Joachim apenas si lo miraba. Se dedicaba a contemplar un pato que picoteaba el suelo muy cerca, sin hacerle caso.
– ¿Y qué os importa a vos la esposa de vuestro hermano? También me acerqué a vuestra ramera, no lo olvidéis. Es una moza apetecible. ¿Creéis que me querría? Se me hace que es de las que se van con cualquiera.
Miguel respiró hondo.
– No quiero volver a veros molestando a nadie de mi familia. No quiero veros en el Vlooyenburg.
Como si jamás hubiera existido, el Joachim quejumbroso y de suaves palabras fue reemplazado por otro enfurecido.
– Y si no ¿qué va a pasar? Decidme lo que haréis si me encontráis por vuestras calles, hablando con vuestros vecinos, contándoles cosas, senhor. Decidme, ¿qué haréis?
Miguel suspiró.
– Sin duda buscáis algo. Dudo que hayáis venido hasta el Vlooyenburg porque no tuvierais nada mejor que hacer con vuestro tiempo.
– Da la casualidad de que no tengo nada mejor que hacer con mi tiempo. Os propuse participar juntos en algún negocio, pero vos habéis rechazado mi propuesta y os burláis de mí.
– Nadie se burla de vos -dijo Miguel al cabo de un momento-. Y sobre el asunto del negocio, no acabo de entender a qué os referís. Deseáis que os meta en algún proyecto, pero ignoro cuál pueda ser este. Ni siquiera soy capaz de pensar qué puedo hacer por satisfaceros y tengo demasiados asuntos que atender para andar desentrañando el sentido de vuestras palabras.
– Pero a eso me refiero precisamente. Tenéis demasiado que hacer, y en cambio yo tengo muy poco. Pensé que acaso la esposa de vuestro hermano o su linda criada sientan de igual modo… Tienen demasiado tiempo, lo cual, dicen los predicadores, es la fuente de muchos males en el mundo. La gente utiliza su tiempo para pensar y hacer el mal en lugar de utilizarlo para hacer el bien. Se me ocurrió que acaso podría ayudaros dando a vuestra familia la oportunidad de hacer buenas obras mediante la caridad.
– Pensaba yo que la idea de la salvación a través de las propias obras era de los católicos, no de la Iglesia Reformada.
– Oh, los judíos sois tan astutos… Lo sabéis todo. Pero, a pesar de todo, la caridad es cosa valiosa, senhor. Empiezo a pensar que no habéis actuado de buena fe en nuestros planes para iniciar una nueva empresa de suerte que, a falta de una mejor solución, creo que habré de echar mano de la caridad. Diez florines serían una importante razón para, que me alejara del Vlooyenburg.
Miguel retrocedió, disgustado. El hedor de Joachim hacía el aire irrespirable.
– ¿Y si no tengo diez florines que daros? -Cruzó los brazos, decidido a no dejarse molestar más.
– Si no tenéis el dinero, senhor, podría pasar cualquier cosa. -Y mostró su espeluznante sonrisa.
El arrojo y la prudencia acaso no siempre parecieran virtudes compatibles, dijo Miguel entre sí mientras abría su bolsa, y un hombre sabio ha de saber cuándo ceder ante las circunstancias. El mismo Pieter el Encantador hubiera determinado tomarse su venganza en otra ocasión. Aunque Miguel no estaba seguro de que su orgullo pudiera aguantar la filosofía de Pieter en aquel particular.
Por un momento consideró darle más de diez florines. Los fondos de Geertruid habían menguado considerablemente, ¿qué podía importar si seguían menguando? ¿Y si le pagaba a Joachim cien florines allí mismo o aun doscientos? Acaso si le ofrecía un dinero, Joachim se contentaría con él, por poco que fuera. Cien florines y no se hable más, Joachim. Sin duda un hombre en su situación no rechazaría cien florines.
El hombre razonable a quien Miguel conocía parecía haber desaparecido de verdad, pero ¿no pudiera ser que el dinero le ayudara a recuperarse? Como la mujer de aquel antiguo cuento que necesitaba un zapato o un anillo mágico para recuperar su antigua belleza. Dale a Joachim un baño, una buena comida, una cama blanda y una esperanza para el futuro, pero ¿volvería a ser el mismo?
