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Una hora para llegar a Rotterdam, dijo entre sí. Su antiguo asociado, Fernando de la Monez, en breve abandonaría la ciudad y volvería a Londres, donde vivía, igual que hiciera en Lisboa, como judío secreto. No había dinero bastante en el mundo para que Miguel aceptara llevar su culto de nuevo a habitaciones oscuras, buscando en su ignorancia una semblanza del ritual judío, sabiendo, en todo momento, que el mundo antes habría de veros morir que permitir el ejercicio oculto e indigno de tal fe. En sus cartas, Fernando había insistido en que las cosas no iban tan mal en Londres. Allí, decía, los hombres de negocios conocían que él y sus compatriotas eran judíos, pero no les importaba en tanto que fueran discretos.

Acaso habría una docena de personas en el largo bote bermejo, arrastrado con firmeza por un grupo de caballos que claqueteaban por un lado del canal. Era un navío llano, semejante a una balsa, pero de aspecto firme y en su parte central se levantaba una caseta en la cual los pasajeros podían refugiarse cuando llovía. Miguel había viajado en botes tirados por caballos más largos, algunos de ellos tanto que un hombre pasaba vendiendo a los pasajeros cerveza y dulces. En cambio, aquel era demasiado pequeño para tales distracciones.

Miguel no prestaba atención a los otros pasajeros; se resguardó de la niebla bajo la luz mortecina de la caseta y trató de apartar el pensamiento de su vejiga llena valiéndose de un relato de Pieter el Encantador. Aquel en particular, concerniente a los crueles propietarios de una hacienda rural que habían robado a sus arrendatarios la cosecha, lo había leído muchas veces. Pieter y Mary se hacen pasar por personajes acaudalados que desean comprar la tierra y, una vez se ganan la confianza de los propietarios, les roban en mitad de la noche y, al salir del pueblo, se detienen a devolver a los campesinos lo que les pertenece.

Miguel ya había leído dos veces el panfleto cuando la barcaza llegó a su destino y no se entretuvo en buscar un lugar más privado para aliviarse. Una vez libre de distracciones, se sintió en condiciones de recorrer la ciudad. En muchos sentidos, Rotterdam era como Amsterdam en pequeño. Había visitado el lugar con la suficiente frecuencia para saber moverse por él, y encontró la taberna que Fernando le indicó sin grandes trabajos. Allí, él y su amigo hablaron de las obligaciones de Fernando en la Bolsa de Londres. Fernando acaso parecía un tanto desconcertado por la insistencia de Miguel en que actuara en un momento determinado, pero accedió, pues Miguel le aseguró que nada de cuanto hiciera podría atraer sobre su persona las sospechas de la frágil comunidad de judíos de Londres.

Cuando terminaron era ya tarde, y Miguel aceptó la oferta de quedarse en Rotterdam. Asistió a las oraciones de la noche en la pequeña sinagoga y por la mañana tomó el bote de vuelta a Amsterdam, se sentó en un banco de madera y cerró los ojos, considerando qué tareas quedaban por resolver antes de dar las diligencias del negocio por terminadas. En el frescor de la mañana, el sueño lo venció durante un tiempo indeterminado y cuando despertó lo hizo con un sonoro ronquido. Abochornado, Miguel miró alrededor por ver quién pudiera haberle oído. No, no había nadie conocido. Miguel casi había vuelto a sumirse en sus pensamientos cuando algo llamó su atención. Volvió a mirar. Al fondo del bote, conversando privadamente, vio a dos caballeros finamente vestidos. Miguel no se atrevió a dar más que un rápido vistazo, pero fue suficiente para ver que llevaban barba. Cierto, eran barbas muy cortas, pero no por ello dejaban de ser barbas. Uno de los hombres era particularmente moreno y los pelos negros recortados de su cara se arrastraban como negros hongos hasta su cuello. Cualquier holandés hubiera eliminado una cosa semejante. Solo un judío podía llevar una barba como aquella. Un judío que tratara de no parecer judío.

No había lugar para la duda: Eran espías del ma'amad.

