– Se hace con el fruto del café -le dijo Geertruid, cruzando los brazos como si hubiera inventado el bebedizo ella misma.
Miguel ya había topado con el café una o dos veces, pero solo como parte de la mercancía de las Indias Orientales. En la Bolsa, los negocios no requerían que el hombre conociera la naturaleza de cada objeto, solo su demanda… y a veces, en el calor del negocio, ni tan siquiera eso.
Miguel recordó que debía pronunciar una bendición ante las maravillas de la naturaleza. Algunos judíos se daban la vuelta ante sus amigos gentiles cuando bendecían la comida o la bebida, pero Miguel se deleitaba en las oraciones. Gustaba de pronunciarlas en público, pues en aquellas tierras no podían perseguirlo por hablar la lengua sagrada. Deseó que se le presentasen más ocasiones para bendecir cosas. Pronunciar aquellas palabras le producía una satisfactoria sensación de vértigo; se imaginó cada palabra hebrea pronunciada abiertamente como un cuchillo clavado en las tripas de algún inquisidor.
– Es una nueva sustancia… totalmente nueva -explicó Geertruid cuando Miguel terminó-. No se toma para deleite de los sentidos, sino para despertar el intelecto. Sus defensores lo toman en el desayuno por bien de recobrar el sentido y por la noche para mantenerse despiertos más tiempo.
El rostro de Geertruid se tornó sombrío como el de un predicador calvinista que despotrica desde un púlpito improvisado en la plaza de una ciudad.
– El café no es como el vino o la cerveza, que bebemos para divertirnos o porque ataja la sed o incluso porque es delicioso. Esto os dará más sed, nunca os pondrá alegre y el sabor, seamos sinceros, puede resultar curioso, pero no placentero. El café es algo… algo mucho más importante.
Miguel conocía a Geertruid lo suficiente para estar al tanto de sus hábitos descabellados. Podía reír toda la noche y beber tanto como cualquier holandés vivo, podía descuidar sus asuntos y corretear descalza por los campos como una niña. Pero con los negocios era tan seria como cualquier hombre. Que una mujer se dedicara a los negocios como ella hubiera sido impensable en Portugal, pero entre los holandeses aun cuando no eran cosa común, las de su género podían encontrarse.
– Esto es lo que pienso -dijo ella con una voz que a duras penas se oía entre el bullicio de la taberna-: la cerveza y el vino pueden provocar el sueño, pero el café hará al hombre estar despierto y despejado. La cerveza y el vino lo mudan en un ser meloso, pero el café le hará perder el interés por la carne. El hombre que bebe el fruto del café solo se preocupa por los negocios. -Hizo una pausa para tomar otro sorbo-. El café es la bebida del comercio.
¿Cuántas veces, llevando un asunto en una taberna, no había vacilado el ingenio de Miguel con cada bock de cerveza? ¿Cuántas veces no había deseado tener la concentración necesaria para otra hora de claridad con las listas de precios de la semana? Una bebida que ayudara a mantenerse sobrio era justamente lo que necesitaba un comerciante.
Miguel empezaba a sentirse exaltado y se dio cuenta de que golpeteaba el suelo con el pie con impaciencia. Los sonidos e imágenes de la taberna se desvanecieron. Solo estaba Geertruid. Y el café.
– ¿Ahora quién lo bebe? -preguntó.
– No puedo saberlo -reconoció Geertruid-. He oído decir que hay una taberna de café en la ciudad… frecuentada por turcos, según dicen, pero nunca la he visto. No conozco holandés que tome este café, a menos que se lo mande el médico, pero se correrá la voz. En Inglaterra ya han abierto algunas tabernas que sirven café en lugar de vino y cerveza, y los comerciantes corren a ellas en tropel para hablar de negocios. Estas tabernas de café se están convirtiendo en pequeñas Bolsas en sí mismas. Sin duda, en breve espacio, empezarán a abrirse aquí también, porque ¿qué ciudad ama los negocios más que Amsterdam?
– ¿Estáis sugiriendo que queréis abrir una taberna? -preguntó Miguel.
– Las tabernas no importan. Debemos ponernos en posición de poder suministrarles el café. -Le cogió de la mano-. Pronto habrá demanda, y si nos preparamos para responder a esa demanda, podemos hacer mucho dinero.
