Выбрать главу

Miguel sintió que parte de su ira se aplacaba. Había pedido a Hannah que protegiera un secreto, y así lo había hecho. No podía permitirse preocuparse por el mal que pudiera haber causado a la tranquilidad doméstica de su hermano. Al fin y al cabo, Daniel solo creía que su esposa estaba preocupada.

– Lamento que Hannah se asustara, pero ya sabes que jamás permitiría que sufriera ningún mal.

– Y esa necia sirvienta. Cada vez que trato de sacarle lo sucedido hace como que no me entiende. Bien que entiende mi holandés cuando he de pagarle.

– Tienes más práctica con esas palabras, hermano -sugirió Miguel.

– No te hagas el tonto, Miguel.

– Y tú no te hagas el padre conmigo, hermano mío.

– Te aseguro que no me estoy haciendo el padre -replicó Daniel agriamente-. Estoy haciendo de padre de un hijo no nacido y estoy haciendo de marido, papel que acaso te hubiera enseñado muchas cosas de no ser porque rompiste tu compromiso con el senhor Parido.

A punto estuvo Miguel de pronunciar unas palabras llenas de resentimiento, pero retuvo su lengua. Sabía que esta vez las quejas de su hermano estaban justificadas.

– Lamento mucho que persona tan desagradable haya hablado con la senhora. Ya sabes que jamás la expondría voluntariamente a ningún peligro. Este asunto no ha sido obra mía.

– Todo el mundo habla de lo mismo, Miguel. No te imaginas cuántas veces he visto que la gente se ponía a cuchichear a mi paso. Detesto que otros hablen de asuntos, de cómo mi propia esposa hubo de ser rescatada de manos de un demente que la acosaba por negocios tuyos.

Acaso aquel fuera el motivo de la cólera de Daniel. No le gustaba saber que era Miguel quien la había salvado.

– Se me hacía que tenías cosas más importantes entre manos que prestar oídos a lo que de ti murmuran esposas y viudas.

– Ríete si quieres, pero semejante comportamiento es un peligro para todos. No solo has amenazado la seguridad de mi familia, sino la de la Nación entera.

– ¿Qué necedad es esa? -exigió Miguel-. ¿De qué amenaza para la Nación me hablas? Tu esposa y Annetje fueron asaltadas por un loco. Yo lo ahuyenté. No acierto a imaginar cómo pudiera tal cosa ser motivo de escándalo.

– Los dos sabemos que hay más cosas detrás de todo esto. Primero me entero de que tienes tratos con ese hereje de Alferonda. Ahora oigo que el hombre que se acercó a Hannah fue visto hablando contigo hace dos semanas. He oído que se trata de un holandés con el cual tienes una irresponsable familiaridad. Y ahora ataca a mi esposa y a mi hijo no nacido.

– Has oído muchas cosas -contestó Miguel.

– Y aun iría lo bastante lejos como para decir que no importa si todo eso es cierto o no… de una forma u otra, el daño está hecho. No dudo de que el ma'amad considerará estas transgresiones con severidad.

– Hablas con gran autoridad del ma'amad y sus ideas atrasadas.

Daniel pareció preocupado, como si estuvieran en público.

– Miguel, te estás excediendo.

– ¿Me estoy excediendo? ¿Porque manifiesto mi desacuerdo con el ma'amad en privado? Se me hace que has perdido la capacidad de juzgar por ti mismo la diferencia entre poder y sabiduría.

– No debes criticar al Consejo. Sin su guía, esta comunidad estaría perdida.

– El ma'amad tuvo una importante función en la formación de esta comunidad, pero ahora la dirige sin responsabilidad ni piedad. Amenaza con la excomunión por ofensas nimias, incluso por cuestionar su sabiduría. ¿Acaso no debiéramos ser judíos libres en lugar de estar siempre bajo el yugo del miedo?

Los ojos de Daniel se dilataron a la luz de la vela.

