El café, dijo para sí. Acaso sin saberlo Miguel, nos ha hechizado a ambos. ¿Cuánto tardarían en empezar a insultarse o caer en brazos del otro?
No tenía sentido culpar de ello al café. La bebida no la había embrujado, no más de lo que pudiera hacerlo un vaso de vino. El café la exaltaba, de igual forma que el vino la sosegaba. El descaro, la impertinencia que brotaba de sus labios no procedía de superchería alguna, sino de sí misma. El café había liberado el germen de algo que llevaba en su interior.
Aquello ayudó a Hannah a comprender muchas cosas, pero ante todo determinó lo que se sigue: habría de mostrarse descarada e impertinente siempre que tuviera ocasión.
Por el momento había tenido que sufrir un encuentro harto perturbador y no había en el mundo café o té o vino bastante para borrar el miedo que había sentido. Los esfuerzos de Miguel por engañarla se le antojaron encantadores e irritantes a la par.
– Sé que el mundo no es como se ve en un escenario, y que los avaros no envían a los amados de sus hijas a manos de los piratas. -Hizo una pausa-. De todos modos, podéis confiar en que sabré guardar vuestro secreto.
Miguel se recostó contra el asiento y miró a Hannah como si la viera por primera vez. Miró su rostro, su cuello; sus ojos se demoraron en los pechos protuberantes, ocultos bajo su vestido de cuello alto. Los hombres piensan que la mujer pocas veces sabe lo que sus ojos escrutan, pero las mujeres lo saben, con tanta certidumbre como si los ojos dejaran una huella.
Miguel la había mirado de aquella forma en otras ocasiones, por supuesto. Hannah intuía que admiraba su rostro y su figura, pero esta vez había algo diferente en su mirada. Los hombres como Miguel rara vez se detenían a pensar en las mujeres que admiraban o con quienes se ayuntaban. Una mujer no era más que un objeto, algo que consumir como comida, o que admirar como una pintura. En aquellos momentos, Miguel la veía como algo más, y la idea la emocionó.
– Fío y creo en vuestra promesa -le dijo-, así que os diré la verdad. El hombre que visteis tiene un agravio contra mí a causa de un daño que sufrió y que no fue obra mía, y por ello desea mi ruina. Conoce las normas de nuestra comunidad lo suficiente para saber cómo arruinarme con rumores y con obras, y por ello no debéis hablar de lo sucedido.
Él le había confiado la verdad, y aun así ella lo traicionaba con su silencio.
– Entonces nada he de decir -dijo, apenas en un susurro.
– Senhora. -Miguel se movió algo inquieto-. Os suplico que vuestro silencio se extienda también a vuestro esposo. Sé que, con frecuencia, los votos de silencio no se aplican al especial vínculo del matrimonio, pero en este caso es de gran importancia que vuestro esposo no sepa nada.
Hannah dio un sorbo al café. Un poso negro se había formado en el fondo e, ignorando si debía preguntar y teniendo acaso por una descortesía preguntar, dejó el cuenco.
– Yo, de todas las personas, sé lo que mi buen esposo debe y no debe saber. No se lo diré. Pero habéis de prometerme una cosa.
Él alzó una ceja.
– Por supuesto.
– Que permitiréis que vuelva a beber café. Y pronto.
– Beber café con vos será un verdadero placer -contestó él cordialmente.
Ella estudió su rostro. De ser yo una criada o una moza de taberna sé que en este momento me besaría. Pero soy la esposa de su hermano. Jamás me besará. Es hombre de honor. A menos, pensó, que yo lo bese primero. Pero tal cosa era impensable, y se ruborizó de pensar en una osadía tan grande.
– Bien -dijo ella con un suspiro-, llamaré a la moza para que retire los platos, no fuere que mi esposo vuelva a la casa y descubra que hemos estado compartiendo secretos y bebiendo cosas prohibidas.
Hannah se maravilló de sus propias palabras y disfrutó de la mirada de asombro de Miguel por un momento, antes de liberarlo de su incomodidad llamando a la criada.
