Tantos riesgos… Miguel se mordió el labio para contener las ganas de sonreírse. Podía vivir con el riesgo si se prometía no pensar en ello con demasiada frecuencia.
Miguel comenzó a dar golpecitos en la mesa. Quería actuar enseguida. Podía empezar inmediatamente a asegurarse los contactos y los agentes para cualquier intercambio importante en Europa. Podía hacer malabarismos con el café por barriles, llevándolo de un puerto a otro. Tal era la verdadera esencia de Miguel Lienzo; tratos, conexiones, arreglos. No era un cobarde que renunciase a una oportunidad porque unos amargados hipócritas creyeran saber mejor que los sabios lo que estaba bien y lo que estaba mal.
– ¿Cómo hemos de hacerlo? -dijo él por fin, cayendo de pronto en la cuenta de que hacía varios minutos que no decía nada-. El comercio del fruto del café pertenece a la Compañía de las Indias Orientales, y no podemos esperar arrebatárselo a hombres con su poder. No entiendo qué me proponéis.
– ¡Yo tampoco! -Geertruid levantó las manos exaltada-. Pero propongo algo. Debemos hacer algo. No permitiré que el hecho de no saber lo que propongo se interponga en mi camino. Como dicen incluso el ciego tropieza con el cielo. Os preocupáis por el día veinte… ¿Debéis dinero? Yo os ofrezco riquezas. Una nueva e importante empresa con la que reconstruir y hacer que vuestra deuda actual parezca nimia.
– Necesito tiempo para pensarlo -le dijo, aunque no necesitaba nada parecido. Pero Geertruid tendría que esperar. Un hombre no tiene muchas oportunidades como esa en su vida, y arruinar sus posibilidades por impaciencia hubiera sido necedad-. Hablaremos de esto después del veinte. En una semana.
– Una semana es mucho tiempo -dijo la viuda con tono reflexivo-. En una semana se hacen fortunas. Imperios se levantan y caen.
– Necesito una semana -repitió Miguel suavemente.
– Una semana, entonces -dijo ella en tono amistoso. Sabía que no debía presionar más.
Miguel se dio cuenta de que había estado toqueteándose los botones del capote.
– Y ahora debo marchar para atender otros asuntos de importancia.
– Antes de iros, dejad que os dé algo que os ayudará a considerar la empresa. -Geertruid hizo una señal a Crispijn, que acudió rápidamente y colocó ante ella un tosco saco de lana.
– Me debe cierto dinero -explicó Geertruid en cuanto su primo se hubo retirado-. Estuve de acuerdo en aceptar un poco de esto como pago y quería daros algo en lo que pensar.
Miguel miró en el interior del saco, en el cual acaso habría unos doce puñados de bayas marrones.
– Café -dijo Geertruid-. He hecho que Crispijn tueste los frutos para vos, pues sé que no se puede pedir a un hidalgo portugués que los tueste él mismo. Ahora solo tenéis que molerlos, mezclarlos con leche caliente o agua dulce y después filtrarlo o dejar que se asiente en el fondo, como gustéis. No bebáis demasiado, si no queréis agitar vuestros intestinos.
– No mencionasteis la alteración intestinal cuando me cantasteis sus alabanzas.
– Aun los mejores productos de la naturaleza hacen daño si se toman en demasía. No os hubiera dicho nada, pero un hombre con los intestinos alborotados no es buen socio en los negocios.
Miguel dejó que la mujer lo besara de nuevo, y luego se escabulló por la taberna saliendo al frío y la niebla de media tarde. Después del hedor del Becerro de Oro, el aire salado del Ij resultaba tan maravillosamente purificador como la mikvah, [1] y Miguel dejó que la niebla le bañara el rostro hasta que un niño que no tendría ni seis años empezó a tirarle de la manga, llorando lastimeramente por su madre. Miguel le arrojó al mocoso medio ochavo, saboreando ya la riqueza que el café habría de darle: nada de deudas, una casa propia, la oportunidad de volver a tomar esposa y tener hijos.
