Sin embargo, deseaba ver a Geertruid por hablarle de sus progresos, y tenía otras cosas que decirle, pero Geertruid no aparecía por ningún sitio. Mal momento para esconderse.
Miguel envió mensajes a todas las tabernas posibles y visitó tales lugares aun a las horas más intempestivas, pero no encontró rastro de ella.
En una ocasión quiso el azar que topara con Hendrick, que descansaba ociosamente cerca del Damrack. Estaba apoyado contra una pared, ocupado en fumar su pipa, contemplando a los hombres y mujeres que pasaban.
– Eh, judío -lo llamó, chupó su pipa y echó humo cordialmente en dirección a Miguel.
Miguel vaciló un momento, pensando si acaso podía hacer como que no había visto ni oído a Hendrick. No, no podía.
– ¿Qué nuevas podéis darme de la señora Damhuis? -preguntó.
– ¿Cómo? -preguntó el otro-. ¿No preguntáis por mi salud? Me herís.
– Lamento lo de vuestra herida -dijo Miguel. Con el tiempo había aprendido a manejarse con la retórica de Hendrick haciendo que la tomaba en serio.
– Bueno, lo que importa es que lo sintáis. Pero buscabais a mi señora Damhuis, y me temo que yo no os haré igual servicio. Carezco de sus encantos.
¿Estaba celoso?
– ¿Sabéis dónde puedo encontrarla?
– No la he visto. -Hendrick se volvió y expulsó una larga nube de humo.
– Acaso esté en su casa -sugirió Miguel esperanzado.
– Oh, no, en casa no.
– Aun así, no me importaría ir a comprobarlo yo mismo -insistió Miguel, deseando poder ser más sutil y astuto-. ¿Dónde puedo encontrar su casa?
– No soy yo quien deba decíroslo. Se me hace que los extranjeros no acaban de entender nuestras costumbres. Si mi señora Damhuis no os lo ha dicho, no seré yo quien diga nada.
– Gracias entonces -dijo Miguel retirándose con gran prisa, pues no deseaba perder más tiempo.
– Si la viera -gritó Hendrick a su espalda-, no dudaré en transmitirle vuestros recuerdos.
Esa suerte tenía aquel día. Tuvo el impulso de visitar la taberna de café en el Plantage, pero cuando el turco Mustafá abrió la puerta -tan solo una rendija-, miró con aire receloso a Miguel.
– Soy el senhor Lienzo -dijo-. He estado aquí antes.
– Este no es momento para vos -dijo el turco.
– No lo entiendo. Pensé que se trataba de una taberna pública.
– Marchaos -dijo el turco y cerró la puerta.
Hannah estaba sentada en el comedor, tomando su desayuno, que consistía en pan de harina blanca con buena mantequilla y unas manzanas amarillas que una anciana había pasado vendiendo puerta por puerta la noche antes. Su vino estaba más fuertemente especiado y menos aguado que de ordinario. Annetje sabía bien cómo ser parca con el vino y generosa con el agua -dejando con ello más vino para sí-, de suerte que Hannah comprendió enseguida por qué su vino estaba más fuerte ese día. La criada deseaba hablar con ella y trataba de soltarle la lengua.
Miguel le había dado café, y ahora Annetje le daba vino. Todos le ofrecían de beber para hacerla obrar a su antojo. Aquel pensamiento la entristeció, aun cuando Hannah no podía olvidar la emoción de haber tomado el café de Miguel. Le encantaba conocer la verdadera naturaleza del fruto; lo animada y viva que le hacía sentirse. Y no era como haber descubierto una nueva parte de sí; fue más bien como si el café reordenara la persona que ya era. Aquello que estaba en lo alto bajó al fondo, y las partes de sí que estaban encadenadas se emanciparon con alegría. Había olvidado ser recatada y modesta, y le encantaba poder olvidar todas aquellas ataduras.