El aroma del café empezó a marear su cabeza con algo semejante al deseo. No, no deseo, sino avaricia. Geertruid había dado con algo, y Miguel sentía su ansia contagiosa hinchándose en su pecho. Era como el pánico, o el júbilo, o alguna otra cosa, pero hubiera querido saltar de su asiento. ¿Venía aquella energía de la fuerza de la idea o era efecto del café? Si el fruto del café hacía que un hombre no pudiera tenerse, ¿cómo había de ser la bebida del comercio?
El café era algo maravilloso y, si en Amsterdam nadie planeaba sacar provecho de aquel nuevo brebaje, podía ser exactamente lo que lo salvara de la ruina. Durante seis terribles meses, Miguel se había sentido a veces como si estuviera soñando despierto. Su vida había sido sustituida por una triste imitación, por la vida exangüe de un hombre inferior.
Miguel adoraba el dinero que venía del éxito, pero veneraba más el poder. Le gustaba el respeto que inspiraba en la Bolsa y el Vlooyenburg, el barrio vecino donde vivían los judíos portugueses. Le gustaba ofrecer pingües comidas sin preocuparse por el dinero. Le complacía dar dinero a obras de caridad. Ahí iba, dinero para los pobres… ¡que coman! Ahí iba ese dinero para los refugiados… ¡Que puedan encontrar casa! Ahí iba ese dinero, para los eruditos de Tierra Santa… ¡Que trabajen para traer la venida del Mesías! El mundo podía convertirse en un lugar más sagrado si Miguel tenía dinero para dar y lo daba.
Ese era Miguel Lienzo, no aquel despojo de cuyos fracasos se mofaban los niños y las orondas esposas. No podría soportar mucho más las miradas inquietas de los otros comerciantes, que se alejaban de él a toda prisa por miedo a que su infortunio se extendiera corno una plaga, ni la mirada compasiva de la mujer de su hermano, cuyos ojos humedecidos delataban que encontraba cierta semejanza entre su desdicha y la de él.
Tal vez ya había sufrido bastante y Él, bendito sea, había puesto la oportunidad ante él. ¿Cómo osaba pensar cosa semejante? Miguel deseaba aceptar cualquier cosa que Geertruid propusiera, pero había perdido demasiadas veces en los meses pasados como para dejarse llevar por una corazonada estúpida. Sería necedad seguir adelante, más aún con un socio cuya sola existencia lo pondría en una posición vulnerable ante el ma'amad.
– ¿Cómo es que esta poción mágica no se ha extendido aún por Europa?
– Todo debe tener un principio. ¿Hemos de esperar a que otro ambicioso mercader sepa de este secreto? -añadió la mujer con tono conspirador.
Miguel se apartó de la mesa y se sentó más derecho.
– Decidme lo que proponéis. -Esperó con sorprendente hambre las palabras de Geertruid; la mujer no contestaba con la suficiente rapidez, y Miguel quería responder antes incluso de que las palabras hubieran sido pronunciadas.
Geertruid se frotó sus largas manos.
– He decidido hacer cierta clase de negocio con el café y tengo un capital, pero ignoro cómo he de proceder. Vos sois hombre de negocios, y yo necesito vuestra ayuda… y vuestra asociación.
Una cosa era llamar a aquella animosa viuda amiga cuando estaban en privado, beber y apostar con ella, hacer de intermediario en la Bolsa y realizar pequeños acuerdos de vez en cuando, a pesar de que el ma'amad había prohibido ejercer de corredor para los gentiles so pena de ser excomulgados. Otra muy distinta aceptarla como socia. Algunos judíos tal vez pudieran salir airosos de aquella inusual disposición, pero Miguel no podía contar con su buena suerte, al menos sin un dinero o unas influencias que lo protegieran.
En otro tiempo Miguel se había mofado de la falta de humor de la censura del consejo, pero el ma'amad había empezado a cumplir sus amenazas. Enviaba a sus espías en busca de quienes violaban el sabbath y comían alimentos impuros. Y expulsaba a quienes, como el usurero Alonzo Alferonda, quebrantaban sus normas arbitrarias. Perseguía a quienes, como el pobre Benito Spinoza, proferían herejías tan imprecisas que nadie hubiera podido imaginar que sus palabras eran herejía. Es más, Miguel tenía un enemigo en el consejo que, sin duda, esperaba la más mínima excusa para golpear.