Un instante después se reprendió a sí mismo por permitirse aquellas fantasías a la luz de los reveses de la jornada. Otros mil florines de deuda. Ya debía tres mil por todo el Vlooyenburg, incluidos los mil quinientos que tomó prestados a su hermano cuando el mercado del azúcar se vino abajo. Había permitido que la Oficina de Bancarrotas del Ayuntamiento llevara las deudas que había contraído con los cristianos, pero los judíos de su barrio llevaban sus propias cuentas.
La marea había empezado a subir y las aguas habían rebasado los límites del Rozengracht y cubrían las calles. Del otro lado de la ciudad, en la casa de su hermano, en el cavernoso sótano donde Miguel dormía pronto empezaría su inundación particular. Aquel era el precio de vivir en una ciudad construida sobre pilares encima de las aguas, pero Miguel ya no se preocupaba por las incomodidades de Amsterdam que tanto le molestaron cuando llegó. Ahora apenas reparaba en el hedor a pescado muerto del agua del canal ni en el agua que pisaba al caminar. El olor a pez muerto era el perfume de la riqueza de Amsterdam, y el sonido del agua al pisarla, su melodía.
Lo más prudente era volver a casa enseguida y escribir una nota a Geertruid explicando que los riesgos de trabajar con ella eran demasiado grandes y podían llevarlo a la ruina. Pero nunca se libraría de las deudas siendo prudente y ya estaba arruinado. Solo unos meses atrás, su azúcar atestaba almacenes enteros a los lados del canal y él paseaba por el Vlooyenburg como un burgués. Estaba dispuesto a superar la pérdida de Catarina, a tomar nueva esposa y tener hijos, y las alcahuetas se lo disputaban. Pero ahora estaba endeudado. Su posición había quedado poco menos que en nada. Recibía notas amenazadoras de algún demente. ¿Cómo podía cambiar su suerte si no era haciendo algo osado?
Había corrido riesgos toda su vida. ¿Acaso tenía que dejar de hacerlo por temor al poder arbitrario del ma'amad, unos hombres a quienes se había encargado hacer respetar la Ley de Moisés y que valoraban su poder por encima de la Palabra de Dios? La Ley no tenía nada que decir sobre las viudas holandesas. ¿Por qué había de evitar hacer fortuna con una de ellas?
Hubiera querido cerrar algún negocio más aquel día, pero tenía la sospecha de que su agitación no le hubiera llevado a hacer nada de provecho, de modo que fue a la Talmud Torá para las plegarias de la tarde y la noche. Aquella liturgia ahora tan familiar lo amansaba como vino especiado de modo que, para cuando salió de allí, se sentía renovado.
Mientras recorría la escasa distancia que separaba la sinagoga de la casa de su hermano, manteniéndose pegado a las casas del lado del canal para evitar a ladrones y serenos, Miguel no dejó de oír el sonido de las ratas sobre los tablones colocados sobre las alcantarillas. Café, canturreó para sí. No necesitaba una semana para darle una respuesta a Geertruid. Solo necesitaba tiempo para convencerse de que si hacía negocios con ella, no acabaría de forjar su ruina.
de
Las reveladoras y verídicas memorias
de Alonzo Alferonda
Mi nombre es Alonzo Rodrigo Tomás de la Alferonda. Yo traje la bebida llamada café a los europeos, podría decirse que inicié su andadura por estas tierras. Bueno, acaso sea un tanto vanidoso, pues sin duda el café hubiera recorrido el mismo camino turbio sin mis esfuerzos. Digamos más bien que yo fui la partera que lo ayudó a pasar de la oscuridad a la gloria. No, diréis, tampoco fui yo, que fue Miguel Lienzo. Entonces, ¿qué papel pudo tener Alonzo Alferonda en el triunfo de este gran fruto? Más del que se supone, os lo aseguro. Y para quienes dicen que no hice sino maldades, que no hice sino entorpecer, poner trabas, zaherir, solo puedo decir que yo sé más que mis detractores. Yo estuve allí… y vos, con toda probabilidad, no.