– Si acudierais a mí como un hombre decente -dijo Miguel al fin- y me pidierais el dinero con humildad, os ayudaría. Pero esos trucos que empleáis me disuaden. Marchaos. La próxima vez que os vea por aquí os golpearé hasta que perdáis el sentido.
– ¿Sabéis por qué huelo tan mal? -preguntó Joachim en voz muy alta y chillona. Sin esperar a que le contestara, se llevó la mano al bolsillo y sacó algo gris y liso que (Miguel tardó un momento en comprender que no era una ilusión de sus ojos) se movía-. Es carne podrida de pollo. La puse en mi bolsillo para ofenderos a vos y a las damas. -Y dicho esto le dio risa y arrojó la carne al suelo.
Miguel retrocedió.
– Os sorprendería ver la rapidez con la que un pobre descubre dónde comprar carne llena de gusanos y leche agria. Con algo es menester llenar un estómago vacío, aun cuando debo decir que mi abatida comadre no tiene gran aprecio por los alimentos pasados. -Joachim se acercó otro paso. Tendió su mano derecha, aún pegajosa por la carne-. Démonos la mano para sellar esta nueva amistad.
– Marchaos. -Miguel detestaba achantarse, pero no tenía intención de tocar a aquel hombre.
– Yo decidiré cuándo he de marchar. Si no estrecháis mi mano como hombre de honor, me tendré por ofendido. Y si me ofendéis, acaso haya de hacer algo que os perjudique gravemente.
Miguel apretó los dientes hasta que le dolieron. No podía permitirse malgastar su energía pensando que, en su locura, Joachim podía acudir con su historia al ma'amad. Pero darle dineros tampoco habría de servir. Lo gastaría bebiendo y luego pediría más. La única alternativa era no darle nada y rezar por que pasara lo mejor.
– Marchaos -dijo Miguel con voz tranquila- antes de que se desate mi ira. -Y se dio la vuelta, esperando no tener respuesta. Pero las serenas palabras con las que Joachim lo despachó no dejaron de resonar en sus oídos cuando volvía a su casa.
– Yo acabo de empezar a tomar el control sobre la mía.
Al entrar en la casa, Miguel cerró de un portazo, haciendo temblar el edificio y el cuerpo de Hannah. Ella estaba sentada en el salón, bebiendo vino caliente. Annetje había tratado de consolarla diciéndole que había de tranquilizarse -aun cuando Hannah no había dado muestra ninguna de agitación- y que no deseaba tener que darle un bofetón.
Hannah sabía que Miguel la buscaría. La buscaría y la tranquilizaría, trataría de aplacarla, hacerle guardar silencio igual que hiciera la viuda. Era lo único que querían de ella, pero al menos, pensó, guardar silencio era algo que hacía muy bien.
Tras unos momentos, Miguel entró en la habitación. Le sonrió con pesadumbre tratando de aparentar serenidad. Su traje negro estaba desordenado, como si hubiera estado corriendo, y llevaba el sombrero torcido sobre la cabeza. Sus ojos estaban enrojecidos, como si hubiera llorado, aunque a Hannah no le parecía cosa probable. Ella sabía que, en ocasiones, cuando se encolerizaba fuertemente, sus ojos se teñían de esa rojez, como sangre en una cuba de leche.
Miguel se volvió hacia Annetje con expresión severa, ordenándole en silencio que se retirara. Hannah trató de ocultar la sonrisa. Por lo menos alguien osaba ser brusco con la moza.
Sin embargo, cuando Annetje se levantó, Miguel salió tras ella. En el exterior de la sala, en el vestíbulo principal, Hannah oyó que le murmuraba a la moza en un rápido holandés. No acertó a comprender las palabras, pero intuyó que Miguel le estaba dando instrucciones, explicando algo cuidadosamente, haciendo que ella volviera a repetirlo todo palabra por palabra.
Miguel volvió a entrar, tomó asiento frente a Hannah y se inclinó hacia delante, con las manos apoyadas en las piernas. Parecía haberse reportado. Acaso se hubiera arreglado las ropas en el vestíbulo o enderezado el sombrero ante el espejo. La belleza de su apariencia volvía a estar allí.