16

Cuando el bote llegó a Amsterdam, Miguel dio un pequeño rodeo por ver si los dos hombres le seguían, pero, tras conferenciar entre ellos brevemente con las cabezas muy juntas, se alejaron en dirección a la Bolsa. Miguel permaneció unos minutos junto al canal, contemplando el cielo nublado, y luego compró una pera a una anciana con una carreta. La fruta sabía a polvo, como raíz de perejil y, tras el primer bocado, Miguel la arrojó al suelo. La mujer empujó la carreta con empeño, decidida a no hacer caso del desaire de Miguel, mientras dos niños se abalanzaban sobre la pera. Paseando el mal sabor de la pera en la boca, Miguel decidió que el día estaba ya muy avanzado para hacer nada en la Bolsa, de suerte que se dirigió a casa.

Los espías lo habían trastornado, y una y otra vez se volvía buscando indicios de traición en cuantos mendigos, sirvientes y burgueses veía por la calle. Esto no es forma de vivir, se dijo; no podía pasarse el día sobresaltándose por cada sombra que veía. Pero, apenas acababa de convencerse de que debía guardar la calma, cruzó el punto que daba entrada al Vlooyenburg y vio a Hannah en mitad de la calle -a pesar del velo, Miguel la reconoció enseguida-, junto con Annetje. Y Joachim Waagenaar.

Joachim las tenía acorraladas en una esquina. No había nada amenazador en sus gestos, y se le veía tranquilo. Acaso un extraño, a su paso, no hubiera notado nada raro… aun cuando no fuera normal ver una mujer tapada hablando con tal desembarazo con hombre tan ruin.

Annetje vio a Miguel primero. Su rostro se iluminó y la joven dio un hondo suspiro; sus pechos subieron y bajaron en el interior del bonito corpiño azul que hacia juego con su bonita cofia.

– ¡Oh, senhor Lienzo! -exclamó-, ¡Salvadnos de este loco!

Miguel contestó en portugués, dirigiéndose a Hannah:

– ¿Os ha ofendido?

Sin decir palabra, Hannah negó con la cabeza.

Y entonces Miguel notó aquel hedor. Acaso fuera el viento, que cambió de dirección. Miguel se sintió abrumado. Los holandeses eran gentes fastidiosas e implacablemente limpias, y daban en asearse con más frecuencia de la que conviene al cuerpo. Se conoce que Joachim había abandonado tal práctica, pues despedía un olor más repulsivo que el más sucio campesino portugués. Y no eran tan solo los olores corporales, también olía a orina y vómito y -Miguel hubo de tomarse un instante para reconocerlo- carne podrida. ¿Cómo puede un hombre oler a carne podrida?

Miguel sacudió la cabeza, tratando de disipar el efecto paralizante del hedor.

– Volved a casa -le dijo a Hannah-. No habléis a nadie de esto. Y que la moza guarde silencio también. Pero aseguraos de que tenga su lengua o de lo contrario la echaré.

Se volvió hacia Joachim.

– Atrás.

Para alivio de Miguel, Joachim reculó. Las dos mujeres salieron de su encierro, pegándose a la pared cuanto pudieron por no acercarse al holandés. Y echaron a andar con gran premura.

– Vamos -exigió Miguel-. Al otro lado del puente. Ahora.

Y Joachim obedeció, como un sirviente al cual su amo ha descubierto en una acción reprobable. Miguel miró alrededor por ver si alguien que conociera habría presenciado el encuentro y musitó unas palabras dando gracias a Él, bendito sea, porque los espías no le hubieran seguido y aquel desastre hubiera acaecido durante las horas de la Bolsa, en las cuales cualquier hombre que pudiera quererle mal hubiera estado atendiendo sus negocios.

Cuando cruzaron el puente que pasaba sobre el Houtgracht, Miguel llevó a Joachim hasta un grupito de árboles junto al canal, donde podrían hablar sin ser vistos.

– ¿Es que no queda ya nada de la persona que fuisteis? ¿Cómo os atrevéis a acercaros a la esposa de mi hermano? -Miguel cambió de posición a fin de ponerse en la dirección del viento y que el olor no le viniera de cara.