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– ¿Qué es esto? -me preguntó.

– ¿Pensáis que solo hay una clase de café? El café es como el vino: cien variedades y sabores. Cien naciones por todo el orbe lo beben, cada una con sus preferencias, y cada una ofrece sus placeres al bebedor entendido. Mi amigo turco consiguió una pequeña cantidad de este tesoro de las Indias Orientales, y lo he convencido para que lo comparta con nosotros.

Miguel olfateó con la cautela de un gato y, tras decir una oración, se llevó el pequeño cuenco a los labios. Su frente se arrugó enseguida.

– Curioso -dijo-. Es más almizclado que los otros cafés que he probado, pero también más líquido. ¿Qué es?

– Lo llaman café de mono -dije yo-. En los bosques tropicales hay una bestia que se alimenta del fruto del café. Pero solo de los más perfectos, de suerte que los nativos han aprendido que puede hacerse un café muy gustoso con los excrementos de tales criaturas.

Miguel dejó el cuenco.

– ¿Me estáis diciendo que esto está hecho con excremento de mono?

– Yo no lo diría con tanta crudeza, pero sí.

– Alonzo, ¿cómo es posible que me hayáis hecho beber esta abominación? Además de ser repugnante, sin duda es una violación de nuestras leyes sobre los alimentos.

– ¿Y eso por qué?

– Porque procede de un mono, y la carne de mono no se puede comer.

– Pero ¿y las heces de mono? Jamás he oído que estuviera prohibido.

– Si no podemos comer su carne, ¿cómo habríamos de comer sus excrementos?

– Lo desconozco -dije yo encogiéndome de hombros-. Sin embargo, sé que el pollo es carne, y en cambio los huevos ni son carne ni son leche. De este modo podemos considerar que los sabios creían que lo que sale de las tripas de una criatura acaso no sea de igual esencia que la criatura en sí.

Miguel apartó el cuenco de su lado.

– Sois muy convincente, pero no creo que vuelva a beber brebaje de cacas.

Yo sonreí y di un sorbito a mi cuenco.

– He oído que la ayuda de Parido no es tan útil como cabría esperar.

– Sí -dijo él-, el brandy. No hay forma de saber si pretendía hacerme perder o si el cambio de precio le sorprendió a él también.

– Por supuesto que lo pretendía. Parido ha sido vuestro enemigo estos dos años, y cuando de pronto dice ser vuestro amigo y actúa en vuestro nombre, os cuesta dinero. No creo que sea por azar, Miguel. Se ha descubierto.

– Yo le arrebaté una cantidad semejante con el aceite de ballena.

– Es posible -comenté yo-. Pero si le arrebatasteis tal cantidad, está claro que aún no ha llegado a vuestras manos.

– ¿Me estáis diciendo que el cliente de Ricardo es Parido, que es él quien se niega a pagarme?

– No necesariamente. Acaso Parido se limita a utilizar su influencia para evitar que el dinero llegue hasta vos. Sugiero que presionéis a Ricardo con más empeño. No podéis llevarlo ante el ma'amad, pero podéis encontrar otra forma de doblegarlo.

– ¿Alguna sugerencia?

Me encogí de hombros.

– Si se me ocurre algo, no dudéis que os lo comunicaré.

– Eso no me ayuda. Siento que las cosas se me escapan de las manos. He ganado un dinero con el aceite de ballena pero no puedo hacerme con él. Empiezo en el negocio del café y todo el mundo me advierte que lo abandone.

– ¿Quién os ha advertido que abandonéis?

– Isaías Nunes y mi hermano.

– Nunes tiembla de oír sus bostas caer en el orinal. No debéis permitir que su cobardía os afecte. Y en cuanto a vuestro hermano, antes es hombre de Parido que vuestra sangre.

– ¿Qué queréis decir?

– Lo que digo es que acaso Parido sabe de vuestros esfuerzos con el café y teme que os salga bien. Debéis actuar con rapidez y aferraros a vuestro objetivo.

– No tengo intención de actuar de otro modo.