17
Miguel estaba convencido de haber aprendido muchas cosas aquella jornada, sobre las mujeres y sobre Hannah. Jamás hubiera imaginado el espíritu que se ocultaba bajo el recato exterior. Se había temido las peores cosas de ella, que repetiría cuanto sabía a todas las comadres del Vlooyenburg. Parecía inevitable que una necia mujer corriera con aquel chisme como un perro con un pedazo de carne que roba de una cocina. Pero ahora sabía que podía confiar en su silencio. No acertaba a entender por qué le había dado el café, por qué le había confesado que quería ocultarse de Daniel. Había sido un impulso, el impulso de ofrecerle un nuevo secreto para reforzar el vínculo de confianza que había entre ellos. Acaso habría sido cosa fundada o acaso no, pero no había podido contener el deseo de confiarse a ella. Y sabía con absoluta certeza que Hannah no lo traicionaría.
Miguel meneó la cabeza y se maldijo. ¿No tenía ya bastantes cuitas sin necesidad de buscar otras tantas intrigas inconfesables? Si algo hubiera de sucederle a Daniel, pensó, tendría gran contento en ocuparse de Hannah. Y un hombre puede morir de tantas formas: enfermedad, accidente, asesinato. Miguel se demoró un momento en la imagen del cuerpo de su hermano siendo extraído del canal, con los ojos abiertos, mirando a la muerte, la piel en algún punto entre el azul y el blanco. Deleitarse en aquella suerte de pensamientos le produjo un gran remordimiento, pero cuando menos no lo alborotaron tanto como la imagen de Hannah desprendiéndose de la desdichada atadura de sus vestiduras.
¿Acaso no debía sofocar el café tales pensamientos? Pero ni aun el café podía igualar la emoción de una conversación con Hannah Nunca había pensado en ella si no era como un objeto bonito y simple, encantador y vacío. Y ahora sabía que todo era apariencia, una pose para aplacar a su esposo. Dale a la mujer un cuenco de café y verás su verdadera esencia. ¿Cuántas otras mujeres, pensó, se hacían las necias por escapar a la atención de sus esposos?
La idea de un mundo lleno de mujeres astutas y engañosas no aplacó su espíritu, de suerte que dijo sus oraciones de la tarde, a las cuales añadió un agradecimiento silencioso a Él, bendito sea, por haberle permitido deshacerse de Joachim sin que todo el Vlooyenburg supiera del asunto.
Miguel no tardaría en descubrir que su agradecimiento era prematuro.
El hombre se admiraba de su buena fortuna porque Joachim hubiera perpetrado aquella impúdica chanza suya estando los hombres del Vlooyenburg dispersos por la ciudad con sus negocios, pero olvidaba que también hay mujeres, las cuales se sientan en sus salas de recibir o andan trajinando en sus cocinas con los ojos puestos en la calle, rezando para que cada nuevo día los cielos las liberen del aburrimiento con el milagro de un escándalo. El comportamiento grosero de Joachim había tenido testigos que observaban desde las puertas y las ventanas y los callejones. Esposas e hijas, abuelas y viudas que lo habían visto todo y habían hablado entre ellas con entusiasmo, y luego lo habían contado a sus maridos. Para cuando Miguel vio a Daniel aquella noche, casi no quedaba un judío en Amsterdam que no supiera que un extraño había amenazado a Hannah y su criada, y que Miguel lo había ahuyentado. Durante la cena, el incidente pesó como una losa sobre los tres. El hermano de Miguel apenas pronunció palabra, y los débiles esfuerzos de Hannah por entablar conversación fracasaron estrepitosamente.
Más tarde, Daniel bajó al sótano. Tomó asiento en una de las viejas sillas, levantando los pies ligeramente del frío del suelo, y permaneció en silencio el suficiente tiempo para incrementar el malestar de los dos, mirando solo a medias a Miguel mientras se hurgaba una muela entre fuertes ruidos.
Finalmente, sacó el dedo.
– ¿Qué sabes de ese hombre?
– No es asunto que te concierna. -Las palabras sonaron endebles aun a oídos de Miguel.
– ¡Por supuesto que me concierne! -Daniel no solía perder los nervios con Miguel. Podía actuar con condescendencia, aleccionarlo y expresar su desacuerdo, pero rehuía cualquier cosa que se pareciera a la cólera-. ¿Sabías que el encuentro ha trastornado tanto a Hannah que ni tan siquiera desea hablar de ello? ¿Qué horrores han caído sobre mi esposa que no se atreve a pronunciarlos?