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– Nada es privado en Amsterdam. Ya debieras saberlo, Miguel.

Nada había que lo irritara tanto como ver a Daniel dándoselas de gran mercader con él.

– No puedo darte nada de ese dinero. No es mío.

– ¿De quién es?

– Eso es un asunto privado, aun cuando se conoce que tales asuntos privados no quedan fuera de tu alcance.

– ¿Por qué privado? ¿Es que vuelves a hacer de corredor para un gentil? ¿Acaso osas desafiar la ira del ma'amad después de haber enfurecido al senhor Parido?

– Jamás he dicho que esté trabajando con un gentil.

– Pero tampoco lo niegas. Imagino que todo esto estará relacionado con tus manejos con el café. Te dije que te alejaras del café, que sería tu ruina, pero no quieres escucharme.

– Nadie se ha arruinado. ¿Qué te ha hecho llegar a tan absurda conclusión?

– Al menos he de conseguir parte de ese dinero antes de que lo pierdas -le aseguró Daniel-. Insisto en que transfieras al menos mil florines a mi cuenta. Si no deseas pagar una parte de tu deuda conmigo cuando tienes dinero, estarás afrentando la caridad que te he ofrecido y no podré permitir que sigas viviendo aquí.

Por un instante, Miguel consideró seriamente matar a su hermano. Se imaginó clavándole un cuchillo, golpeándole la cabeza con un candelero, estrangulándolo con un trapo. Lo que fuera. Daniel sabía que si Miguel se iba de allí y tomaba su propio alojamiento, todos lo interpretarían como una señal de solvencia y sus acreedores caerían sobre él y lo picotearían sin piedad hasta que no quedara nada. Habría exigencias, desafíos y audiencias ante el ma'amad. Y, en cuestión de días, sus tratos con Geertruid quedarían al descubierto.

– Sin embargo, acaso pueda considerar una alternativa -dijo Daniel al cabo de un momento.

– ¿Qué alternativa?

– Podría posponer la devolución del dinero que durante tanto tiempo me has debido a cambio de información sobre tus negocios con el café y acaso la oportunidad de invertir en tu proyecto.

– ¿Por qué te empeñas en no creerme cuando te digo que no tengo ningún negocio con el café?

Daniel lo miró fijamente un momento, luego desvió la mirada.

– Te he dado dos opciones, Miguel. Puedes hacer como gustes.

Daniel no le había dado elección: darle mil florines o perderlo todo en cuestión de días.

– Transferiré los fondos -dijo Miguel-, pero debes saber que me ofenden tus exigencias, las cuales perjudicarán mi negocio y me harán mucho más difícil librarme de mis deudas. Pero te prometo una cosa: no consentiré que arruines mis asuntos con tus mezquindades. Me habré librado de mis deudas en unos meses, y entonces serás tú quien venga a suplicarme las sobras.

Daniel sonrió apenas.

– Ya veremos.

A la mañana siguiente, Miguel hubo de tomar la amarga medicina de transferir los fondos a su hermano. Poco faltó para que se atragantara cuando dio la orden al secretario del banco de la Bolsa, pero era menester hacerlo.

Ese día, mientras andaba ocupado en sus asuntos, hubo de hacer grandes esfuerzos para no recordar que, de los tres mil florines que Geertruid le había confiado, quedaban poco más de mil.

de

Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

Creo haber dicho ya que Miguel Lienzo era unos años mayor que yo y que no lo conocía bien cuando era mozo. Sin embargo, conocía a su hermano, y de no haber oído decir a mi padre que Miguel era un joven astuto y del más grande intelecto, no hubiera querido saber más de esta familia.

Ya de niño, Daniel supo siempre muy bien cuáles eran sus limitaciones. No tenía igual fuerza física que los otros niños con los que jugábamos, pero él era más rápido y, puesto que sabía que nada tenía que hacer en juegos de lucha, insistía en que corriéramos a diario. Solo deseaba jugar cuando sabía que él había de ganar.

Aun cuando se conoce que era el favorito de su padre, siempre maldecía de su hermano, pues no soportaba que fuera mayor, más grande y que se le hubiera adelantado en el mundo.

