Miguel preparó un cuenco de café para celebrarlo y leyó el resto de cartas. Nada de posibles agentes, pero al día siguiente tuvo noticias de un conocido de Marsella y del marido de una prima lejana de Hamburgo. A mediados de la semana siguiente ya sabía de tres personas más y, una semana más tarde, de otras cuatro, aunque sin duda llegarían más. Ya casi lo tenía. Ahora solo quedaba una cosa importante que discutir con Geertruid.
Ella propuso el paseo del Plantage. Miguel pensó que lo más indicado sería una visita a la taberna de café, pero Geertruid no mostró ningún interés.
– En la vida hay otras cosas aparte del café -le dijo-. No debéis olvidar que soy holandesa y que me gusta beber grandes cantidades de cerveza. Eso de quedarse en pie toda la noche mirando cuadernos y libros es para los judíos.
Caminaron por senderos iluminados por antorchas pensadas para convertir la noche en día. Parejas con bonitas vestiduras pasaban junto a ellos, ricos burgueses con sus esposas, hermosas o sencillas, jóvenes parejas que salían para ver la vida, ladrones con astutos disfraces. En Lisboa, estas personas que salían buscando solaz hubieran sido todas de noble cuna y de antiguos linajes, pero aquellos eran nuevos ricos, mercaderes de la Bolsa con sus bellas esposas, hijas de mercaderes.
Miguel tomó a Geertruid del brazo y caminaron como si estuvieran casados. Pero, de tener una esposa ¿hubiera podido llevarla Miguel por las verdes sendas del Plantage? No, la hubiera dejado en casa cuidando de los niños, y Geertruid seguiría siendo la mujer a quien llevaba del brazo.
Geertruid alzó los ojos y le sonrió a su amigo; parecía mismamente que no había cosa en el mundo que la complaciera tanto como pasear con él en una noche como aquella. Llevaba uno de sus vestidos más hermosos, con azules y rojos.
– ¿En qué punto están los asuntos? -preguntó-. Contadme todas esas maravillosas noticias. Deleitadme con los relatos sobre nuestra próxima fortuna.
– Las cosas van bastante bien -le dijo Miguel-. Tan pronto traspaséis el dinero a mi cuenta, mi querida señora, podré pagar a mi mercader de las Indias Orientales por el café. Después habremos de asegurarnos de haber contactado con nuestros agentes y comprobar todos los detalles de nuestro plan antes de que llegue la mercancía. Calculo que serán dos meses.
– Dos meses -repitió ella con gesto soñador-. ¿Dos meses y habremos conseguido todo lo que decís? Habláis como si esperarais comer trucha para la cena.
– Bueno, me gusta la trucha. -Miguel contempló su rostro iluminado por el resplandor de una antorcha, pero lo bastante en sombras para que las imperfecciones de la edad quedaran ocultas.
Se detuvieron a mirar un tablado algo precario donde actores interpretaban una aventura de los Mendigos del Mar, rebeldes del mar que combatían a los tiranos españoles para conseguir liberar a las Provincias Unidas. Miguel nunca se había molestado en aprender los nombres de los elogiados héroes de aquellas batallas, pero Geertruid se sintió arrebatada enseguida. Estuvieron mirando un cuarto de hora, y Geertruid aplaudió y rió con la chusma, dejándose llevar y riendo como una criatura cuando los actores hablaron de la milagrosa tormenta que salvó la ciudad de Leiden de manos de los españoles. Luego decidió que ya había visto bastante y siguieron caminando.
– Aún tengo que coordinarme con nuestros agentes de las Bolsas -dijo Miguel al cabo de un momento.
– ¿Ya los habéis elegido?
Miguel asintió.
– En este mismo momento tengo contactos en Marsella, Hamburgo, Viena, Amberes, París y Copenhague. Y el primo de un amigo que está en Rotterdam, pero planea volver a Londres; en breve llegaré a un acuerdo con él. Yo mismo puedo ocuparme del negocio en Amsterdam. Aun así, imagino que habrá algún problema menor.
