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– Espero que no hayáis sufrido ningún daño, senhora.

– Ninguno -dijo ella con voz queda. Su propia voz se le hacía extraña. Tan largo rato había dedicado a pensar lo que habría de decir que, llegada la hora de hablar, sus palabras se le antojaron hueras.

Él se inclinó hacia delante.

– ¿Os dijo alguna cosa ese sujeto?

Ella habló, negando con la cabeza:

– Nada de importancia. -Lo cual era cierto. Se había dirigido a ella en un portugués con fuerte acento, pero no dijo más que disparates, muy semejantes a los que pudieran brotar de boca de un mendigo sobre sus padecimientos; y con aquel hedor tan terrible que despedía a Hannah se le hizo muy difícil escucharle.

Miguel se recostó contra el asiento, tratando de aparentar calma.

– ¿Tenéis alguna cosa que preguntarme?

«Sí -pensó ella-, ¿Puedo coger más frutos de café?» Sus suministros se habían acabado aquella mañana y su intención era saquear nuevamente el saco de Miguel antes de que volviera, pero la moza no la había dejado sola, y luego hubo aquel asunto del mendigo en la calle. No había comido café desde hacía más de una jornada, y el deseo le daba dolor de cabeza.

– No os comprendo -dijo al cabo.

– ¿Deseáis saber quién es?

– He supuesto que acaso se tratara de un mendigo, senhor -dijo ella cautamente-. No es menester que sepa más. -¿Acaso no tenía ya bastantes secretos?

– Sí, estáis en lo cierto. Es una suerte de mendigo.

En el aire parecía haber quedado suspendida una pregunta.

– Pero ¿le conocéis?

– No es persona de importancia -dijo Miguel con prisa.

Ella calló unos momentos, para que Miguel viera que estaba tranquila.

– No es mi deseo fisgar en vuestros asuntos. Sé bien que mi esposo detesta que lo haga, pero me pregunto si acaso tengo algo que temer de él. -Y entonces, sintiendo gran frustración por el silencio de Miguel, añadió-: ¿Debiéramos decírselo a mi esposo?

– No -dijo él. Se puso en pie y dio en caminar arriba y abajo por la habitación-. No debéis decírselo a vuestro esposo, ni a nadie. No deis a este incidente mayor importancia de la que tiene.

– No os comprendo, senhor -dijo ella, con los ojos clavados en las losetas del suelo.

– Ese hombre no es más que un demente. -Miguel agitó los brazos-. De los que tiene esta ciudad un número incontable. No volveréis a verle, por tanto, no es menester que alarméis a vuestro esposo.

– Espero que tengáis razón. -Su voz sonaba quejumbrosa y débil, y Hannah se despreció por ello.

En ese momento, Annetje volvió con una bandeja sobre la que llevaba dos cuencos de un oscuro líquido, que humeaban como si de chimeneas gemelas se tratara. La criada dejó la bandeja y lanzó una mirada furibunda a Miguel antes de marchar.

Cuando salió, Miguel dio en reír.

– La moza cree que os estoy envenenando.

¿Qué diría la viuda?

– Hay dos cuencos, senhor. Sois demasiado juicioso para envenenaros a vos mismo.

Miguel ladeó la cabeza.

– Este es el nuevo té que olisteis la noche pasada. Se hace con un fruto medicinal que llega de Oriente. -Volvió a ocupar su asiento-. Exacerbará vuestro entendimiento.

Hannah no creía que fuera bueno exacerbar su entendimiento.

Ya entendía suficientemente aquello que era capaz de entender. A menos que el bebedizo diera también conocimiento y sabiduría, poco servicio podría hacerle.

– Vos bebéis también, pero se me hace que no habéis menester de que se exacerbe vuestro entendimiento.

Él rió.

– Este bebedizo tiene sus propios placeres. -Le pasó uno de los cuencos.

Hannah lo aferró con ambas manos y lo olió. Le resultaba familiar, como algo que viera en sueños. Entonces dio un sorbito y el conocimiento la inundó. Era café -glorioso, glorioso café- lo que tenía ante ella, un regalo de los cielos.