– Somos extranjeros en una tierra que nos desprecia y solo espera tener una excusa para poder expulsarnos. El Consejo trata de evitarlo. ¿Es eso lo que deseas? ¿Traer la ruina sobre nosotros?

– Esto es Amsterdam, Daniel, no Portugal, o España, o Polonia. ¿Cuánto más habremos de vivir aquí para que el ma'amad comprenda que los holandeses no son como los otros?

– ¿Acaso no nos condena su clero?

– Su clero nos condena como condena las calles adoquinadas, las habitaciones iluminadas, las comidas gustosas, dormir estando tumbado, y cualquier otra cosa, que pueda proporcionar placer, alivio o provecho. La gente se mofa de sus predicadores.

– Eres ingenuo si crees que no se nos puede expulsar de aquí como se ha hecho en otros lugares.

Miguel siseó de frustración.

– Te escondes en este barrio con tus paisanos, sin saber nada de los holandeses, y los ves como gentes perversas porque no te quieres tomar la molestia de descubrir que no son así. Esta tierra se rebeló contra sus conquistadores católicos, y aun así han permitido que sus católicos continuaran morando entre ellos. ¿Qué otra nación ha hecho cosa semejante? Amsterdam es una mezcolanza de extranjeros. A la gente le gusta estar rodeada de extranjeros.

Daniel meneó la cabeza.

– No diré que no es cierto cuanto dices, pero no vas a cambiar al ma'amad. Seguirá obrando como si estuviéramos en peligro a cada momento, y mejor es eso que caer en la complacencia. Sobre todo ahora que Salomão Parido es parnass, debieras respetar un poco más el poder del ma'amad.

– Gracias por el consejo -dijo Miguel fríamente.

– Aun no te he dado mi consejo. Y es este: no hagas nada que pueda poner en peligro a mi familia. Eres mi hermano y haré cuanto esté en mi mano por protegerte del Consejo, aun cuando pienso que mereces su cólera, pero jamás te antepondré a mi esposa y mi hijo.

Miguel no pudo decir nada.

– Y hay más -continuó Daniel. Hizo una pausa para toquetearse un diente-. No te había dicho nada con anterioridad -musitó, con un dedo aún metido en la boca-, pues sabía que tienes grandes dificultades, pero he oído que las cosas han cambiado. Está ese asunto del dinero que te dejé… unos mil quinientos florines.

Miguel a punto estuvo de atragantarse. El tal préstamo era como una ventosidad en una comida del sabbath: todos se dan cuenta pero nadie dice nada. Después de todos aquellos meses, Daniel le hablaba por fin del dinero y rompía el silencio.

– Todos hemos oído de tu éxito con el aceite de ballena… que conseguiste, debo añadir, a expensas de otros. De todos modos, ahora que tienes algunos florines en tu cuenta, he pensado que acaso pudieras pagarme al menos una parte de cuanto me debes. Me complacería grandemente ver unos mil florines transferidos a mi cuenta mañana.

Miguel tragó con dificultad.

– Daniel, fuiste muy bondadoso en dejarme ese dinero, y por supuesto, te lo devolveré en cuanto pueda, pero aún no he recibido los fondos que se me deben por tal negocio. ¿Conoces a ese corredor, Ricardo? No desea pagarme, ni desvelar el nombre de su cliente.

– Conozco a Ricardo. Siempre lo he tenido por persona muy razonable.

– Entonces acaso tú puedas razonar con él. Si me paga lo que debe, estaré encantado de aligerar mi deuda contigo.

– He oído -dijo Daniel, mirando al suelo- que tienes más de dos mil florines en estos momentos en tu cuenta de la Bolsa. Por tanto, he de suponer que los rumores que has estado difundiendo sobre Ricardo son un insulto al buen nombre de una persona con el fin de evitar pagar tus deudas.

El dinero de Geertruid. ¿Cómo se había enterado?

– Ese dinero no es de Ricardo, es el dinero de un socio para una transacción de negocios. Y se supone que en el banco de la Bolsa las cuentas son privadas.