– Solo algún problema -dijo Geertruid pensativa-. Es maravilloso. Es completamente maravilloso. Hubiera pensado que habría un sinfín de problemas. Pero os habéis ocupado de todo a la perfección. Es un gran consuelo para mí.
Miguel sonrió. Miró sus labios, pensando si no veía en ellos una mueca ligeramente irónica.
– De todos modos, acaso os interese conocer la naturaleza de tales problemas.
– Confío plenamente en vos, pero si deseáis hablar de problemas, os escucho.
Miguel se aclaró la garganta.
– Me preocupa no poder colocar agentes en las Bolsas de Iberia: Lisboa, Sevilla y quizá Oporto. No continué negociando con estos lugares, y muchos de mis antiguos contactos allí han huido a lugares más seguros. En verdad, los contactos que tengo en Marsella, Hamburgo y Amberes son refugiados, igual que yo, hombres a quienes conocí en Lisboa.
– ¿No podéis establecer nuevos contactos? Sois una persona suficientemente amable.
– Estoy explorando esa posibilidad, pero se trata de algo difícil. En tratando con estos países, un hombre como yo debe ocultar su verdadero nombre y no permitir que nadie sepa que es de la fe hebraica. Revelar este detalle provocaría el rechazo pues cualquier judío, secreto o no, temerá hacer negocios con un judío reconocido. Si sus actividades llegaran a conocimiento de la Inquisición, no dudarían en prenderlo bajo sospecha de judaizante.
– Parece un asunto desagradable.
– La Inquisición financia sus gastos confiscando las propiedades de los encausados, y eso convierte a los mercaderes en víctimas particularmente atractivas para ellos.
– ¿Podemos proceder prescindiendo de estas Bolsas? Después de todo, ¿cuántas necesitamos?
– Bien podríamos pasar sin Oporto, y aun Lisboa, aunque no quisiera correr ese riesgo. Pero Sevilla es imprescindible. El café goza de cierto favor en la corte española, la cual adquiere el grano a través de la Bolsa. Si perdemos Sevilla, el proyecto fracasará.
– ¿Y qué podemos hacer? -Su voz sonaba aguda y juvenil, como si estuviera probando a Miguel para conocer la medida de su preocupación.
– Siempre ha habido maniobras e intrigas en el mundo del comercio. Solo se trata de ingenio, y no es tan descabellado hacer un poco de alquimia y convertir problemas de plomo en oportunidades de oro.
– Sé que conocéis vuestro oficio, de modo que no me preocuparé a menos que me digáis que he de hacerlo.
Miguel hizo ademán de torcer a la izquierda, pero Geertruid tiró de él para llevarlo a la derecha. Tenía un destino en mientes, pero la única pista que ofreció fue la más débil de las sonrisas.
– ¿Cuánto tiempo creéis que habréis menester para transferir el dinero a mi cuenta?
– ¿Acaso no debiéramos esperar? Si la situación con Sevilla no se resuelve y ya hemos adquirido la mercancía, ¿no seremos entonces los perdedores?
– Eso no sucederá -le aseguró Miguel, y acaso también a sí mismo.
En estas que llegaron a una casa de madera rematada más bellamente que muchas. Geertruid lo llevó al interior, un lugar bien iluminado, con muebles macizos de madera, por donde andaban tambaleantes una docena de holandeses, borrachos, y casi idéntico número de mozas con apretadas ropas que servían jarras de cerveza y susurraban al oído de los hombres. Geertruid lo había llevado a un burdel.
– ¿Qué hacemos aquí?
– Oh, se me hace que estáis algo solo y he oído verdaderas maravillas de una moza de aquí (aún me hacen ruborizarme). Quería que probarais la mercancía vos mismo.
– Pensé -dijo Miguel con una voz falsamente grave- que pasaríamos juntos la velada, hablando de nuestras cuitas con el negocio.
– Podéis hacer que estáis conmigo si lo preferís. Pero, por lo que se refiere a los negocios, creo que ya hemos terminado.
En aquel momento, una mujer con mirada ardiente apareció junto a Miguel y lo tomó del brazo. Era pequeña de estatura y de complexión un tanto ligera, pero tenía un rostro encantadoramente redondo y labios carnosos.