Entendía tantas cosas ahora… Se trataba de un té, no de un alimento. Ella había estado comiéndolo cuando hubiera debido beberlo. En su estado líquido la llenaba de una calidez luciente, una serenidad que no sentía desde hacía años.

– Es maravilloso -susurró, y lo era. Llenaba una suerte de vacío en su interior, como soñaba que haría el amor cuando era niña-. Maravilloso -musitó de nuevo y dio otro sorbo para ocultar las lágrimas de sus ojos.

Miguel dio de nuevo en reír, pero esta vez con ademán menos altanero.

– La primera vez que lo probé a punto estuve de escupirlo por lo amargo. Es curioso que os guste tanto. Espero que no lo digáis solo por educación.

Ella negó con la cabeza y dio otro sorbo con cautela, por que no la viera él beberlo a grandes tragos. Hubiera querido beberlo todo de un golpe y pedir más, pero no podía permitir que Miguel viera el aprecio que tenía por aquella cosa que no debiera conocer.

– No estoy siendo educada.

Por un rato permanecieron sentados en silencio, dando sorbos, sin mirarse apenas, hasta que Hannah sintió el impulso de hablar. Fue como si algo se hubiera liberado en su interior, una cadena. Hubiera querido levantarse, caminar por la habitación y hablar. No se levantó, pero decidió decir algo.

– Creo que tratáis de distraerme, senhor. ¿Me ofrecéis este nuevo té para que olvide al extraño hombre que se dirigió a mí?

Casi se llevó la mano a la boca. No debiera haber dicho tal cosa. Era justamente el tipo de comentario que su padre hubiera reprendido con una bofetada. Pero lo había dicho, y ya nada podía hacer salvo ver qué sucedía.

Miguel la miró, y Hannah vio algo en sus rasgos que la complació.

– No es mi intención distraeros. Solo deseaba… compartir esto con vos.

– Sois bondadoso -dijo ella, asombrada de su propia osadía antes aun que las palabras hubieran salido de su boca. ¿Acaso ya no era capaz de contenerse? ¿Habría tomado algún demonio su cuerpo?

– Me tenéis por esquivo -dijo él, escrutándola como si fuera un nuevo descubrimiento de la ciencia natural-, pero os lo contaré todo. Veréis, el tal hombre es un gran villano. Tiene una hija a la cual desea casar con un mercader muy rico y viejo, un avaro del peor género. Hizo las diligencias para que el verdadero amor de la joven fuera prendido por los piratas, pero él supo de ello y escapó. La joven ha huido también, de suerte que el avaro, sabiéndome amigo de los amantes, vino por obligarme a denunciar su paradero.

Hannah rió, tan fuerte que esta vez sintió que había de taparse la boca.

– Esa tragedia que contáis sería de buen mirar sobre un escenario.

Por un momento, Hannah deseó que su padre -o cualquier otro hombre- estuviera allí para darle un bofetón. ¿Cómo se atrevía a decir tan gran impertinencia? Aun así, era cierto. Las mentiras de Miguel eran como las obras que veía con cierta asiduidad en Lisboa. En Amsterdam, algunos hombres llevaban a sus esposas con ellos al teatro, pero Daniel lo tenía por cosa impropia para una mujer.

Su pie iba adelante y atrás como una paloma buscando migas junto al puesto de un panadero. El tal café, comprendió, no es bebida para la mente, es bebida del cuerpo. Y de la boca. Y la empujaba a decir todo género de cosas: «Me parecéis notablemente bien parecido. Cuánto desearía haberme casado con vos en lugar de con ese frío hermano que tenéis».

Pero no dijo ninguna de ellas. Aún era capaz de censurarse.

– ¿No me creéis, senhora?

– Creo que debéis tenerme por una gran necia si pensáis que creeré vuestra historia. -Las palabras parecían salir por sí solas. Sus padres siempre le enseñaron que había de ser dócil. Y su marido le había hecho saber con un millar de palabras no pronunciadas que solo toleraría de ella la docilidad. Pero ella no se sentía dócil. Jamás se había sentido dócil, aun cuando, hasta aquel instante, jamás se había olvidado de comportarse como si lo fuere.