– Es justo lo que deseaba oír.

14

En la cocina, Annetje troceaba cebollas mientras Hannah limpiaba el pescado maloliente. Introdujo el cuchillo en el vientre grisáceo y blando del animal tratando de vencer la resistencia e hizo más fuerza de la que era menester. El pescado se abrió con facilidad, y Hannah echó las vísceras en un cuenco de madera. Annetje las utilizaría para preparar un hutsepot con ingredientes permitidos a los judíos… joodspot lo llamaba ella.

– He estado pensando en vuestro encuentro con la vieja viuda -dijo Annetje.

Hannah no levantó la vista de las vísceras. Tenía unos cuantos granos de café en el delantal, pero no quería tocarlos con las manos oliéndole a pescado. Aun así, el grano la llamaba. Hacía horas que no comía ninguno. Horas. Sus existencias se estaban acabando y, después de su embarazosa visita al sótano la noche antes, pensó que acaso lo mejor fuera racionar lo poco que tenía.

– No debéis decir nada al senhor Lienzo, al senhor Miguel Lienzo. Por supuesto, ya sabéis que tampoco debéis decir nada a vuestro esposo.

– Yo también he pensado en todo esto -confesó Hannah-, y no sé si debo o no guardar silencio. Esa mujer dice ser su amiga. Él debe saber que le oculta secretos.

– La gente tiene derecho a tener sus secretos -dijo Annetje, con algo más de generosidad esta vez. Echó una pizca de comino en el cuenco con la cebolla-. Vos tenéis vuestros secretos, y vos estáis mejor, vuestro marido está mejor y el mundo está mejor por ello. ¿Quién puede asegurar que no sucede lo mismo con la viuda?

En otro tiempo, estas palabras la hubieran hecho callar, pero ahora las cosas eran distintas.

– Pero no sabemos si eso es cierto. -Su dedo oprimió la carne bajo la piel del pescado-. ¿Y si pretende hacerle daño?

– Estoy segura de que no se trata de nada que deba preocuparnos y, aun si así fuera, nosotras nada podemos hacer. Después de todo, no querréis que ella hable de vuestros secretos…

Hannah consideró esa posibilidad un momento.

– Pero el senhor Miguel no es mi esposo. Podemos confiar en su silencio.

Ella cerró los ojos.

– Tal vez no.

Annetje dio un mordisco a una cebolla como si de una manzana se tratara y masticó abriendo mucho la boca. Hannah le había pedido en muchas ocasiones que no comiera cebollas. Si Daniel se enteraba de que tomaba con tanta liberalidad su comida, se enojaría.

– Vuestro comportamiento le resulta curioso. Me dijo que anoche os presentasteis ante él en el sótano con el pañuelo medio abierto y los cabellos descubiertos.

Esa moza se iba a enterar de lo que era un pañuelo abierto cuando Hannah la estrangulara con él.

– Ignoraba que estaba abierto hasta que me fui.

– Creo que lo excitó -dijo ella con la boca llena de cebolla.

– Oh algo en el sótano.

– Y yo estoy oliendo algo ahora, y es repugnante. No podéis decírselo, os traicionará. Su religión le preocupa mucho más que vos, os lo aseguro. Piensa que sois una necia, y si habláis con él, verá que tenía toda la razón.

– ¿Por qué habría de considerarme una necia por querer ayudarle?

– No lo ayudéis. Os traicionará por el puro placer de hacerlo. Os lo advierto, no confiéis en él. Si habláis con él, me consideraré traicionada. ¿Me habéis entendido?

– Te entiendo -dijo Hannah muy pausada, pensando en el café de su delantal.

Las cartas empezaron a llegar enseguida. Miguel se sentó en el sótano, encendió dos lámparas de aceite y abrió la correspondencia del día, sin atreverse a esperar nada. Pero allí estaba: una carta del primo de un amigo que ahora vivía en Copenhague. No entendía por qué Miguel necesitaba comprar en un momento determinado de un día determinado, pero aun así estaría encantado de ayudarle, dada la comisión que ofrecía.