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– Debe de ser el caballero de quien me hablasteis -le dijo a Geertruid-. Ciertamente es admirable.

– Senhor, esta encantadora criatura se llama Agatha. Espero que la trataréis con igual delicadeza de la que quisiera para mí.

A Miguel le dio risa.

Geertruid ladeó la cabeza, como encogiendo los hombros.

– Creo que primero habríamos de terminar nuestra conversación, antes de que acepte vuestro generoso regalo: -Y le sonrió a la moza con el fin de que no se sintiera despechada.

– Sois hombre fuerte si podéis mantener la cabeza en los negocios con una mujer a cada brazo -comentó Agatha.

– Solo habéis de decir cuándo puedo esperar la transferencia y podremos dejar el asunto por esta noche.

– Muy bien. Veo que no pensáis rendiros. Mejor para nuestra amiga Agatha, pues dicen de ella que gusta de los hombres decididos.

Puedo transferir el dinero para finales de esta semana si fuera menester.

Miguel estaba en ese momento echando una ojeada a los vivaces ojos marrones de Agatha, pero al punto se volvió hacia Geertruid.

– ¿Tan pronto? ¿Ya lo tenéis?

Geertruid oprimió los labios en una sonrisa.

– Sin duda no pensaríais que mis aseveraciones eran pura palabrería. Me dijisteis que buscara el dinero y eso he hecho.

– ¿Por qué no me lo habíais dicho? Se me antoja que, después de asegurar semejante cantidad (nada despreciable), debierais sentiros más venturosa.

– Y lo estoy. ¿Acaso no estamos celebrando nada esta noche?

Miguel llevaba lo bastante en el negocio para saber que le estaban mintiendo, y mucho. Se quedó inmóvil, temiendo incluso moverse hasta haber meditado bien aquello. ¿Por qué habría de mentirle Geertruid? Dos razones: o no tenía realmente el dinero, o tenía el dinero pero no procedía de donde dijera.

Miguel no se dio cuenta de que llevaba tanto tiempo inmóvil hasta que vio a las dos mujeres mirándolo.

– ¿Podéis hacer la transferencia esta semana?

– Eso he dicho. ¿Por qué os ponéis tan serio? Tenéis vuestro dinero, y tenéis una mujer. ¿Qué más podría desear un hombre?

– Nada -dijo él librándose de ambos brazos y poniendo las manos en ambas posaderas, mostrando en ello una liberalidad que normalmente no se hubiera permitido con Geertruid. Pero la mujer se había tomado libertades con él, así pues, ¿por qué no devolver el favor? Y en cuanto a la mentira, no pensaría en ello más. Geertruid tenía sus motivos y tenía sus secretos. Miguel viviría con ellos venturoso.

– Creo que el senhor os prefiere a vos antes que a mí -dijo Agatha a Geertruid.

Algo cruzó el rostro de la viuda.

– Creo que pronto descubrirás lo que al senhor le gusta, querida mía. Tiene una gran reputación.

Agatha lo guió hasta una de las habitaciones de atrás, y Miguel no tardó en comprobar la facilidad con que olvidaba las mentiras de Geertruid y lo que pudiere ocultar a tan gran amigo.

La siguiente jornada, entre sus cartas, Miguel halló una nota favorable de su posible agente en Frankfurt. Leyó la carta con satisfacción y pasó a la siguiente, esta del comerciante de Moscovia. Con gran educación, el hombre explicaba que Miguel aún le debía una suma que rondaba los mil novecientos florines y que, conocedor de las dificultades pasadas de Miguel, no podía dejar pasar el asunto. «Debo exigir el pago inmediato de la mitad de la deuda o me temo que no me quedará más remedio que dejar que sean los tribunales quienes decidan la mejor forma de que recupere mi dinero.» Los tribunales… eso significaba otra humillación pública ante el Comité de Bancarrota, lo cual significaría dejar al descubierto su relación con Geertruid y sus planes con el café.

Miguel soltó un juramento, bebió un cuenco de café y se echó a la calle para buscar a Ricardo por las tabernas. Aquel día la suerte estaba de su lado, pues dio con él al tercer intento. Ricardo estaba solo, bebiendo una jarra de cerveza con gesto apagado.