Acaso por vez primera, supo cómo la había visto siempre Migueclass="underline" como una mujer tranquila, necia, estúpida. Aquellas virtudes que en Iberia se tenían por tan femeninas no ofrecían para él el menor atractivo. A él le gustaban las mujeres con las cuales poder confabularse, como Annetje y su perversa viuda. Bueno, también ella podía ser perversa. La idea casi le hizo reír. No, no podía, por supuesto, pero sí podía quererlo.
Annetje subió de la cocina y se quedó en el umbral, mirando, como Hannah sabía que haría, la copa vacía. Daniel y Miguel se habían retirado para atender cada cual sus asuntos, así que Annetje entró y se sentó a la mesa como gustaba de hacer estando las dos solas. Se sirvió un poco de vino de la garrafa y lo bebió de un trago, sin preocuparse, según parece, por lo suelta que pudiera tener su propia lengua.
– ¿Tuvieron la senhora y el senhor una conversación agradable ayer? -preguntó.
Hannah sonrió.
– ¿Acaso no escuchabas detrás de la puerta?
Una expresión violenta cruzó el rostro de la moza.
– Hablabais demasiado rápido en esa lengua vuestra. Apenas pude entender una palabra.
– Me pidió que no hablara de lo sucedido. Estoy segura de que te dijo otro tanto.
– Lo hizo, pero a mí no me dio ninguna pócima especial para hacerme obedecer. Acaso se fíe más de mi silencio.
– Acaso -concedió Hannah-. Y acaso seas tú quien no confía en el mío. Eso es lo que deseas saber, ¿no es cierto? Si le hablé de la viuda.
– Bueno, si le hablarais de la viuda, lo sabría. De eso podéis estar segura. Igual que he sabido ahora mismo por vuestra cara que no lo habéis hecho, pero que sí habéis hecho otra cosa.
Hannah no dijo nada. Bajó la mirada, sintiendo la misma vergüenza que le mudaba la color cuando hablaba a destiempo o sus ojos se cruzaban con los de un invitado de su esposo.
Annetje se levantó y tomó asiento a su lado. Tomó la mano derecha de Hannah con sus dos manos.
Aquella era la Annetje que Hannah viera de primero, la que la sedujo para que le revelara sus secretos.
Hannah no deseaba seguir con aquello.
– No veo nada malo en hablar con él. Puedo decir cuanto me plazca y a quien me plazca.
– Por supuesto, tenéis toda la razón -dijo la moza, conciliadora-. Olvidemos todo este asunto. ¿Iremos esta tarde?
– ¿Ir?
– ¿Acaso hace ya tanto que no os acordáis? -Ambas habían comprendido desde el principio que el nombre del lugar jamás debía pronunciarse en voz alta, ni en la casa, ni en el Vlooyenburg, ni en ningún lugar donde pudiera acechar algún judío o los espías del ma'amad.
Hannah tragó saliva. Sabía que aquella conversación había de llegar, y había hecho lo imposible por prepararse. Aun así, se sintió mal pertrechada y acaso también sorprendida.
– No puedo ir.
– ¿No podéis ir? ¿Estáis asustada por la viuda?
– No es eso -le dijo Hannah-. No deseo arriesgarme. Por el bebé.
– El bebé, otra vez -espetó la moza-. Actuáis como si nadie hubiera estado encinta antes que vos.
– No quiero correr más riesgos. Dios me lo ha mostrado, me ha advertido contra los peligros. Casi me descubrieron en una ocasión, y muy necia habría de ser para no hacer caso de Su misericordia.
– Dios no os salvó -dijo la moza-, que fui yo. Fui yo quien evitó que os descubrieran. Dios os condenará al infierno si no vais hoy, y a vuestro hijo también.
Hannah negó con la cabeza.
– No lo creo.
– Sabéis que es cierto -dijo la moza con petulancia-. Ya veremos cuántas noches aguantáis, tendida en la cama, sabiendo que, si hubierais de morir mientras dormíais, estaríais condenada a los tormentos del infierno. Ya veréis como cambiáis de opinión.
– Tal vez -dijo Hannah algo ambigua.
– De todas formas debéis acordaros de no decir nada al senhor Miguel -anunció Annetje con más contento-. Debéis guardar silencio. ¿Lo prometéis?