– Mi hermano malgasta su tiempo estudiando libros judíos -nos decía entre susurros conspiradores, como si nuestros padres no nos ocultaran a los más de nosotros ni nos enseñaran cosas prohibidas a la luz de las velas-. Mi hermano se tiene ya por un hombre -se quejaba-. Siempre va en pos de las sirvientas.

Daniel hubiera estudiado la Torá solo por demostrar que era mejor que su hermano. Hubiera acosado a las mozas, aun cuando ignoraba qué haría con ellas, por demostrar que él podía llegar allá donde su hermano no llegaba. Era absurdo. Miguel tenía una mente más despierta, y su apariencia resultaba harto más agradable a las damas. Además, Daniel jamás perdonó la afrenta de haber nacido el segundo.

Recuerdo que cuando tenía yo doce años, unos meses antes de que huyéramos de Lisboa, Daniel se llegó a nosotros un día y dijo que quería gastar una broma: su hermano mayor se había ido con una moza de las cocinas a un lugar apartado de la casa y sin duda descubrirlos nos daría una gran risa.

Por supuesto, era una necedad, pero éramos niños, y los niños siempre disfrutan con las necedades. Seguimos a Daniel hasta la casa de su padre, subimos los tres tramos de escaleras y nos detuvimos ante una vieja puerta. Daniel nos indicó que no hiciéramos ruido y abrió la puerta de golpe.

Allí vimos a Miguel sentado con una sirvienta que no habría más años de los que él tenía. El vestido de la moza estaba bastante desarreglado y se conoce que había estado haciendo cosas que una buena moza no ha de hacer. Al vernos, los dos parecieron confusos, y lo cierto es que nosotros estábamos tan confusos como ellos. La moza trató de bajarse las faldas y cerrarse el corpiño y, viendo que no podía, se echó a llorar. Apeló a la compasión de la Virgen. Estaba deshecha.

Miguel se puso rojo, no por vergüenza, sino de indignación.

– ¡Marchaos! -siseó-. Podéis hacer chanza de un hombre, pero solo un cobarde haría chanza a costa de una moza.

Habíamos acudido allí llenos de expectación y curiosidad, riendo como críos sin saber de qué. Pero ahora estábamos avergonzados, por nuestra curiosidad y por la cólera de Miguel. Habíamos cometido un gran delito que nuestra corta edad nos impedía comprender; nuestra falta de entendimiento lo hizo todo más terrible.

Todos retrocedimos y corrimos escaleras abajo, pero yo me detuve al ver que Daniel no se movía. Seguía ante la puerta, sin dejar que Miguel cerrara. No acerté a verle los ojos, pero de alguna manera supe que miraba con odio. ¿A Miguel? ¿A la moza? Lo ignoro, pero no sintió la más mínima vergüenza por la ira de Miguel o las lágrimas de la moza.

– ¡Fuera! -le dijo Miguel-. ¿Es que no ves que la moza está trastornada?

Pero Daniel seguía mirando, escuchando los llantos de la moza. Mientras yo estuve allí, Daniel no se movió ni un paso.

¿Por qué motivo he mencionado esto? Bueno, pues por explicar un tanto la animosidad que había entre los dos hermanos, la cual venía de muchos años atrás y, por lo que yo viera, era cosa bien poco fundada.

Pero tal era la relación entre ellos. Acaso así no le sorprenderá al lector saber que era Daniel Lienzo quien debía a su hermano más de dos mil florines en aceite de ballena. Lejos de estar en deuda con su hermano, Miguel era su acreedor y jamás tuvo de ello sospecha.

18

Las cartas habían estado llegando a un ritmo de dos o tres por semana, y Miguel se quedaba levantado hasta tarde, forzando los ojos a la tenue luz de la lámpara de aceite para contestarlas. Animado por el café y la emoción de una riqueza inminente, Miguel trabajaba con gran contento y determinación, asegurándose de que sus agentes comprendían bien lo que se exigía de ellos.

Miguel no había visto a Geertruid desde su regreso de Rotterdam, lo cual facilitaba grandemente la tarea de no pensar que había perdido la mayor parte del capital. Él sabía de hombres que habían perdido el dinero de sus socios y que invariablemente se derrumbaban y confesaban enseguida, como si el peso de vivir en la mentira fuera demasiado grande. En cambio Miguel se sentía capaz de vivir con el engaño mientras el mundo lo dejara en paz.