humedad que en una habitación demasiado caliente y sin ventanas. Lo pregunté a un médico.
– Quería ver de dónde venía ese olor. -Parecía confusa, como si hubiera tomado demasiado vino. Y, ahora que reparaba en ello, le notaba la voz algo suelta e incoherente. Se conoce que estaba haciendo un esfuerzo por decir algo. Miguel sabía que Hannah se deleitaba indebidamente en su compañía, que le gustaba cuidarlo y hablar con él, pero bajar al sótano… ¿había descubierto en su persona una osadía ignorada?
– No hay necesidad de que os preocupéis, senhora. El olor no es otra cosa que una nueva clase de té. Lamento que os haya perturbado.
– ¡Una nueva clase de té! -dijo ella casi gritando, como si eso fuera lo que estaba deseando oír. Aunque Miguel no lo veía del todo claro. A él le pareció más bien que Hannah había visto la ocasión y había echado mano de ella. Hannah se aventuró a dar otro paso, hasta que estuvo apenas unos centímetros por encima del agua-. Daniel cree que el té es un derroche, pero a mí me encanta.
Miguel notó que el pañuelo de Hannah se había soltado y que un grueso mechón de pelo negro le caía sobre la frente. La mujer había vuelto hacía muy poco a la fe judía y acaso no entendiera la importancia de una ley que prohibía que una mujer casada mostrara sus cabellos a ningún hombre que no fuera a su esposo. A Miguel este mandato se le había antojado un tanto extraño cuando llegó a Amsterdam, pero hasta tal punto había asimilado su necesidad que difícilmente se hubiera sentido más violento si la mujer le hubiera mostrado los pechos… los cuales eran grandes y de considerable interés.
Así pues, el mechón de cabello le resultaba a Miguel extrañamente excitante.
– Tal vez podríais probarlo algún día -dijo Miguel con un aturullamiento excesivo. Sintió que el rostro se le enrojecía y el pulso se le aceleraba. Sus ojos se clavaron en aquel mechón. En un instante supo cómo sería al tacto: suave y frágil a la par; podía percibir su aroma húmedo. ¿Sabía ella que se estaba exponiendo de aquella forma? No, imposible. Miguel hubiera querido decir algo para ayudarla a rectificar su error antes de que Daniel se diera cuenta, pero si le decía que se había expuesto de aquella forma, sin duda se sentiría mortificada.
– Será un placer compartir mi té con vos en otra ocasión -le dijo-. Espero que cerraréis la puerta cuando salgáis.
Hannah entendió perfectamente.
– Lamento haberos molestado, senhor. -Y retrocedió subiendo las escaleras.
Miguel pensó en llamarla, en decirle que no lo molestaba. No podía dejar que se fuera sintiéndose una necia. Pero sabía que eso era exactamente lo que tenía que hacer: dejar que se sintiera como una necia. Que no vuelva a bajar. Ningún bien podría venir de ello.
Miguel volvió a su escritorio y terminó su bebida. No podía permitirse pensar en ella, pues ya tenía bastantes problemas sin necesidad de que la imagen de la mujer de su hermano lo confundiera también. Mejor haría en pensar la forma de sacar a Joachim Waagenaar de sus asuntos.
Miguel no fue capaz de hallar la solución, aun cuando pasó la noche en vela. Muchas horas después de que la casa hubiera callado, se escurrió hasta el ático para despertar a Annetje, y cuando se despachó con ella logró por fin hallar descanso.
de
Las reveladoras y verídicas memorias
de Alonzo Alferonda
Desde que Miguel Lienzo empezó a interesarse por el extraordinario fruto, me había estado reuniendo con él en una pequeña taberna de café del Plantage regentada por un turco llamado Mustafá. Ignoro si era este su nombre o no. Era el nombre de un turco al cual vi una vez en una representación, y el turco de la taberna me recordaba al mahometano ficticio de la obra. Si le molestaba que lo llamara por ese nombre, jamás lo dijo.
Una tarde, cuando me encontré con Lienzo, yo había tenido la buena fortuna de que Mustafá me sirviera una exquisitez inusual. Me hallaba sentado, disfrutando del bebedizo, cuando Lienzo se presentó muy impaciente. Él había conseguido mi ayuda en un asunto relacionado con el aceite de ballena que había tenido bastante buen final para él.
– He oído que os ha ido bien -le dije, haciendo una señal a Mustafá para que trajera una taza del extraño brebaje que me había servido-. Tenéis suerte de tener a Alferonda por amigo.
– Puede que me haya ido bien, pero todavía no tengo el dinero -dijo Miguel-. El corredor que lo compró, el tal Ricardo, se niega a pagarme.
Yo conocía a Ricardo seguramente mejor que Miguel, y no podía estar más sorprendido.
– ¿Cómo? ¿No os ha pagado nada?
– Nada. Me ha prometido que en el plazo de un mes, tal vez. Y entretanto, mi agente de Moscovia me exige que le pague todo lo que le tomé prestado.
– Yo, personalmente, recomiendo que uno pague siempre sus deudas, pero también es cierto que tengo un interés en todos estos asuntos.
Mustafá colocó la bebida delante de Miguel, servida en un pequeño cuenco blanco, no mayor que la cáscara vaciada de un huevo. La bebida era de color amarillo, de un dorado casi metálico, y había muy poco, pues era muy cara y muy rara. Por supuesto, no pensaba decirle aquello a Miguel. Yo pagué su bebida.