– ¿No tenéis asuntos hoy? -preguntó Miguel.

– Preocupaos por vuestros propios asuntos -contestó el otro sin levantar la vista.

Miguel se sentó frente a él.

– No os confundáis. Este es mi asunto, senhor. Me debéis mucho dinero, y si pensáis que habré de conformarme sin hacer nada, estáis engañado.

Ricardo por fin se dignó mirarle.

– No me amenacéis, Lienzo. No podéis acudir a los tribunales holandeses sin arriesgaros a sufrir la cólera del ma'amad, y los dos sabemos que de acudir al ma'amad, os arriesgaréis a que actúen contra vos, en cuyo caso vuestro dinero podría quedar paralizado durante meses o aun años. Habréis de tener paciencia, así que haréis mejor en largaros si no queréis que me enoje y os busque más problemas.

Miguel tragó con dificultad. ¿Qué estaba pensando cuando se presentó allí? Ricardo tenía razón: nada tenía con que amenazarle, como no fuera denunciarlo públicamente.

– Acaso me arriesgaré con el ma'amad -dijo-. Si no recupero mi dinero, no quedaré más maltrecho de lo que ya estoy, y puedo solicitar una audiencia para denunciar en público que sois un chantajista. Más aún, puedo poner al descubierto a vuestro amo. Ciertamente, cuanto más lo pienso, más me complace la idea. Los otros parnassim lo consideran porque lo tienen por hombre escrupuloso. Si supieran de sus trucos, acaso perdería su poder.

– No sé de qué habláis -dijo Ricardo, pero se notaba que estaba preocupado-. Soy mi propio dueño.

– Trabajáis para Salomão Parido. Él es la única persona capaz de preparar semejante ultraje, y tengo intención de ponerlo al descubierto. Si el dinero que me debéis no está en mi cuenta mañana a la hora de cierre de la Bolsa, tened por seguro que buscaré que se haga justicia.

Miguel se fue sin esperar respuesta, convencido de que había hecho todo lo posible, pero, al día siguiente, cuando concluyó la jornada de negocios, vio que no se había depositado ningún dinero en su cuenta. Miguel vio que no tenía elección. No podía arriesgarse a una aparición ante un tribunal que hurgara en sus cuentas, de modo que transfirió algo más de novecientos florines del dinero de Geertruid a la cuenta del agente. Ya pensaría en cómo reponer ese dinero en otro momento.

15

En tanto que Miguel buscaba un corredor de la Compañía de las Indias Orientales, a su alrededor, la Bolsa bullía. Hacía apenas una hora, un rumor se había extendido con la fuerza de un edificio que se derrumba: una poderosa asociación de comerciantes planeaba desprenderse de una buena parte de sus acciones en la Compañía de las Indias Orientales. Con frecuencia, cuando una asociación deseaba vender, hacía circular el rumor de que quería hacer justo lo contrario, y la sola fuerza del rumor hacía bajar los precios. Quienes hubieran invertido buscando resultados inmediatos se desprendían de sus títulos enseguida.

Miguel llevaba trabajando en la Bolsa lo suficiente para saber cómo utilizar estos rumores en su provecho. Que fueran ciertos o falsos, que la asociación pensara comprar o vender no cambiaba nada. Tales eran las riquezas de Oriente que los títulos de la Compañía de las Indias Orientales siempre -siempre- remontaban, y solo un necio hubiera evitado comprar durante esos frenesís. Aquella mañana, Miguel se había reforzado con tres tazones de café. Pocas veces se había sentido tan despierto, tan entusiasta. Aquella locura no podía haber llegado en mejor momento.

Compradores y vendedores trataban de abrirse paso entre la muchedumbre, cada uno de ellos gritando a sus contactos en tanto la habitual algarabía se elevaba a un nivel ensordecedor. Un holandés pequeño y recio perdió su sombrero en el alboroto y, tras ver cómo lo pisoteaban, se apresuró a marcharse, contento por haber perdido un sombrero que solo costaba unos florines y no haberse arriesgado a perder miles. Los hombres que negociaban con diamantes, tabaco, grano y otras mercancías semejantes, y que evitaban el comercio especulativo, permanecían a un lado, meneando la cabeza al ver la forma en que sus negocios se veían entorpecidos.